Nuestros hijos son obedientes por naturaleza y cumplen con gran parte de las obligaciones que les imponemos. Entonces, ¿por qué nos obsesionamos en pensar que no les ponemos los suficientes límites?
Más límites de los que nos pensamos
No los abrumemos con prohibiciones absurdas. Los niños quieren tanto a sus padres que harán todo lo posible para no contrariarlos y para que se sientan felices y orgullosos. Seis años tenía Teresa de Jesús cuando se fugó de casa con su hermanito de cinco para buscar el martirio en tierra de infieles. A los once, Santiago Ramón y Cajal derrumbó la puerta de la casa de un vecino con un cañón de fabricación casera...
Pero, claro, los niños de ahora son todos unos gamberros porque no les ponemos límites. Ahora los niños tienen más ropa y más juguetes, es cierto, pero eso solo les interesa a los niños mayores. Lo que piden los niños pequeños, lo que piden con llantos y rabietas, es atención, brazos, compañía, dormir con sus padres.
Y, con respecto a estas demandas, los niños de ahora salen perdiendo.
Antes, los niños no solían empezar la escuela hasta los 5 o 6 años, y casi no había guarderías. Ahora, gran parte de los niños están escolarizados antes de cumplir un año.
Antes, los niños solían comer en casa, regresaban del colegio a las cinco, pasaban las vacaciones con su familia... Ahora, son muchos los que comen en el cole, y se quedan a actividades extraescolares, y en verano hay que apuntarlos a algún sitio porque en casa, sencillamente, no hay nadie.
Antes, las familias eran más grandes; y las casas, pequeñas. Muchos niños dormían en la habitación de sus padres hasta que empezaban a dormir con sus hermanos. Ahora, duermen solos.
Nunca tuvieron los niños tantos límites, nunca se les negó tanto lo que de verdad les importa: el contacto con sus padres. Nos quedan muy pocas horas en el día para estar con ellos, sería trágico dedicar esas pocas horas a gritarles, reñirles y castigarles.
Las limitaciones de cada día
Un niño sin límites, advierten los expertos, además de tiránico y agresivo, será desgraciado. Porque los niños necesitan límites. Pero, ¿es posible que un niño no tenga límites?
Tiene que dormir en una determinada casa, la que sus padres han elegido (dentro de su presupuesto, de por sí limitado).
Tendrá dos juguetes o cien, pero su número no es infinito.
Podrá comer un caramelo o cinco, pero no puede comer mil (y, si lo intenta, le dolerá la barriga).
No le dejarán prender fuego a la casa, ni pegar a otros niños.
Tiene que ir a clase, tiene que hacer los deberes...
Todos tenemos límites. Pero nunca decimos que un adulto necesita límites para ser feliz. No se venden libros titulados Cómo poner límites a su esposa/marido.
Al contrario, creemos que seríamos más felices si ganásemos más dinero, si nuestra casa fuera más grande, si nuestras vacaciones fueran más exóticas. El deportista, el pianista o el que prepara oposiciones trabajan horas y horas para superar sus límites.
No existen niños sin límites. La cuestión, en todo caso, será si esos límites han de ser más amplios o más estrechos. ¿Qué límite exactamente es el que quieren que estrechemos? ¿Debemos comprarles menos juguetes? (¿qué opinaría la industria juguetera?) ¿Debemos darles menos comida? ¿Deben estudiar menos horas? ¿O, precisamente, en el tema del estudio no valen los límites?
¿Padres represores?
“Vi a mi hijo de dos años abriendo la llave del gas/sacándole un ojo al perro/tirando macetas por el balcón, pero como todavía no me he leído el libro Cómo poner límites, no supe qué hacer y le dejé que siguiera tranquilamente.”
Por favor, no seamos ridículos. Todos los padres ponemos límites a nuestros hijos continuamente y sin necesidad de tener un máster en limitología. Y no solo en casos graves.
Todos los padres conseguimos que nuestros hijos vayan al cole, que se vistan, que se laven las manos. Si para usted es importante que su hijo no ponga los codos encima de la mesa, ¿cómo lo hará? ¿Ha probado a decir: “No pongas los codos encima de la mesa”? No es tan difícil.
Y si para usted eso no tiene ninguna importancia (pues al fin y al cabo las reglas de urbanidad son arbitrarias y cambiantes), no tiene por qué imponerle ese límite a su hijo, por mucho que lo recomiende un experto.
Claro que si lo que pretende es decir una sola vez en la vida a un niño de 15 meses “No pongas los codos encima de la mesa”, o a un pequeño de tres años, “Recoge los juguetes”, o a uno de siete, “Haz los deberes”..., y que a partir de ese momento lo haga todos los días y espontáneamente, sin recordárselo, sin protestar, sin remolonear, sonriendo agradecido y gritando “señor, sí, señor”, entonces no necesita usted un libro, sino un psicólogo.
Para usted, no para el niño. Porque esas son ideas delirantes.
Cualquier ser humano tiene una cierta autoridad sobre los demás. Un camarero dice “Por aquí, por favor, tenga la bondad, ¿qué desea para beber?”, y el empresario, la ministra, el obispo o el rey le obedecen sin rechistar, caminan en la dirección adecuada, se sientan en el sitio que les indican o dan el nombre de su bebida favorita.
Pero si ese mismo camarero hubiera dicho “¡Pasa de una vez, que estás estorbando!, ¡que te sientes te he dicho, que me tienes harto!, ¿a qué diablos esperas para pedir la bebida?”, cualquiera de nosotros saldría al momento del restaurante para no volver jamás.
¿Y si el camarero se mantiene amable y respetuoso, pero en lugar de limitarse a las cuatro órdenes que puede y tiene que dar, intenta controlar hasta la última minucia? “Señora, por favor, abróchese la blusa. Caballero, tenga la bondad de no hacer ruido al tomar la sopa. ¿Serían ustedes tan amables de no hablar hasta que terminen de comer?...”.
Derrochar noes
Nos pasamos el día dando y obedeciendo órdenes. Si las órdenes son razonables y están expresadas adecuadamente, casi todo el mundo obedece. Incluso los niños.
Muchos padres gastan casi toda su autoridad en pocos meses y en cosas sin ninguna importancia. “No toques eso, no te sientes ahí, no te rasques la nariz, no hagas ruidos con la boca, no corras, no te quedes parado, haz el favor de no decir tonterías...”.
A veces es como una especie de monótona letanía, otras veces las órdenes van trufadas de gritos estentóreos o de enfáticas admoniciones (“¡Pero es que a este niño no hay quien lo aguante! ¡Te he dicho veinte mil veces que...!”).
Y, al final, el niño se acostumbra a que las órdenes sean como un ruido de fondo, y a no obedecerlas porque es sencillamente imposible acatarlas todas.
Si abruma a su hijo con mil órdenes innecesarias, no podrá obedecer. Si le grita continuamente “¡No toques esooooo!” o “¡Estate quieto!” cincuenta veces al día, de poco servirá gritarle cuando lo ve abriendo la llave del gas o a punto de caerse bajo las ruedas de un coche.
Nuestros hijos desean obedecer
A algunos padres habrá sorprendido este título. Tenemos cierta tendencia al dramatismo, y cuando un niño no se lava las manos o no recoge los juguetes, en seguida clamamos que “nunca hace caso”.
Pero haga un repaso de todas las órdenes, explícitas e implícitas, que le ha dado a lo largo de un día. ¿Acaso no se ha levantado, no se ha vestido o dejado vestir, no ha ido al cole, no nos ha dado un besito, no ha dado la mano antes de cruzar la calle...?
Si todos tenemos un cierto grado de autoridad sobre otras personas, los padres en particular tenemos muchísima autoridad sobre nuestros hijos. Y la tenemos de forma natural. Porque somos más grandes, más fuertes y más listos, y tenemos más experiencia de la vida.
Porque ellos nos necesitan y nos quieren. Porque nada hace más feliz a un niño que ver a sus padres felices, y nada le llena tanto de orgullo como ver que sus padres están orgullosos de él.
Te acercas a un bebé de meses, le sonríes o le ofreces un juguetito, y el bebé mira a sus padres. Busca instrucciones. Si su madre sonríe, sabe que puede mirar a ese señor sin temor o que puede tocar el juguete.
Los niños pequeños confían plenamente en sus padres y educadores. Incluso los niños maltratados quieren a sus padres. Recuerdo a un niño de seis años con quemaduras de cigarrillo en el cuerpo, “me han castigado porque me porté mal”.
Aceptan plenamente cualquier cosa que hagamos, convencidos de que es lo correcto. Y eso implica, para los padres, una gran responsabilidad. Hemos de estar a la altura de su confianza.