Cada mañana al levantarnos em­pieza un nuevo día. Abrimos las ventanas y la luz penetra alegremente en las estancias, miramos fuera y todo parece estar en su lugar. Luego una ducha nos quita las últimas sombras de la noche y el desayuno nos da fuerzas para iniciar la jornada.

Así transcurre la vida, como un gran mecanismo de relojería que pone las condiciones para que nuestras activi­dades puedan tener lugar.

A lo largo de la existencia hay un dinamismo al que debemos acoplarnos, una "danza" a la que estamos invitados. ¿Pero cuál es la fuerza que mueve todos estos engranajes?

¿Qué pasaría si dejara de brillar el Sol?

La respuesta es obvia pero no siempre la tenemos presente. Efectivamente, es el sol quien permite la vida y sus constantes trans­formaciones.

Cada uno de nosotros es como una pequeña llama prendida en su momento por el gran fuego del sol.

Sin su pre­sencia nada de lo que vemos al­rededor existiría: ni nuestras casas, ni tampoco el agua o los alimentos. No ha­bría días y noches, necesarias fases de actividad y reposo, ni el curso de las estaciones.

Tampoco algo tan importante como la lluvia, pues el agua del mar y de la tierra asciende gracias al calor del sol para enfriarse luego y volver a caer purificada desde lo alto, como si de una especie de respiración solar se tratara.

Más aún, la misma Tierra y el resto de planetas han sido formados por el Sol. Y si lo mineral supone la condensación de ese fuego solar, sin la luz que emana no se produciría la fotosíntesis vegetal que permite a su vez la vida de los ani­males y la nuestra.

Si el Sol dejara de brillar repentina­mente, casi en un instante el planeta se congelaría y todo se convertiría en un oscuro y frío desierto.

El sol es una fuente de energía vital que convie­ne aprovechar. Por eso es bueno to­mar el sol sobre la piel todo el año, pero mejor en las horas de menor in­tensidad y sin necesidad de permanecer demasia­do tiempo.

También puede cap­tarse energía a través del nervio óptico, mirando di­rectamente al sol en los únicos momentos en que es posible hacerlo: cuan­do está a punto de ama­necer o en el crepúsculo.

El simbolismo del Sol

La constatación de que la vida depen­de del sol no ha pasado desapercibida al ser humano desde la más remota anti­güedad. Todas las culturas han dedicado respeto y agradecimiento al astro rey.

En las cosmogonías y religiones el simbo­lismo solar –junto a su complementario lunar– es fundamental. Y no necesaria­mente en forma de culto al sol como di­vinidad en sí misma, sino como repre­sentación o imagen sensible de lo divino.

Efectivamente, el sol da la vida (poder creador) y la mantiene, es justo ("sale para todos") y alcanza hasta el último rincón (omnipresencia).

Rige el tiempo (sin sus movimientos respecto a la Tie­rra no habría relojes ni calendarios) y en buena parte las leyes de la naturaleza (legislador).

El Sol ofrece calidez y mi­sericordia mediante sus rayos benefac­tores, pero también rigor ya que puede quemar en ocasiones.

Siendo el reflejo en nuestro mundo de lo que po­dríamos llamar "Inteligencia cósmica", no resulta extraño que todas las religio­nes hayan utilizado su imagen.

Resumiendo sus atributos en dos po­laridades esenciales: el sol es fuego y luz, calor y resplandor, amor e inteli­gencia, cabría decir.

También podría considerarse, siguien­do las tradiciones espirituales de la hu­manidad, que el sol físico es reflejo de un sol metafísico o espiritual que tras­ciende el cosmos. Uno está en el devenir temporal mientras que el sol supre­mo brilla inmóvil en el eterno presente.

El papel del sol en cada religión y cultura

Para los egipcios el dios Ra, en forma de disco solar y sobre una barca, recorría el cielo desde el alba hasta el ocaso.

En la In­dia, el sol representa a Atma, el espíritu universal. En el zoroastrismo persa era em­blema de Ahura Mazda, el dios de la luz.

Según el budismo, el sol simboliza la luz del Dharmakaya que brilla en el in­terior del ser humano. Idéntico simbo­lismo encontramos en el Buda Amida ("Luz infinita"), del que el buda histó­rico, Siddharta Gautama, es una mani­festación terrenal.

En el sintoísmo japo­nés, la diosa del sol, Amaterasu, ocupa un lugar relevante.

La figura del sol es ampliamente uti­lizada por las culturas americanas pre­colombinas (incas, mayas, aztecas... ) o por los indios de la praderas ("danza del sol" de los sioux).

En el orfismo de la antigua Grecia, el sol es el "Padre de todo". Asimismo, los celtas lo tenían como representación de Dios, mientras que en el Islam se le nombra como "Ojo de Allah".

Recordemos dentro del sufis­mo la figura de Rumi, sus derviches to­davía hoy realizan la danza sagrada (Sa­ma), en la que los bailarines giran ex­táticos sobre si mismos a la vez que se mueven alrededor del maestro que per­manece inmóvil en el centro, tal como hacen los planetas respecto al Sol.

Tampoco el cristianismo podría ser ajeno a este simbolismo. Jesucristo es llamado "Sol del mundo".

En las igle­sias medievales la puerta de entrada es­tá orientada hacia el oeste, lugar de la muerte (puesta de sol), mientras que el altar está en dirección este, donde sa­le el sol (resurrección). La nave central semeja de este modo una embarcación con la proa hacia el sol naciente. Los ro­setones filtran la luz exterior convirtién­dola en suave policromía musical.

En el Cántico de las criaturas de Francis­co de Asís, leemos: "Loado seas, mi Señor; con todas tus criaturas, especialmente el señor hermano Sol, el cual es día y por el cual nos alumbras. Y es bello y radiante con gran es­plendor: De ti, Altísimo, lleva significación."

Analogías solares: el Sol como corazón universal

Pero el símbolo más antiguo y primordial que representa tanto al sol como a lo divino es el ideograma formado por un círculo con un punto central. Esta figura, que todavía se usa en astrología para indicar al sol, conden­sa un rico simbolismo.

Así, el centro es el Espíritu, la unidad, mientras que el círculo es la Creación, la manifestación o multipli­cidad. El sol reúne ambos aspectos al ser un foco central del que salen rayos luminosos que se expanden por doquier.

Aunque la cualidad solar no es solo atributo del Sol astronómico, dado que puede manifestarse en diversos planos. Mediante la analogía, se considera que el oro es un metal de naturaleza solar pues­to que tiene color dorado y es incorrup­tible.

De manera poética y simbólica, los incas creían que el oro era "el sudor del Sol (Inti)" y la plata "las lágrimas de la Lu­na", indicando sus cualidades respecti­vas (yang o yin en terminología taoísta).

Según la teoría de las "signaturas", también el ámbar tendría características solares; y, entre las plantas, el romero o el azafrán. Por su parte, el león o el águi­la serían animales regidos por el sol.

En nuestro cuerpo, el órgano solar por excelencia es el corazón. Pues al igual que el Sol se sitúa en el centro del sistema planetario y distribuye su luz y calor, el corazón reparte la sangre (que lleva oxí­geno y nutrientes) por todo el organismo también desde una posición central.

El hecho de que el corazón esté si­tuado más hacia un lado del tórax se correspondería quizá con el detalle de que, en la órbita elíptica de la Tierra, el Sol no ocupa el centro sino uno de los dos focos de la elipse.

Recordemos que la medicina tradi­cional china considera el mediodía co­mo punto culminante de la circulación energética del meridiano del corazón, justamente cuando el sol incide verti­calmente. Sería en este sentido desacon­sejable que una persona con problemas cardiacos practicara deporte a esas ho­ras del día (y peor aún en verano, nueva exaltación solar).

Significativamente, el remedio homeopático oro (Aurum meta­llícum) se utiliza frente a ciertos proble­mas cardiovasculares.

Este recorrido alrededor del sol y su significado no debería quedar como al­go abstracto, sino como una posible vi­vencia.

En nuestra sociedad se reivin­dica la energía solar y en las playas se rinde culto al bronceado. Un paso más sería tener en cuenta sus cualidades de luminosidad y centralidad.

Visualizaciones para conectar con el sol y los 4 elementos

Un día en la playa junto al mar puede ser una buena ocasión para me­ditar sobre el sol y los elementos de la naturaleza y sus cualidades:

  • Arena. Corresponde al elemento tierra, la base so­bre la que nos movemos o descansamos. Valoramos y asimilamos su solidez.
  • Agua. Nos refresca y lim­pia. Se mueve, a veces len­tamente, pero también pue­de agitarse. Valoramos y asi­milamos su fluidez.
  • Aire. Posee una naturaleza transparente, aun­que puede presentar nu­bes. Puede hallarse en calma o ser viento. Valoramos y asimilamos su diáfana movilidad.
  • Sol. Corresponde al fue­go, irradia desde lo alto y todo lo ilumina generosa­mente. Valoramos y asi­milamos su vitalidad.

También podemos en cualquier momento y lu­gar, no solo en la playa, visualizar estos mismos elementos pero desde el espacio interior o psíqui­co. Por ejemplo:

  • Tierra. Corresponde al cuer­po físico y las funciones ve­getativas. Valoramos y de­seamos que estén en equi­librio y libres de bloqueos.
  • Agua. Corresponde a las emociones. Valoramos y de­seamos que no estén agi­tadas, sino que sean como agua limpia y tranquila.
  • Aire. Corresponde a la mente y pensamien­tos. Valoramos y deseamos que estos sean cal­mos y justos, sin confusiones.
  • Fuego. Corresponde al sol o nivel espiritual. Va­loramos y deseamos su luminosa calidez.

Se puede realizar también una sencilla práctica de visualización para entrar en contacto con el Sol Interior:

  1. Con los ojos cerrados, vi­sualizamos que la luz de ese sol interior contiene las cualidades de todos los elementos.
  2. Puede imaginarse una esfera irra­diante de suave luz dorada en el centro del cuerpo y cómo lo va llenando con su luminosidad. O bien se visualiza esa esfera sobre la cabeza y cómo su luz baja poco a poco desde la cabeza a los pies.
  3. Per­manecemos tranquilos en esa sensación de plenitud unos minutos, luego res­piramos profundamente y abrimos los ojos.

Aprendiendo a amar la luz

En la "periferia" de nuestro ser es don­de hay más problemas, agitación y sufri­miento, mientras que en la parte central domina la serenidad y la alegría.

La luz y el calor equivalen en términos psicoló­gicos a la comprensión y el amor. El sol nos enseña ambas cosas: la importancia de buscar el centro interior y no quedar­nos únicamente en lo exterior; también a identificarnos con la luz.

Se dice que nuestra alma es modula­da por lo que vemos, sentimos y ama­mos. Cuando alguien se concentra y medita en algún objeto o símbolo, tien­de a adquirir internamente las cualida­des de esa imagen sobre la que se detie­ne la atención.

Si meditamos o simplemente pensamos en el Sol exterior, de alguna manera nuestro sol in­terior agradece esa comunicación sutil, esa sintonía.

Es un ejercicio fácil, pues la presencia solar es constante, duran­te el día de forma directa y por la noche reflejándose en la Luna.

Goethe escribió: "si el ojo no fuera de naturaleza solar; ¿cómo podríamos ver la luz?". Ya que el ojo solo puede captar la luz y no otro tipo de energía, ¿no podría afirmarse que la propia luz ha creado un órgano apropiado a su naturaleza? Pues solo lo semejante conoce lo semejan­te. Seguramente amamos la luz porque nuestra naturaleza esencial es luminosa.

Hechas estas reflexiones, pensemos –como dijo un autor anónimo– que so­mos afortunados: "vivir en la Tierra es caro, pero eso incluye un viaje gratis alre­dedor del Sol cada año".