Alice Miller

Prevenir la violencia desde la infancia

Alice Miller nació en Polonia el 12 de enero de 1923, pero se crió y estudió filosofía, psicología y sociología en Suiza.

Su primera obra, El drama del niño dotado (1979), ya contiene el germen de toda su prolija investigación: la relación entre las experiencias traumáticas de la infancia y las enfermedades psíquicas. Idea que desarrolló en obras posteriores a partir de las psicobiografías de personajes como Hitler, el asesino de niños Jürgen Bartsch, el filósofo Friedrich Nietzsche y artistas como Picasso, Dostoievski, Chéjov, Rimbaud, Proust o Kafka, seres atormentados por diferentes tipos de maltrato sufrido durante su infancia.

“La experiencia nos enseña que, en la lucha contra las enfermedades psíquicas, únicamente disponemos, a la larga, de una sola arma: encontrar emocionalmente la verdad de la historia única y singular de nuestra infancia”.

Investigadora de la infancia

En libros como Por tu propio bien, La llave perdida o El cuerpo nunca miente, Miller introduce conceptos clave:

  • Pedagogía negra”, para referirse al uso del chantaje y la manipulación para doblegar la voluntad de los niños y convertirlos en dóciles y obedientes;
  • Testigo servicial”, la persona que muestra un comportamiento amoroso por el niño, compensando así parte del sufrimiento y ofreciéndole la oportunidad de conservar valores como el amor y la bondad;
  • Testigo iniciado”, la persona imprescindible que, tras haber superado sus propios traumas infantiles, puede ayudar a otra persona a enfrentarse a su pasado, comprenderlo y superarlo.

En 1988, Miller publicó El saber proscrito, libro en el que confiesa que ella misma fue una niña maltratada. Ese año abandonó la Sociedad Psicoanalítica suiza y renegó de su profesión por entender que no servía para ayudar a las víctimas del maltrato infantil, considerándose a partir de entonces “investigadora de la infancia”.

“En mi infancia tuve que aprender a reprimir mis emociones espontáneas a las afrentas por temor a un castigo. […] En mi etapa escolar, me sentía incluso orgullosa de mi capacidad de autocontrol […]. Solo cuando pude liberarme de esta actitud pude entender el sufrimiento de un niño al que se le prohíbe reaccionar de manera adecuada a las heridas y experimentar su forma de relacionarse con sus emociones en un entorno favorable”.

Miller criticó a los terapeutas que pretendían ayudar a que sus pacientes perdonaran a sus maltratadores y trataran de olvidar sus experiencias, ya que no aportaba ninguna solución al problema individual y, al esconderlo, se desplazaba a la siguiente generación y contribuía a perpetuar el círculo de la violencia social.

Superar las heridas

Los análisis de Alice Miller desvelan el origen psicosomático y emocional de las enfermedades: cómo las vivencias traumáticas se almacenan en el cuerpo y mediatizan el comportamiento y las relaciones.

Unas vivencias que se dan sobre todo en la infancia, cuando la “pedagogía negra” niega la expresión natural de las emociones en un periodo crítico en el que se está formando y desarrollando el sistema psicoemocional.

De este modo, las funciones biológicas básicas, como la respiración, la nutrición o la circulación, reaccionan a las emociones experimentadas y chocan con la represión moral provocando una frustración que posteriormente alimentará numerosos trastornos y manifestaciones violentas.

Sin embargo, el cuerpo continúa anhelando la expresión de las emociones negadas: el amor y el cariño que no recibió, la protección que no tuvo, la liberación de esas ataduras que se traducen en trastornos psicosomáticos y emocionales, y cuya solución no es la negación o el olvido, sino enfrentarse a ellos con la ayuda de una persona que haya superado sus propios traumas: el dolor es el camino hacia la verdad.

“El dolor encierra el camino a la verdad”

Miller planteó claves terapéuticas que permiten superar las heridas emocionales sufridas durante la infancia, tema de sus últimas obras, como Salvar tu vida y Free from lies (Libre de las mentiras).

Y al igual que Wilhelm Reich unas décadas antes, nos lanzó un desafío radical: cambiar el concepto de psicoterapia para ayudar a las personas a descender hasta su infierno, enfrentarse a él y emprender el regreso, en vez de aplicar técnicas conductistas y manipuladoras con el objetivo de “repararlo” o adaptarlo a la sociedad. Como Reich, Miller nos mostró lo que falta en nuestra sociedad y en la crianza: el respeto por el desarrollo natural de natural de las criaturas, la entrega incondicional de amor y protección.

El origen de la violencia

La aportación más importante de Alice Miller fue relacionar el maltrato infantil causado por un sistema educativo represor con la violencia que asola nuestras sociedades.

“Las distintas estaciones en la vida de la mayoría de los hombres son:

  1. Siendo un niño pequeño, recibir heridas que nadie considera como tales;
  2. No reaccionar con ira ante el dolor;
  3. Testimoniar agradecimiento por los llamados "actos bienintencionados" [de los padres];
  4. Olvidarlo todo;
  5. Al llegar a la edad adulta, descargar la ira acumulada en otras personas o dirigirla contra uno mismo”.

La violencia ejercida sobre los niños –no solo la violencia física, sino la no atención a sus necesidades vitales– es el germen de la violencia adulta, que a su vez retornará al ejercerse sobre la siguiente generación. Miller dedicó gran parte de su obra a explicar este círculo vicioso añadiendo con cada uno de los libros que escribió nuevas piezas de un puzle doloroso pero necesario a la hora de romper el círculo y desterrar la violencia.

Los niños nacen llenos de potencialidades: la vida los empuja a crecer, a explorar, a amar, a expresar sus emociones y necesidades. Pero para poder desarrollarse y satisfacer esas necesidades necesitan que los adultos los respeten, protejan y amen, que se pongan de su lado incondicionalmente.

Para que los niños desarrollen todas sus potencialidades necesitan que los adultos les respeten, protejan y amen incondicionalmente.

Pero encuentran una sociedad que ha roto con la naturaleza, que ha enterrado los impulsos vitales y construido unas relaciones que están basadas en la autoridad, en la represión, en la manipulación, el engaño y la violencia. Al dolor de la herida por la humillación, el desprecio, el engaño o los golpes, se suma la represión de sus sentimientos, ya que las personas que deberían cuidarlo y darle cariño se vuelven inexplicablemente contra él. Construye así un muro contra el dolor que se le inflige y contra el dolor que supone la frustración: un muro de silencio y olvido que le permita sobrevivir.

Sin embargo, aunque la memoria consciente olvide, no sucede lo mismo con el cuerpo, que almacena esos sentimientos de cólera, de impotencia, de angustia y de dolor, los cuales, desconectados de su verdadero origen, tratan de expresarse, haciéndolo mediante actos violentos contra uno mismo –suicidio, trastornos psicoemocionales– o contra los demás.

Cuando el adulto atrapado de ese modo se convierte en padre, la frustración y la furia se descargan sobre los hijos con la complicidad de la sociedad, añadiendo un eslabón más a la cadena, o un ladrillo más al muro, como decía aquel revelador disco de Pink Floyd.

Alice Miller es rotunda: “Para que un niño maltratado no se convierta en un criminal ni en un enfermo mental, es necesario que encuentre, al menos una vez en su vida, a alguien que sepa que no es él quien está enfermo, sino las personas que lo rodean”. Esa persona puede ser un familiar o simplemente alguien cercano que le brinde ese apoyo que puede resultar trascendental para salvar su vida.

“Si el paciente sufrió maltrato en la infancia y el terapeuta no rehúsa a creerlo, se abrirán muchas posibilidades para el paciente, siempre que el terapeuta no trate de convencerlo de que debe perdonar. Si lo hace, la terapia será contraproducente”.

Aunque se ha perpetuado esta traumática cadena durante generaciones y generaciones, Miller apela a nuevos métodos terapéuticos y al decisivo avance de las neurociencias, que han permitido ofrecer argumentos científicos inapelables a la repercusión inconsciente de las experiencias traumatizantes que permanecen inscritas en el organismo de las personas, así como la importancia de un comportamiento afectivo y respetuoso desde el primer momento de la vida, cuando el bebé está en el vientre de su madre.

Todo ello nos confronta con una responsabilidad: la de poner fin al sufrimiento de las criaturas para romper así la cadena de la perpetuación de la violencia. Tratar a los niños con cariño y respeto, protegerlos y apoyarlos, tendrá como consecuencia niños sanos, felices, creativos y respetuosos con su entorno, niños que se convertirán cuando crezcan en adultos y padres cariñosos y respetuosos, sensibles a la injusticia y críticos con la sociedad represora que los rodea.

“Las criaturas cuya integridad no ha sido dañada, que han obtenido de sus padres la protección, el respeto y la sinceridad necesarios, se convertirán en adultos inteligentes, sensibles, que amarán la vida y no tendrán necesidad de ir en contra de los otros ni de ellos mismos; protegerán y respetarán naturalmente a los más débiles y en consecuencia a sus propios hijos, porque habrán conocido ellas mismas la experiencia de ese respeto y protección y será este recuerdo y no el de la crueldad el que estará grabado en ellas”.

Superar heridas emocionales

Alice Miller forma parte de esa lista de autores que de modo incondicional tomaron partido por los niños y las niñas: Wilhelm Reich, A. S. Neill, Christiane Rochefort, Frederick Leboyer, Michel Odent, John Bowlby, Casilda Rodrigáñez...

Como ellos, Miller no se limita a denunciar una determinada situación, ni siquiera se limita a buscar las raíces del problema y establecer a partir de ellas las consecuencias, sino que propone varias formas de actuación para prevenir la violencia y el sufrimiento humano o tratar con éxito las consecuencias de estas lacras, partiendo de unas pocas pero importantes condiciones: mirar de frente las heridas en lugar de negarlas; intervenir cuanto antes, ya que cuanto más profundamente se esconda el trauma, más peligroso será; no dejarse bloquear por la culpa o el perdón que encubre el odio y los desplaza hacia otros.

A partir de sus descubrimientos, podemos afrontar nuestro dolor para superarlo, ayudar a nuestros hijos y contribuir a un cambio educativo y social.

“El cuerpo sabe de qué carece, no puede olvidar las privaciones, el agujero está ahí y espera ser llenado”.

Escuchando las señales de su cuerpo, el adulto trastornado puede ayudar al niño que llora dentro de sí, ese niño enmudecido por los adultos en los que confió y que busca ayuda para expresarse. Es muy posible que el llanto de ese niño interior pueda hacerle consciente de lo que hace o ha hecho con sus propios hijos. Y quizá esa misma consciencia, una vez superados el dolor y la culpa, pueda conducirlo a una mirada global, a un cuestionamiento de todo el entramado social que esconde la violencia ejercida sobre la infancia.

De esta manera, podemos actuar en una triple dimensión: individual, familiar y social.

  • La actuación individual consiste en encontrar un “testigo iniciado”, un terapeuta liberado de su propio dolor que no pretenda hacernos olvidar o perdonar, sino acompañarnos en nuestro dolor, el único que nos conducirá a la liberación. Para ello es preferible rehuir terapias normalizadoras, reduccionistas y directivas que muchas veces se basan en el uso de psicofármacos, y orientar nuestra búsqueda hacia terapeutas que nos transmitan sinceridad, empatía y honestidad. Profesionales cuyo objetivo sea el servicio a la persona y a su crecimiento interior, que se pongan de parte del niño que fuiste y que se horroricen con el maltrato, que usen técnicas no directivas, psicocorporales y diagnósticos personalizados y que, en definitiva, contribuyan a cambiar la sociedad.
  • La actuación familiar, si somos capaces de reunir el valor suficiente –con ayuda o sin ella–, consiste en hablar con nuestros hijos y reconocer el error que hemos cometido, reconocerlo ante nosotros y ante ellos, y si esto lo hacemos a tiempo –antes de que la adolescencia establezca defensas sólidas–, estaremos ante la posibilidad de salvarlos. El objetivo no es pedir perdón, cargarlos con esa responsabilidad, sino reconocer algo que está ahí, escondido, y abrir la puerta a un proceso de curación espontánea.
  • La intervención social, por último, puede no ser la más dura, pero sí la más trascendente, ya que implica romper el “muro de silencio” que denunció Alice Miller, ese muro construido por psiquiatras, clero, políticos, medios de comunicación… y en general todas aquellas instituciones o personas que niegan los efectos destructivos del maltrato que supone la educación institucionalizada y consagrada en nuestra cultura. Necesitamos recuperar la parte animal de nuestra naturaleza: recordar que somos mamíferos y que las criaturas necesitan amor y protección, romper la cadena de dominación patriarcal que cría seres dominantes o dominados y recuperar lo que la escritora y ensayista Casilda Rodrigáñez llama la “maternidad entrañable” y la autorregulación de las criaturas.

La intervención social es la más trascendente porque implica romper el “muro de silencio” de quienes niegan los efectos destructivos del maltrato de la educación institucionalizada.

Libros de Alice Miller

  • El drama del niño dotado y la búsqueda del verdadero yo, Ed. Tusquets.
  • Por tu propio bien: raíces de la violencia en la educación del niño, Editorial Tusquets.
  • La llave perdida, Editorial Tusquets.
  • El saber proscrito, Editorial Tusquets.
  • La madurez de Eva, Editorial Paidós.
  • El cuerpo nunca miente, Editorial Tusquets.
  • Salvar tu vida: la superación del maltrato en la infancia, Editorial Tusquets.

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