Oxitocina: el vínculo nos protege del estrés

Los estudios sobre la oxitocina son sorprendentes: ayudar a los demás y dejarse ayudar fortalece nuestra resistencia y disminuye los riesgos del estrés.

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La oxitocina es un neurotransmisor y una hormona; pese a ser un péptido “pequeño” de solo ocho aminoácidos, dos de ellos forman un puente disulfuro que la orientan de manera que encuentre a su receptor celular. Se excreta en el hipotálamo y se almacena en la pituitaria de las fosas nasales.

Interviene en la gestación, en la excreción de la leche materna, en las contracciones de la madre durante el parto y en las de la mujer y en el hombre durante el orgasmo; por eso se la suele llamar la hormona de la felicidad, del placer... Pero es incluso más que esto.

Es la hormona del sentimiento maternal y paternal, del sueño, del apetito (el sexual también), de la creación de vínculo, del apego, de la complicidad, de lo social...

Se libera mediante un abrazo, un olor, o a veces simplemente viendo cómo otros seres humanos se dan una muestra de afecto (como ver a una mamá que acaricia a un bebé) con el concurso de las neuronas espejo, que se activan en situaciones de empatía o imitación.

Oxitocina y adrenalina, extrañas compañeras

Pero ¿y en una situación de estrés? Nuestra pituitaria bombea oxitocina en estas situaciones, al igual que segrega adrenalina. Y por eso cuando entramos en una situación de peligro perceptible pedimos ayuda a las personas queridas. Del mismo modo, cuando prestamos ayuda a una persona que la necesita también liberamos oxitocina.

Candace Pert, una neurocientífica norteamericana pionera, fallecida en 2013, publicó en 2007 el libro Everything you need to know to feel good (Todo lo que necesitas saber para sentirte bien). Pert llamó a la oxitocina la hormona de la emoción y postuló que la actividad hormonal puede variar sin ninguna acción racional, siendo nuestra conducta mental y emocional suficiente para regularla.

Se apoyó para ello en el hallazgo de que casi todas las células presentan y expresan receptores y producen y emiten neurotransmisores como la serotonina, la adrenalina o la oxitocina. Eso dejaba atrás mucho “conocimiento médico” en el que se que sostenía una gran parte de los tratamientos farmacológicos en psiquiatría.

Sin embargo, ha sido la psicóloga norteamericana Kelly McGonigal, de la Universidad de Stanford (California, EE. UU.), quien de una forma más comprensible lo ha explicado en todos los foros en los que ha participado en estos últimos años, gracias a un estudio sumamente ilustrativo que le hizo replantearse el enfoque de toda su dedicación de muchos años al estudio del estrés.

Un sorprendente descubrimiento científico

Durante ocho años se hizo un seguimiento a 30.000 adultos norteamericanos que decían haber padecido algún tipo de estrés. El estudio se fundamentaba en las respuestas a dos preguntas bien sencillas:

  • ¿Qué nivel de estrés ha experimentado en el último año: alto, moderado o bajo?
  • ¿Cree que el estrés perjudica su salud?

Posteriormente se analizó la mortalidad de todo el grupo. Los individuos que experimentaron un nivel muy alto de estrés presentaban una probabilidad de riesgo de muerte un 43% superior. Aparentemente nada que no se supiera antes: el estrés mata.

Pero lo sorprendente era que eso solo resultaba cierto en el grupo que consideraba que el estrés era “perjudicial” para su salud. Las personas con un nivel alto de estrés pero que no creían que fuera nocivo para su salud presentaban un riesgo de muerte inferior al de cualquier otro individuo, incluidas las personas que consideraban sus niveles de estrés “bajos”.

Según la extrapolación de los datos de los ocho años que duró la investigación a toda la población, 182.000 americanos murieron “prematuramente” (a una edad inferior a la esperanza de vida), no a causa del estrés, sino a causa de la creencia de que el estrés es malo. Eso representa algo más de 20.000 muertes anuales.

Si todos estos cálculos eran correctos, la traducción podría ser que “creer que el estrés es malo para la salud” fue la 15ª causa de muerte en Estados Unidos en el año 2013, por encima del melanoma (cáncer de piel), el sida o los homicidios.

Más claro: el estrés es menos perjudicial para la salud en términos de mortalidad que pensar que el estrés es malo para la salud. La doctora McGonigal, una psicóloga experta, nos propone este ejercicio de extrapolación para entender que, si le damos la vuelta a este pensamiento, podemos vivir mejor con o sin estrés.

Desde la actividad hormonal podemos cambiar la expresión de algo y al retroalimentar esta segregación hormonal podemos modular realmente el estado mental que nos sumía, por ejemplo, en el sentimiento negativo (también puede ocurrir en sentido contrario, claro). Mediante recuerdos y estímulos positivos podemos transformar en inocuo, ya no digo positivo, algo que de entrada nos causa dolor y angustia.

Ayudando a los demás te ayudas a ti también

Llegados a este punto, me gustaría ilustrar con otro estudio real algo mucho más sorprendente. Un grupo de investigadores del Departamento de Psicología de la Universidad de Buffalo (Nueva York, EE. UU.) publicó en 2013 en el American Journal of Public Health un trabajo bajo el título: Giving to others and the association between stress and mortality (Dar a los demás y asociación entre estrés y mortalidad). El objetivo del estudio: demostrar que ayudar a los demás reduce la asociación entre estrés y muerte.

En él se examinan datos de 846 voluntarios del área de Detroit (Michigan, EE. UU.). Todos ellos reconocieron haber sufrido algún episodio de estrés y conocer a familiares o amigos que lo habían sufrido. Se les preguntó si recurrieron a pedir ayuda a algún amigo o familiar, o si la prestaron. A continuación se monitorizó la mortalidad de este grupo de personas durante los siguientes cinco años a partir de los datos públicos existentes.

Los resultados pusieron de manifiesto la existencia de una relación entre prestar ayuda y los episodios de estrés. El estrés no incidió en una mayor mortalidad en el subgrupo que ayudó a otros en el último año. En cambio, estrés y mortalidad sí se correlacionaron positivamente en aquellos que no prestaron ayuda a otros.

Su conclusión es bien clara y es una traducción literal de su publicación: ayudar a los demás reduce la mortalidad al taponar o inhibir la asociación entre estrés y mortalidad.

Hay más experiencias que muestran unos resultados parecidos. Y de nuevo las de la doctora McGonigal arrojan luz en el mismo sentido. En un estudio que llevó a cabo con un millar de personas de entre 34 y 93 años concluye que el estrés incrementa la mortalidad avanzada en un 30%, excepto... entre las personas que ayudan a otras. En este segundo grupo no se observa tal incremento; la influencia del estrés es cero y no hay aumento alguno de la mortalidad.

Nuevamente llegamos a la misma conclusión: los efectos perjudiciales del estrés no son inevitables. Cómo pensamos y actuamos modula el efecto del estrés.

Construyendo la biología del coraje

Explica la doctora McGonigal que cuando elegimos dar respuesta al estrés como algo beneficioso, creamos la biología del coraje. Cuando elegimos conectar con otras personas que padecen estrés, podemos crear la resistencia.

No es que piense que sufrir estrés es beneficioso, pero la realidad es que el estrés nos permite acceder a otro “órgano” que a menudo permanece bloqueado: nuestro corazón. El corazón compasivo encuentra felicidad y sentido conectando con los demás y, sí, si la adrenalina nos hace bombear con más fuerza nuestro corazón, también la oxitocina aumenta el diámetro de nuestros vasos para que el estrés nos dé fuerza y energía para mejorar la situación.

Podemos confiar en nosotros mismos para gestionar los retos de la vida, reafirmándonos en que no tenemos que afrontarlos solos.

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