Amarse a uno mismo para superar el maltrato

Muchas veces las víctimas de malos tratos piensan que lo merecen. Recobrar la autoestima y recurrir a la ley pueden ser las claves para salir de ese círculo de pesadilla.

Superar el maltrato

Ser profesor de instituto te permite conocer muchas historias. Algunas divertidas, estimulantes; otras tristes y desesperanzadoras. Durante casi veinte años, he impartido clases de ética y filosofía a chicos y chicas, pero durante dos cursos trabajé en un centro para adultos con alumnos que en ocasiones superaban los cuarenta, si bien predominaban los veinteañeros.

En uno de esos centros conocí a Isabel, una joven de diecinueve años que había abandonado los estudios en primero de bachillerato, pero que ahora deseaba ser profesora de filosofía o trabajadora social.

No transmitía una imagen de debilidad o inseguridad. Alta, con el pelo negro y una mirada inteligente, solía sentarse en las primeras filas, expresando sus dudas y opiniones. Yo siempre he considerado que el aula es un espacio de debate, no un escenario asimétrico entre un profesor rebosante de sabiduría y alumnos abocados a callar, escuchar y asentir.

No sospechaba que Isabel había pasado por el infierno del maltrato psicológico, físico y sexual. No lo descubrí hasta que terminó el curso y se organizó una cena de despedida. Para mi consternación, la reunión se prolongó con la clásica excursión a una discoteca, donde los alumnos acuden con la expectación de contemplar a sus profesores moviéndose con torpeza en la pista de baile.

Yo logré escabullirme, refugiándome detrás de una columna. No esperaba encontrar allí a Isabel, mordiéndose los labios y con lágrimas en los ojos.

Una cruda realidad: el maltrato en primera persona

Alarmado, le pregunté qué sucedía: “Ha aparecido de nuevo. Esta vez me matará”. Advertí que su miedo era real, intenso, sincero. Se echó a llorar, enterrando la cara en las manos. Me pidió excusas y se secó las lágrimas, tranquilizándose con inesperada rapidez. Me sorprendió su fortaleza y su autodominio.

Le sugerí que saliéramos para hablar con calma, si creía que podría servirle de algo.Aceptó y nos sentamos en un banco. Isabel se encendió un cigarrillo y me contó su historia:

A los dieciséis años, comenzó a salir con un chico algo mayor. Al principio era atento, afectuoso, divertido, pero enseguida comenzó a mostrarse celoso y dominante. Carecía de inquietudes y ridiculizaba el interés de Isabel por los libros, el teatro y las exposiciones de arte o fotografía. Se burlaba de sus amigos y, poco a poco, logró que dejara de quedar con ellos.

Empezó a entrometerse en su forma de vestir, prohibiéndole que se pusiera prendas supuestamente provocativas.

Un día Isabel notó que alguien seguía sus pasos por la calle. Al volverse, descubrió que era su novio. Se acercó a él para pedirle explicaciones. Solo consiguió que le chillara y le arrebatara el móvil por la fuerza, inspeccionado sus llamadas. Descubrió un contacto desconocido y le exigió que le contara quién era. Isabel se negó y su reacción le costó la primera bofetada.

No tardaron en llegar nuevas agresiones. Los gritos se hicieron constantes y las persecuciones se intensificaron.

Le dijo que no podía continuar. Romper la relación le costó una paliza y una violación en su propio cuarto. Isabel no se lo contó a nadie

El novio desapareció, tal vez atemorizado por la posibilidad de una denuncia. “¿Por qué no recurriste a la policía?”, le pregunté asombrado. “En el fondo, me daba pena –contestó Isabel–. Tiene la autoestima por los suelos. Por eso es violento”.

Atreverse a pesar del miedo

Habían transcurrido tres años desde el terrible incidente. Todo parecía olvidado, pero hacía pocas semanas el chico se presentó en el instituto. Intentó hablar con ella, sin conseguirlo. Isabel aprovechó la presencia de sus compañeros para quitárselo de encima.

El maltratador no se dio por vencido. Eso sí, cambió de táctica. Aparcaba el coche a la puerta del instituto y la miraba con una mezcla de rabia y pena. No es improbable que sintiera lástima de sí mismo. Isabel no tenía novio, pero a veces volvía a casa charlando con un compañero. No podía imaginarse que su antiguo novio les seguía en coche, cada vez más furioso.

I​ncapaz de contenerse, una noche se bajó del automóvil y golpeó al chico, mientras gritaba que Isabel era su novia y nunca sería de otro. Ella recibió varias patadas y tirones de pelo. La afortunada intervención de una patrulla de la policía local evitó que sucediera algo peor.

Detuvieron al agresor e Isabel denunció los hechos. Su acompañante tuvo miedo y no quiso seguir su ejemplo. “Ahora no sé qué hacer. Mañana hay un juicio rápido para establecer medidas preventivas. Mi abogado me ha dicho que si denuncio la violación, le enviarán directamente a prisión. Tampoco quiero arruinarle la vida. Es un desgraciado”.

Le advertí que los maltratadores actuaban por compulsiones, no por criterios racionales, y que una orden de alejamiento podría ser inútil. “Sí, ya lo sé. Incluso podría enfurecerse más”.

Le aconsejé que contara todo. “Tienes que pensar en tu seguridad, en tu felicidad”, comenté angustiado. “¿Mi felicidad? ¡Quizás me merezco todo esto! Mis padres siempre han dicho que no soy buena”. Isabel se echó a llorar de nuevo, esta vez con más desgarro, como si algo muy profundo se agitara en su interior.

La situación se prolongó unos minutos. Consideré inoportuno formular consejos o indicarle qué debía hacer. Me pareció más sensato estar en silencio, transmitiendo afecto con gestos y esperar a que se encontrara en condiciones de hablar.

Repitiendo viejas heridas

Al cabo de un rato, Isabel recobró la calma y me confesó que había sufrido malos tratos desde pequeña. “Mi padre es muy violento, especialmente cuando bebe. Enseguida te levanta la mano, pero los golpes no duelen tanto como los insultos y los comentarios hirientes”.

Le pregunté por su madre. “Se lleva la peor parte. Se ensaña con ella. En mi casa se viven escenas horribles que me avergüenza contar o recordar”. “¿Tu madre nunca ha pensado en separarse?”, inquirí con el corazón encogido.

“No. Lo peor es que lo justifica. Dice que no sabe lo que hace, que es un enfermo, que la culpa la tiene el alcohol. A veces añade que ella también lo provoca, que le pone la cabeza como un bombo y le hace explotar. Yo creo que dice esas cosas porque mi padre nos pide perdón después de pegarnos. Se pone de rodillas, gimotea, llora con lágrimas como puños. Mi antiguo novio hacía lo mismo. Imagino que es un patrón de conducta, algo que se repite en todos los maltratadores"

"Lo más triste es que reproduzco el comportamiento de mi madre. A fin de cuentas, es el modelo que he asimilado casi sin advertirlo”

No me sorprendió la reflexión de Isabel, pues conocía su clarividencia, pero me sobrecogió su sentimiento de fatalidad. Parecía una heroína de la tragedia clásica señalada por un destino adverso.

Me gustaría contar que yo le di las claves para salir del círculo donde había quedado atrapada, pero me limité a escucharla, insistiendo en que no rechazara el amparo de la ley. Al parecer, las medidas preventivas son precarias e insuficientes, particularmente cuando el maltratador se mueve por una obsesión incontrolable.

Lastres del patriarcado

No sé qué hay en la mente de un maltratador. Sin duda algo falló en su niñez. Es probable que reproduzca los estereotipos machistas de un padre violento y autoritario. Está claro que su conducta es patológica y necesita ayuda psicológica, pero la prioridad es garantizar los derechos y el bienestar de sus víctimas.

Creo que ciertos clichés sobre los roles sociales del hombre y la mujer estimulan el maltrato. Se identifica lo masculino con el éxito, la fuerza y la sobreprotección. En los restaurantes, si una pareja pide una cerveza y un refresco, el camarero presume que la bebida alcohólica será para el hombre. Sucede lo mismo con la nota, pues se considera una grosería que la mujer abone la consumición.

La presunta cortesía muchas veces solo encubre una visión patriarcal de las relaciones entre los sexos.

Los maltratadores suelen ser sobreprotectores, pues contemplan a la mujer como algo frágil y delicado

Ser una muñequita no es algo halagador, sino una discreta humillación que sitúa a la condición femenina en un escalón inferior. La amabilidad debe ser recíproca, no asimétrica, unilateral y condescendiente.

Personas resilientes

He conservado la relación con Isabel. Ahora es una mujer que ha finalizado filosofía y trabajo social. Disfruta de una beca de doctorado y, durante los meses de verano, colabora con una ONG. Vive con dos compañeras de la universidad. Gracias a su inteligencia, ha conseguido eludir el riesgo de repetir la historia de su madre.

No odia a su padre, pero se ha distanciado de él. Ya no le afectan sus chantajes y ha reducido la relación a breves conversaciones telefónicas, cada vez más esporádicas. Si intenta manipularla o coaccionarla, cuelga el teléfono.

Denunciar a su antiguo novio sirvió para que acabara en la cárcel, donde cumple condena por violación y malos tratos. Ya no siente lástima por él, pero no ha permitido que el revanchismo envenene su mente. Simplemente, le ha sacado de su cabeza.

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Teme su salida de prisión. Aún le quedan varios años de condena, pero antes o después volverá a la calle. “Prefiero no darle vueltas al tema”, dice. “Eso sí, ya no pienso que me lo merezca. Nadie merece ser maltratado”.

Isabel ha mejorado su autoestima. Hizo psicoterapia, meditación, intensificó su cooperación con organizaciones especializadas en atención a niños y niñas maltratados.

¿Se puede hablar de un final feliz? Hasta ahora sí, pero Isabel sabe que es vulnerable, que tiene cierta predisposición a enredarse en relaciones tóxicas.

“Si lo negara, sería peor. Aún debo reelaborar muchas cosas, pero veo el futuro con esperanza. La mente no es una estructura cerrada, sino abierta. Se parece al barro y a la plastilina”. Creo que Isabel se reinventó, pero reinventarse no significa hacer borrón y cuenta nueva.

El pasado no se puede (ni se debe) enterrar, pues antes o después regresa con su carga dañina, pero se puede afrontar, reinterpretar, sanear

Ahora está en El Salvador, ayudando a niñas que han pasado por infiernos similares, agravados por la pobreza, la violencia de las maras y la inestabilidad política. Cuando nos despedimos le pregunté si llevaba alguna receta mágica bajo el brazo. “Por supuesto”, me contestó con una sonrisa llena de autoestima.

“Solo les diré una cosa a las niñas. Amaos a vosotras mismas. Os lo merecéis y que nadie os haga sentir o pensar lo contario”

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