“Me maltraté mucho. Fui muy salvaje conmigo mismo”, confesaba Miguel Bosé en una entrevista que marcaba el reinicio de su carrera. A la fecha de publicación, comenzaba la nueva gira que lo ha devuelto a los escenarios españoles tras más de ocho años alejado de ellos.
El camino de regreso no ha sido fácil. Se marchó por una buena razón. Porque, como él mismo explica, estaba roto. “No tengo espalda: se ha quebrado, se ha roto. No tengo voz, se ha quebrado, se ha roto. Me callo, me tumbo, desaparezco”, recuerda con su aclamada teatralidad para Esquire. El cantante, cuya voz ha acompañado a generaciones completas de españoles, tuvo que desandar sus pasos, aprender a cuidarse y, sobre todo, perdonarse. Una lección poderosa que muchos podemos descubrir a tiempo, antes de que el cuerpo falle.
El infierno

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No son pocos los autores que han intentado dar forma al infierno. Nos lo han dibujado como un lugar de fuego, de ascuas, de culpa y tortura. Un lugar en el que solo existe el sufrimiento. Un lugar que espera más allá de la muerte para castigar a quienes merecen ser castigados. En la vida, sin embargo, muchos atravesamos infiernos personales. No hay llamas ni demonios, pero la culpa y la tortura personal lo ocupan todo.
Para Miguel Bosé, aquel infierno fue el comienzo de su sanación. Se miró al espejo, cuenta con fuego en la mirada, y se dijo: “Tú, maldito, tú que tanto me has dado, me has destrozado la vida”. El momento fue devastador, porque como el mismo confiesa, “yo no he sido entrenado para la quiebra sentimental, para la quiebra emocional; he sido entrenado para trabajar”. Las traiciones, las pérdidas, el abandono. Todo lo llevó al punto más complicado de su vida. Uno en el que no se podía mover, en el que tampoco podía cantar.
Resurgimiento

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Es quizá en aquellos momentos más oscuros de la vida, en los que encontramos la luz con mayor claridad. Como si fuera necesario que todo se apagase para poder encontrar lo verdaderamente brillante. Como si hubiera que perderlo todo para encontrar lo verdaderamente necesario. Fue así para Bosé.
Tras aquel momento tan difícil de su vida, el artista se dispuso a “descomponer a Miguel”. “Lo esparcí para que sintiera que su poder era nulo. Que unas manos cualesquiera, sobre todo unas manos que lo conocían bien, eran capaces de desarmarlo y transformarlo en alfombra incómoda. Así, me fui alejando del Bosé que llegué a odiar”, confesaba en la entrevista.
Después del desmoronamiento, vino la búsqueda. Una búsqueda interior, explica, en la que hizo un gran descubrimiento. “Ahí estaba la belleza, ahí estaba la profundidad, lo secreto, lo esencial… Estaba dentro”.
En ese proceso, roto en cuerpo y alma, al fin encontró espacio para lo importante. “Me dediqué a hacer una cosa que nunca había hecho antes en mi vida, que era quererme, cuidarme. Siempre había dado a los demás, y en ese dar tan egoísta se pierde una parte que es la fuente de la fuerza para seguir dando. Esa es la fuerza de dentro, inagotable”.
La fuente

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Para alcanzar ese punto desde el que renace un nuevo Miguel Bosé, antes tuvo que dejar atrás todo aquello que lo lastraba. “Tuve que distanciarme del mundo por motivos de salud”, explica el cantante, “dos operaciones de columna, sin poder caminar, volver a aprender a andar otra vez. Perder la voz, recuperarlo todo: la foniatría, la logopedia, el canto. Y todo ello con muchas pérdidas de muchas personas queridas entre medias, lejos de mis raíces”. La conclusión resume, es que “todo lo que deseché estaba en el interior”.
Al sacar todo el dolor, al dejar ir todas las expectativas, todos los miedos, Bosé pudo conectar con lo que de verdad importaba. “Entre en un proceso de introspección muy grande, una búsqueda espiritual muy importante, y eso cambió la percepción de todos los paradigmas, los valores, las creencias de lo que yo pensaba que era importante en mi vida. Y no lo era”, confiesa para el citado medio.
Tras ello, llegó “el aterrizaje”. “Bajar hasta más bajo que el bajo perfil, donde encuentras un lugar muy sencillo, muy simple, muy sereno, que es tu síntesis”, explica el artista, “donde el ego no cabe, no sirve, es tóxico. Lo que haces es pulverizarlo y te das cuenta de que el aire vuelve, vuelve el oxígeno, vuelves a conectar con la naturaleza, con las fuerzas y los mundos más elementales, que son los más mágicos”.
Perderlo todo, ganarlo todo

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Las palabras de Bosé nos llevan a comprender una lección fundamental que ya descubrió hace más de 2000 años el fundador de la escuela estoica, Zenón de Citio. Tras naufragar y perderlo todo, el filósofo clásico pidió que se le dieran textos filosóficos. Comenzó a leer, comenzó a estudiar, y declaró el naufragio como el mejor momento de su vida.
Y es que en nuestro afán egoico, el ser humano cae en la trampa de pensar que necesita más para ser feliz. No nos damos cuenta de que este deseo de tener, de ser, de destacar, de llenar, no solo no nos hace felices, sino que es la causa misma de la infelicidad.
Como lo hizo Buda y tras él, millones de personas, Miguel Bosé volvió a lo esencial. “Horas diarias de meditación, de conexión con el yo interior, el yo creativo, el yo que es parte de al fuente y parte de la basta inmensidad del universo”, explica en la entrevista. Eso fue lo que lo salvó.
Porque quizá no sea necesario evitar la oscuridad para encontrar la luz. Quizá no sea necesario huir del sufrimiento para encontrar la felicidad. Quizá la vida es tan sencilla como aprender a soltar. A ver la taza rota, como dice el famoso cuento budista. Mira a tu taza favorita, e imagínala rota, echa pedazos. Acepta que sucederá, y jamás sufrirás por la taza. Al contrario, aprenderás a disfrutarla con un gozo único, que se ancla en el presente y en nada más.
Hacer lo mismo con la vida, comprender su finitud, sus sombras, sus quiebres, puede ser el único camino real a la felicidad. Porque la vida no nos sucede, no somos el centro del universo. Aprender a dar un paso atrás, destruir el ego, parece ser el único camino posible a una felicidad verdadera.
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