Muchas veces los padres dudamos sobre la educación de nuestros hijos. ¿Tienen también ellos derecho a “ser ellos mismos”? ¿Hasta qué punto? ¿Podemos modelar su carácter, transmitirles nuestras creencias, imponerles nuestros valores? ¿Debemos respetar sus deseos e iniciativas o, al contrario, orientarlos y encauzarlos? ¿Existe un “ellos mismos” o son los niños una tabla rasa en la que podemos escribir cualquier cosa?
No creo que exista una sola respuesta; no creo que haya una única manera correcta de criar a los hijos. En las páginas que siguen ofreceré algunas ideas sobre algunos aspectos de la educación aunque sólo sea para reflexionar sobre ellas.
Incluso en el recién nacido se pueden apreciar diferencias de temperamento. Unos son más dormilones, otros pasan más tiempo despiertos. Unos parecen disfrutar con los estímulos. Otros se sobresaltan ante cualquier cambio brusco, se asustan, lloran; hay que acercarse lentamente a su campo visual y hablar flojito. Unos son pacientes y, cuando tienen hambre o se sienten solos, esperan durante unos minutos antes de protestar con moderación. Otros saltan como resortes y lloran desesperados a la menor contrariedad.
Sobre esta base actúa, desde el primer día, un sinnúmero de experiencias, que tendrán para unos y otros distinto significado según su propio temperamento, las circunstancias y sus experiencias anteriores. Lo que para un bebé son maravillosos momentos de juego con su padre, saltos y gritos y volantinas, para otro es caos, angustia y vértigo.
¿Cómo se forma su personalidad?
Y aquí empezamos, casi sin darnos cuenta, a respetar su individualidad o a no respetarla. A dejarnos guiar por sus señales y sus preferencias, o a hacer lo que nos dé la gana y esperar que sea el bebé el que se adapte a nuestras decisiones. “Parece que no le gusta…” o “lo que tiene es cuento, a todos los bebés les gusta…” o “¡a ver si se ha creído que puede salirse con la suya!”.
Ya imagino a algún lector indignado: “¿Qué pasa, que por llorar un rato en el coche va a coger un trauma para toda la vida?”. Pues a mí me indigna esa frase. Parece que hace unas décadas ese concepto de “trauma para toda la vida” pasó a la pedagogía popular y, desde entonces, en algunos ambientes, parece que todo está permitido (gritos, insultos, arbitrariedades, bofetadas…) siempre que no produzca un trauma.
Seguro que usted tampoco sufrirá un trauma para toda la vida si le roban el coche; pero, ¿a que da rabia?
Por supuesto, un hecho aislado (o varios hechos esporádicos) no van a cambiar la personalidad de un niño. Lo que importa es el balance final.
Poco a poco, día a día, un niño aprende que sus opiniones y sus deseos cuentan, o que tiene que limitarse a callar y a obedecer
Cuando otro niño llore, ¿correrá a ayudarle e intentará consolarlo o se reirá de él por llorica? Cuando le hablen, ¿escuchará respetuosamente o dirá “ahora no molestes”? ¿Se sentirá seguro de sí mismo, merecedor de respeto? ¿Tendrá sus propias opiniones y será capaz de exponerlas sin ofender, pero sin dejarse avasallar; o preferirá repetir lo que dicen otros, siempre deseoso de agradar y recibir aprobación?
Así vamos influyendo, día tras día, sin darnos cuenta, en el carácter de nuestros hijos. Otras veces intentamos hacerlo de forma consciente pero a menudo nos equivocamos y obtenemos resultados contrarios.
- Les dejamos llorar y cada vez lloran más.
- Intentamos que los niños se hagan independientes enviándolos desde muy pequeños a la guardería y a colonias, pero los jóvenes tardan cada vez más en emanciparse.
- Creemos poder “amansarles” con gritos y castigos, pero sólo los hacemos más agresivos.
Así les transmitimos los valores
Hay valores que toda nuestra sociedad comparte. O se supone que debería compartir. Valores como la democracia, la igualdad entre sexos, el civismo, el rechazo del racismo. Se supone que los padres debemos transmitir esos valores; pero ¿cómo? No son temas de los que se suela hablar: “Hijos míos: os he reunido para deciros que no quiero que seáis neonazis”.
Los valores raramente se transmiten con palabras sino con el ejemplo. ¿Cómo es el reparto de tareas y de autoridad entre papá y mamá? ¿Se respetan mutuamente? ¿Tratan igual a hijos y a hijas? ¿Son capaces de imponer su autoridad sin violencia? ¿Escuchan a sus hijos, saben admitir sus errores y dar marcha atrás? ¿Piden perdón cuando hacen algo mal?
Ser coherentes con nuestros valores y respetuosos con sus preferencias es la mejor educación que podemos ofrecer a nuestros hijos.
Cómo valorar su individualidad
No debemos respetar a nuestros hijos “como si fueran personas” sino “como a personas que son”. Con aficiones, preferencias, cualidades e intereses distintos de los nuestros.
1. Aceparlos como son
A veces nos cuesta hacerlo. Parece que nunca acaben de hacerlo bien... Si se pasan el día leyendo, nos gustaría que hicieran deporte; si hacen deporte, queremos que estudien más; si estudian mucho, nos preocupa que no salgan con sus amigos; si salen mucho con los amigos, querríamos que se aficionasen a la lectura…
2. Permitir que elijan
Muchas veces, los niños pueden elegir. “¿Te pones el jersey verde o el marrón?”, “¿te bañas ahora o después de hacer los deberes?”. Es increíble la cantidad de colaboración que se puede obtener cuando respetamos sus decisiones. Pero no conviene ofrecer elección cuando no hay elección posible.
A veces intentamos convertir las órdenes en preguntas (“¿quieres ir a ver a los abuelos?”) y nos enfadamos si la respuesta es “no”. Si no hay elección, se usa el tono afirmativo: “Ven, vamos a ver a los abuelos”.
3. Respetar sus decisiones
Si le cuesta relacionarse con niños desconocidos, de nada sirve empujarle o echarle un discurso –“tendrías que ser más sociable”–. Con tiempo, él mismo dirá lo que necesita: tal vez quiera que sus padres estén cerca o quizá prefiera que no le miren. Tal vez quiera que sus padres inicien el contacto con los desconocidos o, simplemente, no desea jugar con esos niños, y está en su derecho.
4. Procuremos no confundirlos
No confundir las acciones con las cualidades. No es lo mismo “no digas mentiras” que “no seas mentiroso”. Lo primero implica que ha dicho una mentira; lo segundo, que las dice siempre.
¿Más ejemplos? Si digo “no me gusta que dejes las cosas tiradas”, estoy hablando de mi personalidad: es a mí a quien no me gusta; mi hijo puede pensar incluso que soy un maniático con lo del orden. Si digo “no me gusta que seas tan desordenado”, estoy hablando de su personalidad, es él el desordenado, y encima le estoy diciendo que su personalidad no me gusta.
5. Transmitir valores
No se pueden transmitir valores que no se poseen. ¿Tiramos siempre los papeles a la papelera? ¿Nos ponemos el cinturón de seguridad? ¿Hablamos con respeto de las personas que no están delante? ¿Hacemos comentarios despectivos sobre los inmigrantes? ¿Hablamos del sexo opuesto con superioridad o desprecio? ¿Aceptamos deportivamente las derrotas de nuestro equipo? ¿Insultamos a los jugadores contrarios?
6. El cariño los fortalece
Las desgracias no fortalecen el carácter. Algunos creen todavía en la educación espartana, férrea disciplina, poco afecto y duchas frías. Temen que los abrazos, los mimos y las caricias harán débil a un niño; pero es justo al revés.
Adversidad que no hace falta producir artificialmente; ya vendrá sola, y si no viene, mejor. Al final, la cuna de la civilización fue Atenas, y de Esparta sólo sabemos que su educación era espartana.
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