Helios es el sol que, montado en su carro tirado por fogosos corceles, abandona su hogar en el extremo oriental del mundo, la India, para recorrer el firmamento y llevar la luz. Su salida está antecedida por la de su hermana Eos, la aurora, quien cada mañana sale de su residencia marina para anunciar la llegada de un nuevo día. Otra hermana, Selene (la luna), toma el relevo de Helios cuando su recorrido alcanza el extremo occidental del océano.

Los tres hermanos eran hijos del titán Hiperión y la titánide Tía, lo que hace de ellos primos de Zeus y el resto de dioses olímpicos.

 

Helios, el dios resplandeciente

Helios era un joven de deslumbrante belleza. Su rasgo más llamativo era su cabellera, tan rubia que parecía irradiar rayos de luz. No menos resplandeciente era su palacio de oro, en el que, al término de cada jornada, tanto él como sus cuatro corceles, Pirunte, Éoo, Aetón y Flegonte, reponían fuerzas.

El trabajo de Helios era agotador, no solo por las horas que debía dedicar a conducir el carro solar, sino también por la responsabilidad que conllevaba cumplir con su cometido un día sí y otro también. Aun así, se las ingenió para tener un buen número de aventuras amorosas para desespero de su esposa Perseis, con la que tuvo a la maga Circe y, según una versión, a Pasifae, la esposa del rey Minos de Creta y madre del Minotauro.

Esas aventuras amorosas dieron a Helios una abundante progenie: de su relación con Rode, una hija de Poseidón, el dios del mar, nacieron los siete Helíadas, legendarios reyes de la isla de Rodas, mientras que la que mantuvo con la oceánide Clímene le dio a las siete Helíades y al malhadado Faetón.

el mito helios y Faetón: una catástrofe cósmica

Faetón es precisamente el protagonista del mito más célebre relacionado con el dios Helios. En él se narra cómo Faetón, que había crecido ignorando el nombre de su progenitor, una vez lo supo acudió a él y le rogó que le dejara conducir, ni que fuera por un día, el carro del sol. Helios se negó, pero tan insistente se mostró el muchacho, que al final acabó cediendo.

El día indicado, Helios abrumó a su hijo con todo tipo de instrucciones y consejos sobre el manejo del carro y la ruta a seguir por la bóveda celeste. Mas, fuera porque Faetón no le escuchó, por torpeza, por pavor a las alturas a las que, de golpe, se vio elevado o por el nerviosismo de los caballos al notar que una mano extraña empuñaba las bridas, el carro se lanzó a una carrera tan errática y alocada que amenazaba con incendiar el universo.

Al final, Zeus hubo de intervenir y, con uno de sus rayos, fulminó a Faetón. Sus hermanas, las Helíades recogieron su cuerpo sin vida y tanto le lloraron, que acabaron convertidas en álamos.

Amores desgraciados del dios Helios

Esa historia no acabó bien. Tampoco lo hizo la de los amores de Helios con la ninfa Clitia y la princesa Leucótoe. El dios, que mantenía relaciones con la primera, la abandonó después de conocer a la segunda. Clitia no lo llevó a bien y, como venganza, reveló al padre de la muchacha que esta había sido seducida. La reacción del padre no se hizo esperar: mató a Leucótoe de la forma más cruel posible, enterrándola en vida.

En cuanto se enteró de ello, Helios corrió a rescatarla, mas todos sus intentos para resucitarla resultaron infructuosos. Lo único que pudo hacer para darle algo parecido a la vida fue metamorfosearla en la planta del incienso.

No olvidó, sin embargo, el comportamiento de Clitia, a la que se negó a volver a ver. La pena acabó consumiendo a la ninfa hasta que los dioses, apiadados de ella, la transformaron en heliotropo.

Del dios Helios al dios Apolo

Como otros dioses que no pertenecían al linaje de los olímpicos, Helios fue perdiendo protagonismo en la Grecia clásica hasta que al final, hacia el siglo IV a.C., acabó identificándose con uno de los hijos de Zeus, Apolo.

Este, relacionado originalmente con las enfermedades y las plagas, acabó convirtiéndose así en una divinidad solar a la que se aplicaban epítetos que habían sido propios de Helios, entre ellos el de Febo (“brillante”).