Me llamo Lucía y mi primera hija nació en el año 2002 en el Hospital de Móstoles, en Madrid. Iba a escribir que di a luz a mi primera hija, pero yo nunca sentí que había dado a luz.
Mi niña me fue extraída mientras yo sangraba en un potro drogada, humillada y atemorizada
Mi embarazo fue muy feliz. Mi marido y yo estábamos muy contentos, él me mimaba y yo me sentía orgullosa de mi cuerpo por ser capaz de crear algo tan hermoso así, día a día, sin darme cuenta.
Hice ejercicio, practiqué el yoga, cuidé mi alimentación. Me tomé muy en serio las clases de preparación al parto y comencé a leer vorazmente sobre el embarazo y el parto.
Tenía una vecina ginecóloga que desde el primer momento inició una campaña de vigilancia intensiva de mi gestación y no dejó de hablarme de la posibilidad de un aborto prematuro.
Según avanzaba el embarazo me ilustró en todo tipo de enfermedades y complicaciones fatales para mi bebé. Parecía decepcionada por mi “asquerosa buena salud”. No pude sustraerme a su intervención, en parte por comodidad, en parte por no ofenderla.
Yo quería tener a mi hija en casa, pero me pareció bien que ella se ocupase de los controles rutinarios del embarazo. El tocólogo que iba a atenderme en casa no puso objeciones, siempre y cuando le llevase los resultados y él pudiera verme a partir del sexto mes.
Alrededor del séptimo mes de embarazo mi vecina dijo que el bebé estaba de nalgas y me propuso programar una cesárea. Mi tocólogo casi se cae del asiento cuando se lo conté. Me explicó que los fetos de esa edad se mueven constantemente: ahora están de nalgas y ahora haciendo el pino, ¡o con el dedo gordo en la punta de la nariz y haciendo burla con los otros a tu ginecóloga!
Otro día me dijo que la niña era “bajo peso”. Yo la había visto muchas veces calcular fechas y pesos mientras hablaba por teléfono o bromeaba con unos y otros y casi nunca acertaba en los cálculos, así que ni me inmuté. Mi “bajo peso” nació con tres kilos y medio.
Cuando le dije que le agradecía mucho lo que hacía pero que iba a parir en casa con otro médico casi le da algo
Intentó por todos los medios hacerme cambiar de opinión y atemorizó a mi familia y a la de mi marido.
Mi suegro me llamó irresponsable y dijo que yo no tenía derecho a “poner en peligro la vida de su nieta”. Sufrí presiones por todas partes. Llegué a oír que la decisión que había tomado era irresponsable y producto de la “lectura de libros”.
Mi madre fue quien menos se opuso. Creo que porque ha tenido cinco hijos y a mí misma me parió en casa. He comprobado que casi todo el mundo que está en contra del parto natural jamás ha presenciado uno o no ha parido en su vida.
Una mañana, cuando pasaban diez o doce días de la fecha estimada de parto, mi vecina insistió en que fuese a su hospital a hacerme el control rutinario de bienestar fetal. Ya no quería verme más con ella.
Unos días antes había intentado hacerme la maniobra de Hamilton (para estimular el parto), a pesar de que le había dicho una y mil veces que quería dejar que el parto se produjese de forma espontánea y no intervenir de ninguna forma.
Yo nací doce o catorce días después de que mi madre saliese de cuentas, así que no estaba preocupada en absoluto por sobrepasar esa fecha. Pero no quería quedar mal con ella, así que fui.
Antes de que saliéramos de casa, habló con mi marido por teléfono y volvió a insistirle en que pariese en su hospital. Le vi coger la bolsa en la que guardaba las cosas para el parto y me sorprendí mucho (él nunca tiene iniciativas de ese tipo).
Le dije que no estaba de parto y que no pensaba parir en ese hospital
Me dijo que solo la llevaba “por si acaso”. Teníamos prisa y no volví a pensar en ese detalle hasta horas más tarde. Después del parto me pregunté día tras día qué le diría aquella mujer a mi marido.
Llegamos al hospital y tras cuarenta minutos de registro entró una enfermera en la habitación y dijo que mi bebé estaba “muy bien”. Me levanté, quería irme, estaba cansada.
Me incorporé y se cayó un sensor. Una enfermera me colocó de nuevo en la camilla y dijo que siguiese así hasta que me lo dijesen. Se llevaron a mi compañera de habitación.
Entró otra enfermera distinta, quitó el papel de la máquina a la que había estado conectada la otra chica y anotó mi nombre en la hoja de registro. Estuve a punto de decirle: “Oiga, que ese no es mi registro”, pero no lo hice.
Al rato subió mi vecina ginecóloga y me dijo, con ese aire mezcla de gravedad e infalibilidad que adoptan algunos médicos, que tenía que quedarme en el hospital porque el registro mostraba una bradicardia y mi bebé corría peligro.
Le expliqué lo que había pasado con el sensor y la anotación en la máquina de mi compañera, que se trataba de un error. No me hizo caso.
Llamó a mi marido y a mi hermana para que me convenciesen de que me quedara en el hospital
Expliqué de nuevo todo lo que había ocurrido, y entonces me dijo muy enfadada que si quería irme que me fuera, pero que ella no se hacía responsable de la vida de mi hija.
Le dije: “Está bien, Isabel, entonces repetimos el registro otra vez”. Se mostró ofendida y dijo a mi marido y a mi hermana que la niña podía morir en cualquier momento. Sus caras reflejaban tensión y preocupación. Ella siguió hablándoles sin mirarme.
¿Por qué nadie me escuchaba? ¿Por qué no quería hacer ninguna comprobación?
Mi marido me preguntó si quería que nos fuésemos. Me eché a llorar, no podía marcharme en esas circunstancias. Me sentí acorralada y engañada.
Dijeron que me quitase la ropa e inmediatamente se presentó una matrona con una maquinilla de afeitar en una mano y un enema en la otra. La miré incrédula. Se suponía que solo iba a quedarme bajo vigilancia. ¿Por qué venir a afeitarme?
Dije que no quería que me afeitasen ni necesitaba ningún enema. Insistieron. Comprendí que estaban dando por sentado que pariría allí mismo. Ni siquiera tenía contracciones de parto.
Saqué entre mis papeles las recomendaciones de la OMS sobre el parto y se las di a la comadrona para que me dejase en paz. Decían bien claro que no se recomiendan ni el afeitado ni los enemas. Se burlaron de mi petición, pero no siguieron insistiendo en el afeitado.
Fue como una concesión al capricho de una niña pequeña. Fue la única y última, una vez me tuvieron tumbada y medio desnuda, se acabó, no hubo más “concesiones”.
Empezaron a atosigarme, ahora una matrona quería cogerme una vía “por si acaso”
¿Por si acaso qué? Me tomó la mano sin explicar nada y me clavó la aguja. Luego trajo un gotero. Dije que no quería oxitocina sintética y me negué a que me lo pusieran. Volvieron las presiones.
Me aseguró que solo se trataba de un suero glucosado para hidratarme, y que si no quería oxitocina no me la pondrían. Quería que me dejasen en paz y recordé que no había tomado nada de líquidos desde hacía muchas horas, así que alargué el brazo para que me pusieran “el suero”.
Pedí que me dejaran a solas, necesitaba tiempo para resignarme a lo que se me venía encima, llorar y desahogarme.
Me dijeron que abriese las piernas, pensé que para examinarme, y sin avisar me rompieron la bolsa
El líquido estaba limpio, dijeron. Ya no había marcha atrás. Rompí a llorar, no quería que mi hija naciera en aquel ambiente. La ginecóloga dijo que si quería, “me pintaban la habitación de rosa”.
Se había encargado de contar a toda la planta que yo era “la que iba a parir en casa”, que era primeriza, que me estaba portando mal y que pretendía parir “según la OMS”. Trajo a la habitación a uno de sus amigos médicos, a quien me había presentado días antes.
El día que nos conocimos le pregunté por qué en los hospitales nos obligaban a parir tumbadas y reconoció con satisfacción que el potro era malo para las mujeres, pero los obstetras estaban mucho más cómodos. Me pareció una persona detestable. Y estaba allí, en mi parto.
Podía entrar y salir de la habitación cuando quisiese, meter sus manos en mi vagina e inyectarme lo que quisiera cuando quisiera ¿Cómo podía estarme ocurriendo aquello?
Yo lloraba sin parar pensando que mi hija iba a nacer entre aquella gente hostil
Necesitaba huir de allí. Salí de la habitación descompuesta, descalza, tapada apenas por una camisilla y arrastrando las ruedas del gotero. Otras mujeres vagaban como almas en pena por aquel pasillo, pero apenas podía verlas porque las lágrimas me cegaban.
¿Por qué mi marido había traído las cosas que teníamos preparadas para el parto? Me sentí indefensa y profundamente sola. Sentí en mi corazón la certeza de que aquello iba a ser una carnicería.
Intenté consolarme de estos negros pensamientos confiando en que, al menos, volverían a monitorizarme y entonces podría tener un registro fiable del latido del corazón de mi hija. No pasaron ni diez minutos cuando vinieron a buscarme.
Me tumbaron en la camilla y hablaron de hacer una monitorización interna. Esto se hace clavando un electrodo en la piel que rodea el cráneo del bebé. El registro del monitor externo demostraba que mi niña estaba bien ¿Por qué hacer algo tan agresivo? Yo decía “¡No! ¡No! ¡Pobre hija mía!” y cosas así.
Tenía las piernas abiertas y no podía moverme por miedo a que pincharan mal. No podía hacer nada. Ignoraron mi súplica y mi llanto, me reprendieron y siguieron a lo suyo. Como no llegaban a la cabeza, la matrona apretó el útero hacia abajo e hizo varias maniobras. Yo lloraba y lloraba por el daño que le iban a hacer a mi bebé.
Tras mucho forcejear, acabaron: su latido era normal. Sentí que habían abusado de mí y de mi hija
Apenas empecé a sentir algunas contracciones la ginecóloga se fue hacia el gotero y lo manipuló. En unos instantes el ritmo de las contracciones se alteró y sentí un fuerte dolor en los riñones. No había descanso entre contracción y contracción, el dolor no cesaba.
Me asusté, algo no iba bien. La ginecóloga me examinó y dijo que tenía un anillo. El cuello del útero se contrajo y quedó rígido. Volvió a manipular el gotero y dijo que me pusieran buscapina. Pregunté qué era un anillo.
Me dijo que no sabía. La buscapina no funcionó. En aquel momento supe que no podría seguir adelante con aquello, que algo malo estaba ocurriéndome, no había relajación y el dolor era incontrolable.
Me habían engañado con el contenido del gotero y sufría una hipertonía provocada por la oxitocina sintética
El ritmo cardiaco del bebé se alteró y cada vez era más irregular. Al no haber relajación no podía recuperarse lo suficiente entre contracciones. Uno de los efectos de la oxitocina sintética es el sufrimiento fetal agudo.
Una hipertonía puede provocar también rotura uterina, una situación crítica para la vida del bebé y de la madre. No podía ayudarme con la respiración y empezaba a sentir convulsiones. Me desmoroné y pedí la epidural.
La ginecóloga se burló de mí: “¿No querías un parto natural? Pues aguántate”
Hablaba de parto “natural” cuando mi hija tenía un electrodo en la cabeza y yo estaba atada a un gotero, rodeada de cables y sufriendo los efectos de una droga que me habían trasfundido con engaño.
Tuve que mendigar la anestesia y me sentí profundamente humillada. Durante todo este tiempo nadie me dio ánimos, nadie me consoló. Para cuando llegó la anestesista ya casi tenía siete centímetros de dilatación, el peor momento para poner la epidural.
Me hicieron firmar una hoja de “consentimiento informado”. Por supuesto, nadie me informó de nada, pero tampoco importaba, porque en el estado en el que me encontraba, física y psicológicamente, no tenía más remedio que firmar.
Me advirtieron de que debía quedarme completamente quieta mientras me punzaban en la columna con la aguja. Me pareció que no podría soportar permanecer quieta y doblada sobre el vientre ni un segundo.
La anestesista dijo a la ginecóloga que se fijara en el momento de relajación entre contracciones para pincharme. ¿Qué relajación? Yo sufría hipertonía, no había ninguna relajación entre contracciones. Llevaba al menos cuarenta minutos sufriendo la misma contracción.
Pero la ginecóloga echó un vistazo a la máquina de monitorización y dijo: “Ahora”. Podía haberlo dicho antes o después, hubiera dado igual. ¿Por qué no me preguntó a mí? ¿Quién estaba de parto, la máquina o yo?
Me di cuenta de que no tenían ni idea de lo que estaban haciendo. Me pincharon en plena contracción. Aún no sé cómo pude contener los temblores que me sacudían. Fui muy consciente del peligro en el que estaba.
En cuanto alcancé los diez centímetros me dijeron que me bajase de la camilla, que iban a hacerme una cesárea
Todo estaba ocurriendo demasiado deprisa. Dijeron que el bebé estaba muy alto. Pedí que me dejaran parir, que me dejaran ponerme de pie. Me tomaron de los hombros para sacarme de la habitación.
Me agarré a la cama y pregunté: “¿Por qué? ¿Una cesárea por qué?”. Entonces se miraron la comadrona y la ginecóloga, y una le dijo a la otra: “¿Tú crees que esta pare por abajo?”. Ese “esta” se refería a mí. Yo estaba allí, era “mi” parto y “mi” hija. Hablaban de mí como si no existiese.
Entonces hicieron una prueba: me dijeron que intentase empujar. Yo no sentía nada por culpa de la epidural, pero no sé si por un sexto sentido, o por el yoga, o por qué, conseguí mover mis músculos y dijeron que “empujaba bien” y podían probar el paritorio. Por el pasillo la ginecóloga me iba diciendo: “Todavía no sé si pasar por el paritorio o meterte directamente en quirófano”.
Me subieron a un potro y me dijeron que empujase. Con los pies en los estribos, comprobé por mí misma lo difícil que es empujar en esa posición. Los riñones y la espalda deben levantar todo el peso del cuerpo y luchar por incorporarte para poder hacer fuerza con el vientre.
La necesidad y el instinto te obligan a incorporarte, desde luego, a pesar de la postura, y es la espalda la que paga el precio.
Mientras me rajaban tuve que oír bromitas por haber pedido que se respetasen las recomendaciones de la OMS
Había conseguido que no me afeitasen y una residente joven que se había unido al grupo me aseguró que iba a infectarme. El amigo de mi vecina, el obstetra que días antes me dijo que el potro era más cómodo para los médicos, me preguntó con sorna cuánto cobraba el médico que iba a atenderme en casa.
Tenía miedo de que me hicieran aún más daño, mi indefensión era total y solo una mujer que haya estado en esa situación sabe lo vulnerables que somos. ¿Cuánto dinero? Yo habría pagado lo que fuese porque mi hija no naciese de aquella forma.
Intenté ignorarles y me concentré en empujar con toda mi alma. Nadie me dijo que la anestesia podía rebajarse para permitirme sentir las contracciones. Aun así conseguí que apareciese la cabeza del bebé y por primera vez desde que pisé el hospital me sentí aliviada al pensar que, a pesar de todo lo que me hiciese o dijese aquella gente, mi hija iba a nacer.
Todo iba bien al parecer, pero de repente oí hablar de “anillas”. Pregunté qué ocurría. Nadie me contestó, pregunté a mi hermana si estaban usando fórceps. Asintió con la cabeza.
Me sentí como un mueble, como un trozo de carne sobre el que cortar sin ninguna preocupación
El obstetra que se había burlado de mí con más saña estaba apretando la cabeza de mi hija con unas tenazas y tirando de su cabeza con todo el peso de su cuerpo.
Sacaron a mi niña y la pasaron por encima de mi cabeza. Yo estaba como desmayada. Alargué instintivamente los brazos hacia ella, pero no pude ni rozarla con las yemas de los dedos. Pedí desesperada que me dejaran abrazarla. Me reprendieron, dijeron que la niña estaba mal.
Yo no sabía qué ocurría. Giré la cabeza hacia atrás y vi que había varios médicos sobre ella, reanimándola, gritando. Le hicieron reanimación de nivel III. Pasé mucho miedo, no la oía llorar.
Temí que hubiera muerto. Nadie me hablaba. Finalmente oí su llanto y al menos supe que vivía
Pedí que me la dejaran abrazar y me llamaron irresponsable. Le dije a su padre que se fuera con ella, que no la dejara sola. Eso fue lo único que pude hacer por mi hija. La ingresaron en neonatología. Aún tiene en la cabeza las marcas de los pinchazos que le hicieron para monitorizarla.
Además de hacer una episiotomía muy grande me desgarraron con los fórceps y me cortaron y cosieron el músculo elevador del ano. Tengo una cicatriz desde el cuello del útero hasta la abertura vaginal. El informe no menciona nada de esto, dice que no hubo desgarros y que el alumbramiento fue espontáneo.
Es falso: tiraron de la placenta y me hicieron sangrar tanto que hasta cuatro meses después del parto no recuperé las fuerzas. Con los temblores de frío que siguen al parto pedí una manta, pero hasta que mi marido no fue a buscar una sábana no me cubrieron con nada.
Durante trece días permanecí en la cama y no pude salir a la calle hasta veinticinco días después. En los dos primeros días de mi estancia en el hospital no pude orinar. Las enfermeras insistieron en que me levantase y fuese al lavabo, pero no podía poner un pie en el suelo sin sentir un terrible dolor muscular.
Cada vez que explicaba que me encontraba realmente mal me dirigían miradas de reproche, así que me levanté apoyada en dos de ellas. Apenas llegué al baño me desmayé y tuvieron que devolverme a la cama en un sillón con ruedas. Luego me sondaron.
La ginecóloga le dijo a mi marido que me había “dejado virgen”
Yo no supe qué significaba esto hasta que intentamos tener relaciones sexuales: me había cosido de más para empequeñecer la abertura vaginal. El dolor que esto ha traído a mi vida sexual no es nada en comparación con la incredulidad e indignación que sentí al descubrirlo.
No creo que abusos como este, o como la práctica rutinaria de la episiotomía, cometidos a diario por la clase médica sobre los cuerpos de mujeres indefensas, mujeres a las que nadie ha preguntado, merezcan menos reproche que la mutilación genital de las niñas en África.
Entré en ese hospital por mi propio pie, sana, feliz, con una hermosa hija dentro de mi cuerpo. Salí tres días después en una silla de ruedas, enferma, anémica, llena de llanto, dolor, indignación e ira, con una niña preciosa que no merecía haber nacido hipóxica y pasar sus primeras horas de vida en una incubadora.
Sentí que el derecho a parir a mi propia hija me había sido usurpado de una forma brutal, fría y calculada por personas cuya única finalidad era acabar cuanto antes conmigo y con ella. Por supuesto, el trabajo estuvo acabado para la hora de la cena, como mi vecina tiene por costumbre.
Después de esta experiencia me uní a otras mujeres que habían vivido situaciones parecidas y fundamos la asociación El Parto es Nuestro, donde reivindicamos una atención al parto más respetuosa y satisfactoria para madres y bebés. Muchos profesionales de la salud se nos unieron.