Viktor Frankl

El amor es el sentido de la vida

Una vida truncada por la guerra y el nazismo

Viktor nació en el seno de una familia judía el 26 de marzo de 1905 en Viena, una de las ciudades más deslumbrantes de Europa en esa época. Compartía con Budapest la capitalidad del Imperio austrohúngaro y era el símbolo de un estilo de vida tolerante y cosmopolita. La Primera Guerra Mundial significó la caída del Imperio austrohúngaro y, para Víktor, la experiencia del hambre y la precariedad.

Frankl disfrutó de una infancia dichosa y tranquila. A pesar de su fragilidad y su temperamento soñador, siempre contempló la vida como un don, un maravilloso regalo que debía ser administrado con inteligencia y ternura.

Durante sus estudios de bachillerato, Frankl escuchó a un profesor que “la vida humana no era otra cosa que un proceso de combustión y oxidación”. Sin poder contenerse, le objetó: “Si es así, ¿cuál es el sentido de la vida humana?”. Movido por ese interrogante, estudia neurología y psiquiatría, identificándose con los postulados del psicoanálisis.

“No hay nada en el mundo que capacite tanto a una persona como sobreponerse a dificultades externas y a las limitaciones internas, como la consciencia de tener una tarea en la vida.”

Inicia un agudo intercambio epistolar con Sigmund Freud, pero en 1925 se aleja de sus tesis, seducido por las teorías de Alfred Adler, un psicoanalista heterodoxo, según el cual la nota más dominante de la mente humana es la necesidad de ordenar la vida conforme a una meta.

Viktor Frankl opinaba que Freud había interpretado al hombre desde abajo, atribuyendo una importancia desmesurada a lo instintivo. En su opinión, hay que mirar al ser humano desde arriba. Solo así comprenderemos que las actividades psíquicas son la esencia de nuestra naturaleza.

El neurótico no encuentra ningún sentido a la vida, pero una mente sana advierte que el sentido no es un dato objetivo, sino la culminación de un proyecto personal, algo que se elabora libre y racionalmente. Gracias a esa construcción, el ser humano puede enfrentarse a las peores tragedias sin perder el deseo de vivir.

Frankl aprende de Max Scheler que el hombre no está maniatado por los impulsos y la influencia del entorno. Dado que es un ser inteligente, puede moverse por intenciones, desarrollando empatía hacia sus semejantes y respeto o simpatía hacia el resto de los seres vivos. Si no pudiéramos trascender lo biológico y social, seríamos simples autómatas.

“El hombre es hijo de su pasado mas no su esclavo, y es padre de su porvenir.”

A principios de la década de los 30, Frankl se dedica a la psiquiatría y la neurología, comienza a escribir ensayos e imparte conferencias. En 1938, se produce la anexión de Austria al Reich alemán y se aplican las leyes de Núremberg, que obligan a Frankl y a su familia a identificarse con una estrella amarilla.

En 1941, se casa con Tilly. En esa fecha le conceden un visado para viajar a Estados Unidos, solicitado dos años atrás, pero no lo utiliza, pues le parece poco ético abandonar a sus padres, a sus pacientes y a sus compatriotas judíos. Decide quedarse y compartir la suerte de las personas a las que ama.

“El hombre que conoce el porqué de su existencia podrá soportar casi cualquier cómo.”

En septiembre de 1942, Viktor es deportado a Theresienstadt con sus padres y su mujer. Se le tatúa el número 119.104. Le acompaña un manuscrito, pero se lo quitan los celadores. La idea de reescribirlo le proporciona una meta y le ayuda a no desmoronarse. Será el único superviviente de su familia.

Después de recobrar la libertad, publica El hombre en busca de sentido, subtitulado Un psicólogo en un campo de concentración. El libro es una de las obras de referencia sobre el Holocausto o Shoah. Además, establece las bases teóricas de la logoterapia o lo que se conoce como Tercera Escuela Vienesa de Psicología.

En 1947, se casa por segunda vez con Eleonore Schwindt, una enfermera con la que pasará el resto de su vida y con la que engendrará una hija. Director de una policlínica de neurología de Viena hasta 1971, ejercerá la docencia universitaria en la misma ciudad y trabajará como profesor invitado en distintas universidades norteamericanas (Harvard, Stanford, San Diego, Dallas, Pittsburg). Le llueven premios y distinciones.

Publica treinta libros que se traducen a diferentes idiomas. Destacan Psicoterapia y existencialismo (la obra confiscada en Theresienstadt), En el principio era el sentido, Logoterapia y análisis existencial, Psicoterapia y humanismo: ¿Tiene un sentido la vida?, La presencia ignorada de Dios. Gana el Premio Oskar Pfister, concedido por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría.

Alpinista, amante de las corbatas, adicto al café, devoto de Mahler y caricaturista notable, se sacaría una licencia de vuelo a los 67 años, pilotando aviones en solitario. Fallece el 2 de septiembre de 1997, con 92 años.

“El hombre que no ha pasado por circunstancias adversas realmente no se conoce bien.”

Un psicólogo en el campo de concentración

El hombre en busca de sentido ha conmovido a varias generaciones. Frankl relata su paso por el sistema de campos de concentración de la Alemania nazi con abrumadora honestidad: “Los que hemos vuelto de allí gracias a multitud de casualidades fortuitas o milagros –como cada cual prefiera llamarlos– lo sabemos bien: los mejores de entre nosotros no regresaron”.

Los deportados que superaban las primeras selecciones desembocaban en “una especie de muerte emocional”. Era lo único que permitía soportar una vivencia profundamente deshumanizadora. En la rutina de los campos, lo peor no era el dolor físico o las crueles privaciones, sino “la angustia mental causada por la injusticia, por lo irracional de todo aquello”.

El trabajo agotador, los malos tratos y una alimentación deliberadamente insuficiente reducen a los deportados a una masa que se degrada día a día. La desnutrición mata el deseo y la compasión, pues no hay espacio para los sentimientos cuando la prioridad es salvar el pellejo. La mente hiberna, despojándose de emociones e ideas. Solo perduran las firmes creencias religiosas y las convicciones políticas, pues resultan útiles para la supervivencia.

“La felicidad es como una mariposa. Cuanto más la persigues, más huye. Pero si vuelves la atención hacia otras cosas, ella viene y suavemente se posa en tu hombro. La felicidad no es una posada en el camino, sino una forma de caminar por la vida.”

Los escépticos o descreídos son más vulnerables. Pese a todo, Frankl no cae en la desesperación. Piensa que su vida interior es una poderosa herramienta para soportar las calamidades, pero sobre todo se aferra a la capacidad de experimentar amor: “La salvación del hombre está en el amor y a través del amor”.

Ignora si su mujer está viva, pero siente que ni siquiera su muerte podría menoscabar su amor. Afirma que si le hubieran comunicado la noticia de su fallecimiento, habría continuado su conversación mental con ella y habría sido “igualmente real y gratificante”. El amor ayuda a preservar la propia identidad individual en un entorno concebido para destruirla. Solo amando se puede conservar la libertad interior, la autoestima y la personalidad.

Frankl ejerce de médico y psicólogo con otros deportados, combatiendo su hundimiento emocional, que incluye fantasías suicidas. En Auschwitz, el que se mata condena a muerte a todos sus compañeros de barracón. No hay libertad para morir. Por eso, se debe vivir para uno mismo y para los otros. Frankl es fiel a sus ideas, pues descarta cualquier plan de fuga para quedarse con sus pacientes.

“El dolor hace al hombre lúcido y al mundo transparente. Abre perspectivas hasta el fondo.”

Si sabemos que el sentido último de la vida es el amor, podremos aguantar las formas más temibles de infortunio. Amor a los otros y amor a nosotros mismos, pues cada ser humano tiene una enorme responsabilidad hacia su propia existencia. Los dramas del siglo XX, pródigo en matanzas e incalificables atrocidades, nos invitan al pesimismo y al desaliento, pero Viktor Frankl argumenta en sentido contrario con una clarividencia irrefutable:

“Nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración”.

La biografía y la obra de Viktor Frankl constituyen una lección de vida. Deberíamos frecuentarlas a menudo para contagiarnos de su esperanza y dignidad.

“Tenemos que aprender por nosotros mismos y, después, enseñar a los desesperados que en realidad no importa lo que esperamos de la vida, sino qué espera la vida de nosotros.”