Dicen que lo que no te mata, te hace más fuerte.
Todas esas frases hechas.
Que parecen querer animarnos en una especie de épica del logro.
Del esfuerzo sobrehumano.
De la heroicidad.
Pero que en el fondo lo que hacen es anular lo que sentimos.
Intentando quitarle importancia a nuestro dolor presente.
Pequeñito o grande, pero nuestro.
Intentando que desaparezca de un plumazo porque siempre hay algo peor.

Sí, evidentemente lo peor de todo es morirse cuado no te quieres morir.
Pero eso no quita que no tengamos derecho al malestar.
A expresarlo, a vivirlo, a tener paciencia con ello.
Eso no quita que esto que nos sucede ahora no sea algo que merezca atención.
Pero no.
Nos quieren produciendo y para eso tenemos que pensar que lo nuestro es menos.
Nos quieren dando las gracias por los mínimos.
En una esclavitud del emprendimiento del yo.

Diciendo al menos tengo esto.
Pero esto, muchas veces, es nada.
Roza aquello que es indigno.
No es vida.
Ni se le acerca.
Pero, oye, esfuérzate.
Si hoy son diez, mañana veinte.
En todo.
Todo es un resultado.
Si no hay resultados, no vales, no eres, no existes.

Cuánto más, mejor.
A veces más no es mejor.
Y es que pareciera que podemos conseguirlo todo con esfuerzo.
Que todo el mundo parte del mismo lugar, además.
Que las metas han de ser las mismas.
En la hegemonía del éxito.
Libremos batallas.

Pero resulta que no podemos conseguirlo todo.
A veces te esfuerzas y no tienes ningún resultado.
A veces no te esfuerzas y lo obtienes todo.
Esto no quiere decir que no le pongas ganas a lo que deseas.
Quiere decir que hay una estructura y quiere decir que no somos omnipotentes.
A veces lo que no te mata no te hace más fuerte.
Sino que te hace más débil.

Débil porque de pronto aparecen miedos que antes no estaban.
Débil porque dejas de confiar.
Débil porque te tienes que construir una armadura para protegerte de los demás.
Y decirlo, hacerlo visible, está bien, es perfecto, es bueno reconocer nuestra interdependencia, nuestra vulnerabilidad.
Porque lo que nos mata.
Nos hace más humanos.

Nos dicen que persigamos nuestros sueños.
Así, sin más.
Persigue tus sueños.
Como si para perseguir algo no necesitaras tiempo.
Y como si para tener tiempo no necesitaras dinero.

Los seres humanos estamos atravesados por circunstancias.
Estas circunstancias hacen que, muchas veces, sea imposible perseguir tus sueños.
Porque tienes que cuidar de alguien que te necesita.
Porque tienes que trabajar para poder comer.
Porque la precariedad te ata los pies al ahora y es imposible pensar en el mañana.
Porque estás intentando sobrevivir.

Cuando la enfermedad o el dolor te rodean.
No puedes emprender nada.
Porque los demás te necesitan.
Nos dicen que persigamos nuestros sueños.

Pero a veces la pesadilla nos impide movernos.
Perseguir los sueños es un privilegio en toda regla.
Porque si puedes perseguir algo es porque no tienes cadenas.
Porque eres libre.
Y la mayoría de las personas no lo son.

Porque vivimos en un sistema que no quiere personas libres.
Quiere personas productivas.
Quiere personas consumistas.
Para así poder seguir existiendo.

Si todos persiguiéramos nuestros sueños quién limpiaría nuestra mierda.
Por eso decirle a alguien que persiga sus sueños.
Es muchas veces una falta de respeto increíble.
Es una falta de empatía a la realidad de tantas y tantas personas.
Es crearle una frustración.
Es alimentar un malestar.

Porque hacerle sentir a alguien que lo que tiene (o no tiene) es porque no se esfuerza.
Que lo que le sucede es su culpa.
Es una grandísima mezquindad.
Antes de poner a la gente a perseguir sus sueños.
Deberíamos perseguir nuestra empatía.
Esa que tanta falta hace y que tan poco usamos.
Esa que es tan simple como que no hagas lo que no quieres que te hagan a ti.
Y haz lo que quieres que te hagan.
Pero que tan complicado parece ser encontrarla en los demás.
Los sueños individuales destruyen.
Los que importan son los sueños colectivos.
Esos que hacen.
Que no nos dejemos a nadie atrás.
Jamás.