A pesar de que la movilidad de nuestros músculos faciales nos permite reflejar un amplísimo abanico emocional, algunas personas son incapaces de mostrar expresividad alguna. Sus caras, más que rostros llenos de vida y pasión, se asemejan a máscaras rígidas carentes de emociones.

Por supuesto, algunas personas son más expresivas que otras. Esto no tiene nada de patológico o extraño, de hecho, ya hemos hablado en este blog sobre la normalización de la introversión como rasgo de personalidad. Sin embargo, en ciertos casos, esta falta de expresividad, cuando no se manifiesta de repente o por motivos de salud, sí puede denotar graves problemas emocionales.

En el artículo de hoy hablaremos de aquellos casos extremos en los que la represión de las emociones ha sido tan profunda, que ha acabado reflejada en el rostro de la persona a modo de máscara. Tan impenetrable resulta la cara de estas personas, que a los demás les es imposible conocer lo que sucede en su interior.

Nuestro rostro lo dice todo

A lo largo de mi experiencia en consulta he conocido varios casos de este tipo. La rigidez de sus caras mostraba los traumas de una niñez profundamente dolorosa. De hecho, he comprobado que, cuanto más hieráticos eran sus rostros, más heridas emocionales había sufrido esta persona en su pasado. Algunas, incluso, arrastraban historias de malos tratos graves o de abusos sexuales.

Curiosamente, la mayoría de las personas que han acudido a mi consulta mostrando esta casuística, han sido hombres. Estos, desde muy pequeños, habían desarrollado esta represión emocional como estrategia de superviviencia ante una familia y una sociedad violenta y agresiva.

Estas personas, siendo ya muy niños, se esfuerzan por ocultar sus emociones y por aparentar una normalidad que no existe. Esto se refleja en su cara (rígida y sin expresividad), pero también en sus actitudes. Tienden a mostrarse neutros frente a cualquier situación, intentando no exponer su opinión sobre temas conflictivos, jamás discuten ni llevan la contraria. Por lo general, evitan toda polémica e intentan pasar lo más desapercibidos posible.

Problemas para expresar los sentimientos

Una de estas personas era Javier, un hombre educado y correcto que se acercaba a los 60 años. Venía a terapia para trabajar problemas de autoestima, pero asociado a ello, también reconocía que le costaba mucho expresar lo que sentía.

Efectivamente, a él no se le podía aplicar la frase de Cicerón de que “la cara es el espejo del alma”. No mostraba el más mínimo gesto de emoción, ni siquiera cuando me relataba sucesos traumáticos de su vida como la muerte de su madre cuando tenía 14 años.

Javier era amable, pero apenas sonreía y, cuando lo hacía, se notaba que era una sonrisa forzada, poco natural, tal vez, más parecida a una mueca que a la expresión de una sonrisa.

Me contó que se había pasado la vida intentando adaptarse a lo que él pensaba que los demás querían de él.

La extrema rigidez de la cara de Javier, reflejaba una historia terrible. Era homosexual y había vivido toda su infancia en pueblo de la España más tradicional y conservadora. En este ambiente, desde muy niño, Javier, a diario, recibió el mensaje de que la homosexualidad era uno de los peores pecados que podía existir y una desgracia para su familia.

De esta forma, para camuflarse y defenderse de cualquier agresión suplementaria (su padre solía pegarle con un cinturón casi a diario), aprendió a no dar ninguna muestra de sus preferencias y a reprimir todo signo de emotividad.

Por si esto fuera poco, también sufrió abusos sexuales en la infancia, por parte de un amigo de confianza de la familia, un vecino de mediana edad que tenía una vida y una familia “normal” para la época, pero que comenzó a acosar y a toquetear a Javier cuando éste tenía 9 o 10 años.

El abusador le forzaba a guardar el secreto amenazándole con contarlo todo. Como tampoco tenía a nadie de confianza con quien hablar, el niño, calló la pesadilla que estaba viviendo y aprendió a poner cara de póker frente a los demás.

Ni en las alegrías, ni en las penas, dejaba que nadie supiera cómo se sentía.

Incluso, en el pueblo, por lo bien que había llevado la muerte de su madre, era puesto de ejemplo a seguir. Todos veían su cara neutra, pero nadie podía apreciar el dolor que sentía por dentro.

Con el paso de los años, sus amistades y compañeros de trabajo, le tenían por una especie de robot que no expresaba sus emociones y que evitaba cualquier situación que pudiera ser conflictiva para evitar discutir o posicionarse.

Recuperar la expresividad sanando las heridas

Ante una situación tan complicada y mantenida durante tanto tiempo, los cambios se producen con lentitud. Resulta necesario desprogramar años y años de represión para volver a conectar con la expresividad y para poder comunicar toda la riqueza que se alberga en el interior.

A lo largo de sus meses de terapia, Javier liberó todas las emociones que había reprimido en su infancia. Sus sesiones eran catárticas. Gritaba y lloraba todo lo que había sufrido de pequeño.

Poco a poco, sus ojos y su rostro comenzaron a transmitir más movimiento, más vida. Recuperó la confianza en sí mismo y dejó de verse como un monstruo que debía ser escondido. Sus amigos se extrañaron cuando Javier comenzó a llevar la contraria en algunos temas, pero, obviamente, el cambio era muy positivo y, los que le querían de verdad, se alegraban por él.

Tras la máscara impenetrable de su rostro, se escondía una persona rota, destrozada. Con mucha paciencia y trabajo, Javier afrontó su sanación y pudo reconstruirse por dentro y liberar la expresión de sus emociones.