No es fácil sostener la esperanza. El mundo parece un lugar oscuro, y en ocasiones la sensación de que todo parece ir a peor es inevitable. Las noticias refuerzan la idea de que el mundo es un lugar cada vez más hostil, y en momentos como esos, ser optimistas puede parecer un acto de absoluta ingenuidad. De locura, incluso. ¿Por qué mirar el lado bueno de la vida, cuando esta parece empeñarse en mostrarnos justo lo contrario?

Albert Einstein, uno de los grandes genios del siglo XX, no solo revolucionó la física: también desafío nuestra forma de ver la vida con su enfoque humanista. Muchas de sus frases quedaron para la historia, como la que nos ocupa en esta ocasión. “Prefiero ser optimista y tonto, qué pesimista y estar en lo correcto”, decía el Premio Nobel de Física. Pero tras sus palabras no está la ingenuidad de aquel “en la ignorancia está la felicidad” que todos conocemos. No. Hay una reflexión mucho más profunda, una ecuación compleja, cuya profundidad puede revelarse transformadora.

Un sabio de la vida cotidiana

Visto en retrospectiva, es difícil imaginarlo. Pero lo cierto es que Albert Einstein nunca aspiró a ser un sabio, en el sentido solemne de la palabra. Fracasó estrepitosamente en su etapa escolar, y se definía a sí mismo como un hombre sin talentos especiales, “solo apasionadamente curioso”. Quizá fuera, precisamente, esa curiosidad insaciable lo que lo convirtió en el genio que llegaría a ser.

Su inteligencia, sin embargo, no abarcaba solo el plano de lo racional. Einstein se atrevía a hacerse preguntas, se atrevía a saber, como decían los filósofos clásicos, con su sapere aude. Y el resultado de hacerse preguntas es, inevitablemente, buscar sus respuestas. “Lo importante es no dejar de hacerse preguntas”, repetía el físico, que defendía, en tiempos de racionalismo revolucionario, el valor de lo sencillo, la imaginación y la duda.

Por eso, cuando echamos la vista atrás, no sorprende demasiado que dijera aquello de “prefiero ser optimista y tonto, que pesimista y estar en lo correcto”. En el fondo, Einstein solo decía algo que defendió a lo largo de toda su vida. Más vale errar mil veces, que creer en una verdad estéril que nos impida avanzar. Equivocarse es, al fin y al cabo, la única forma de aprender. Y creer que podemos conseguir las cosas, como los tontos optimistas, es esencial para atrevernos a fallar.

El poder del optimismo realista

Es fácil confundir el optimismo con una forma de autoengaño. Como si ver el lado bueno de las cosas fuera una manera de disfrazar la realidad con colores de los que carece. Nada más lejos. No se trata de eso. Lo que Einstein defendía, y lo que hoy confirma la psicología positiva, es que una actitud optimista no cambia los hechos, pero sí como los vivimos.

El psicólogo y padre de la psicología moderna, Martin Seligman, una de las grandes mentes de nuestros tiempos, lo confirma. Su estudio del bienestar revela que si bien “la vida es igual de dura para un optimista que para un pesimista”, el optimista siempre lo soporta mejor.

El optimismo no es un arnés que evita la caída, es el paracaídas que te salva del desastre. No nos salva del error, pero nos da recursos para levantarnos.

El optimismo aprendido

Uno de los descubrimientos más reveladores de Seligman en lo que se refiere al optimismo es el de la “indefensión aprendida”. Y permíteme que me explique. En sus estudios, el psicólogo descubrió que cuando aprendemos, desde muy pequeños y de forma reiterada, que estamos indefensos, tendemos a pensar que lo estaremos siempre. Imaginemos, como plantea Jorge Bucay en unos de sus famosos cuentos, que un elefante es atado a una estaca cuando es tan solo una cría. Por más que tira de ella, no la arranca del suelo. De adulto, con la fuerza de un titán, ni siquiera intenta soltarse. Ha aprendido que está indefenso ante la estaca, que no puede hacer nada frente a ella.

En la misma línea, conectamos las ideas de Einstein y Seligman para hablar del “optimismo aprendido”. Ser forzadamente optimista, obligar a creer que puedes, que las cosas irán siempre a mejor, cultivar la esperanza en el mejor de sus sentidos, te libra de la estaca. Es mejor creer que puedes librarte de ella, y descubrir que no podías, que vivir eternamente atada a ella sin siquiera haber intentado arrancarla del suelo.

Cómo cultivar el optimismo (aunque cueste)

Ser optimista no consiste en negar la realidad, no es cuestión de engañarse a uno mismo. Hay veces que lo que nos impide conseguir lo que queremos en la vida es una estaca. Otras, una columna. Lo importante es creer que, tarde o temprano, encontraremos las herramientas, la forma o el apoyo necesario para tumbar lo que se nos ponga por delante, sea estaca, columna o catedral.

Para ello, podemos usar las reflexiones y consejos que grandes mentes, como la de Seligman o la de Einstein, nos han dejado para cultivar un optimismo realista. Aunque cueste. Para ello, prueba con estos hábitos transformadores.

  • Agradece tres cosas cada noche. Antes de dormir, anota o piensa en tres cosas buenas que te hayan pasado durante el día. Pueden ser pequeñas, como una sonrisa, una comida rica o un mensaje inesperado. La ideal es que entrenes tu atención para fijarte en lo positivo y cultives la gratitud, esencial para la felicidad según todas las investigaciones.
  • Cuestiona tus pensamientos negativos. Cuando algo salga mal, no asumas que es la norma. No caigas en la indefensión aprendida. Pregúntate, ¿hay otra forma de ver esto? Practicar este cambio de perspectiva es un salto mental que Einstein practicaba en su vida personal y profesional: pensar que siempre hay otra forma de ver las cosas, encontrar posibilidades donde parecía no haberlas.
  • Rodéate de personas luminosas. “Eres la media de las cinco personas que te rodean”, decía el empresario Jim Rohn. Y en el campo del crecimiento personal, es una mayor. El optimismo se contagia, al igual que la negatividad. Rodéate de personas que te eleven, personas que escuchen sin juicio y te animen a seguir creyendo, incluso cuando las fuerzas te fallan.

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