Queridas Mentes Insanas,

Vuelvo del verano y así, de charleta con otras Insanas sobre cómo nos han ido las cosas, va una y me comenta que este verano ha sido invisible.

Ya empezamos, me diréis.

Pues sí, ya empezamos me dije yo.

Resulta que se ha ido de vacaciones con ella misma y contaba que, por lo visto o, más bien, por lo no visto, una chica joven con ella misma no se entiende. No se entiende hasta el punto de que el cerebro humano hace uno cortocircuito en el espacio-tiempo y la chica, pluf, no queda registrada en el campo visual.

No se ve. Se vuelve invisible y se la saltan en las listas de espera, no la atienden en las cafererías y en la cola para entra en el país la oficiala no se cree que fuese con ella misma y no para de hacer preguntas raras del tipo, con quién vienes, con quién vienes, con quién vienes.

Total, la clásica pregunta de “¿nenas, estáis solas?” cuando la pregunta real es “¿estáis sin un hombre?”.

Por cierto, paréntesis: la semana que viene haremos un Mentes Insanas sobre prejuicios, pero dejadme aclarar, por si acaso, que todo esto estaba sucediendo en un país muy guay de esos con fama de muy evolucionados y todo eso.

Total, que me puse a pensar que eso a mí nunca me ha sucedido lo de la invisibilidad sobrevenida así. Tal vez porque siempre he sido marimacho y siempre he medido un metro ochenta. Siempre no, pero desde muy joven. Así que, en general, o se me llama señor, o nadie se imagina que habrá un hombre conmigo porque eso sería un poco contranatura y tal.

Pero lo que sí que nos pasa a las lesbianas evidentes, las que tenemos una pluma que la flipas, que nos volvemos invisibles en reuniones de trabajo, por ejemplo. Los señores heteros se dedican a hablar a las chicas heteros (y digo chicas porque así las tratan, sean de la edad que sean) y ellas entran en relación con ellos desde ahí. Y como en el juego ese raro que se llama “Heterosexualidad a Todas Horas” nosotras, las camioneras, no pintamos nada, pues ¡pluf!, invisibles.

Un día, mi colega Rubén me hablaba de los lavabos en lugares públicos. Están los lavabos de hombres, y los de mujeres y personas en silla de ruedas. Normalmente la cosa se organiza así. Y él cuestionaba: ¿no soy un hombre por ir en silla de ruedas? ¿Soy una mujer? ¿No soy binario?¿O no soy nada que tenga que ver con el género? ¿No lo puedo decidir yo?

No me olvidaré en la vida de aquello.

Rubén es un hombre invisible, también.

En los años (décadas) que trabajé de camarera de gintonic y de camarera de pisos, el eufemismo ese para no decir “limpiadora” como si fuese algo malo, me ponía muy nerviosa que la clientela no me mirase a los ojos ni un instante. Me hablaban como si no existiese y la cosa era bastante rara, porque me daban muchas órdenes de mala, así que en algún lugar de sus cabecitas sí que yo existía.

La cosa tenía su gracia, porque ver cómo usan el espacio íntimo personas que van muy de nosequé en el espacio público, gente famosa, gente divina, gente alta, delgada, rubia y todo eso, es bastante bastante revelador.

En cualquier caso, si acabo contado eso es para avisaros: nunca te debes enemistar con alguien que tiene tu cepillo de dientes en sus manos. Nunca. Y no diré más. Aunque me muera de ganas de contaros todas las cosas que podemos hacer las limpiadoras cuando nadie nos ve…

¡Feliz semana, Mentes!