El enfado es uno de esos sentimientos universales que encontramos en todos los seres vivos. Se enfada el perro al que le esconden su pelota, el bebé al que le quitan el chupete, el empleado al que le reprende su jefe...

Pero lo cierto es que no lo hacemos todos por los mismos motivos ni reaccionamos todos de la misma manera. ¿Qué se esconde tras las distintas reacciones? ¿Podríamos dejar de enfurecernos o, al menos, rebajar la crispación?

Por qué nos enfadamos

Encontramos dos desencadenantes comunes que nos llevan al enfado:

  • La frustración frente a algún tipo de expectativa no cumplida. Tiene mucho que ver con quién nos defrauda. Para muchas personas el hecho de que alguien de su entorno de confianza (la familia, la pareja e incluso una institución) traicione lo que se espera de él, puede generar un gran enfado y acabar en ruptura.
  • Las diferencias con los demás. Nos encontramos aquí con los que no soportan a los egoístas o a quienes se escaquean, a los cuadriculados o a los pasotas... Y podemos seguir añadiendo un largo etcétera de posiciones de los demás que consiguen sacarnos de nuestras casillas.

Diferentes tipos de enfado

No todas las personas se enfadan del mismo modo y existen personas que demuestran su enfado de forma exagerada. Pero hay dos tipos de extremos: los que reaccionan de forma explosiva para mostrar su malestar y los que, todo lo contrario, aplican el silencio como método para dmostrar su enfado. En ambos casos el enfado no está bien gestionado.

El enfado explosivo

Sabemos cuando algo nos está perturbando porque el organismo nos avisa del grado de enfado. Nuestro cuerpo suele mostrarlo de una forma que creemos que es inevitable. Escuchamos frases como «sentí que me clavaban un puñal», «fue como si me dieran un puñetazo», o también «estaba tan furiosa que parecía que iba a estallar».

En estos casos, las personas dicen que no controlan sus reacciones porque son automáticas; sin embargo, lo que hay en el fondo es la falsa creencia de que quien más grite o alborote tendrá más poder sobre el otro e impondrá al final su criterio. Pero nada más alejado de la realidad. Lo que suele ocurrir normalmente es que, o los que nos rodean se acostumbran a estas actitudes o, como suele decirse, perdemos la discusión por las formas.

El silencio como enfado

No todos reaccionamos corporalmente de forma explosiva. Hay personas que se guardan el enfado dentro. Su respuesta es el silencio, así manifiestan su malestar. Se callan días o semanas, lo que acaba suponiendo un doble castigo. Hacia los demás, porque aparentemente los ignoran, pero también hacia sí mismos, porque se prohíben relacionarse en un ambiente distendido.

El problema es que no desaparece la energía negativa, que se vuelve autodestructiva. La decepción o la furia pueden ser muy grandes, pero si nos aislamos el resentimiento puede llegar a cronificarse y desembocar en una depresión. Es mejor ir sacando, poco a poco, lo que nos ha herido o frustrado.

5 claves para enfadarnos menos

Necesitamos algunas claves para salir de las situaciones que hacen que nos enfademos constantemente.

1. Abandonar la idea de homogeneidad

Creer que, si somos todos iguales, nos querremos y nos entenderemos mejor es una premisa falsa, entre otras cosas porque todos deseamos y tenemos nuestra propia personalidad. Entonces se trataría de saber convivir con las diferencias sin que eso enturbie las relaciones. Tenemos que dejar de lado la ficción de que existen unos ideales de familia, de pareja, de amistades o de trabajo, donde todo es cordialidad y se está siempre de acuerdo.

Eso implica gestionar bien las diferencias preguntándonos cuáles son realmente importantes o básicas y si están incidiendo fuertemente en nuestra forma de ser o entender la vida. Si nos enfadamos por cualquier cosa, no podremos avanzar ni discriminar cuándo es necesario hacer hincapié y buscar argumentos válidos para nuestros objetivos.

2. Aprender a separar

El hecho de que algo no nos guste de una persona, de que pensemos de maneras diferentes, no implica que ya no nos sirva para nada o dejemos de considerarla bien. Debemos aprender a separar la opinión o posición de alguien (amistad, pareja, colega o familiar) de la totalidad de esa persona. Siempre hay facetas que compartimos y con las que coincidimos, y otras con las que no. Por lo tanto, siempre serán relaciones parciales, de las cuales podremos rescatar los espacios donde hay acuerdos, y respetar los lugares de desacuerdo, sin que se tengan que romper los lazos.

También tenemos que poder diferenciar a la inversa. Es decir, si a alguien le enoja nuestro posicionamiento ante algo y esto genera malestar, debemos discernir dos cuestiones. Primero debemos preguntarnos: con quién estamos hablando, con qué encuadre se mueve esa persona, qué cosas le pueden estar tocando a nivel personal en este momento. Y la segunda, y la más importante, es no confundir la opinión de alguien con un juicio de valor sobre nuestra propia persona.

3. Reconocer la opinión de los demás

Quedarse atrapado por la imagen que el otro se hace de nuestra identidad es lo que nos arrastra al enfado o la ira. Confundimos nuestra esencia con el reconocimiento de quienes nos rodean. Si bien es cierto que nos constituimos con y a partir de nuestro entorno, eso es válido para nuestra infancia. Quiénes somos no puede venir de un afuera que solo nos ve parcialmente y bajo el tamiz de distintos intereses. Enojarse sería habernos quedado identificados en la imagen que nos devuelve otra persona.

No queremos decir que seamos individuos aislados, autosuficientes y que no necesitemos a nadie, no es así. El sentimiento de pertenencia en los humanos es muy fuerte y se hace presente de manera continuada, pero hay que reestructurarlo para conciliar lo individual con lo grupal o asociativo. Así se podrá ser fiel a los principios de uno mismo y también a los comunes. No hacerlo es, precisamente, una de las mayores causas de disputas y rencores. Si recogemos lo básico de lo dicho anteriormente, el secreto estaría en considerar las diferencias entre unos y otros como válidas, todas tienen cabida. Pueden gustar más o menos, pero no deben ser excluyentes.

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4. Aprender a aguantar el tipo

Lo cierto es que a las personas parece que nos cuesta mantener las diferencias sin cabrearnos. Nos sentimos obligados a estar plenamente seguros de nuestra convicción, lo cual no siempre es así, y de hecho tampoco tendría por qué serlo. Entonces solemos suplir esa falta de garantías con la vehemencia y los ataques.

Cuando nosotros partimos de una intuición, de una ideología o de una información que otros no comparten, pero que creemos importante, hemos de confiar en nosotros mismos para mantener la postura. Es necesario saber aguantar el tipo, poder soportar que los otros tengan una imagen negativa de nosotros, e intentar argumentar desde los propios recursos, sabiendo a quiénes tenemos delante. Y si nos entienden, bien; pero si no nos entienden, eso no le quitará nada de valor a nuestra posición y, muchísimo menos, a nuestro ser.

5. Intentar discutir bien

Para no dejarse llevar por el enfado necesitamos aceptar las diferencias y darles normalidad.

  • Conecta con tu interior. No te dejes arrastrar por los calificativos que te atribuyan los demás. Si te dicen, por ejemplo, que eres egoísta, lo mejor es pararse, conectar contigo mismo y revisar si es realmente cierto o si es solo que no quieres ceder en algo.
  • Una respuesta racional. Desecha las reacciones de explosión visceral y las de quedarte mudo para poder afrontar el enfado racionalmente. Si nos sentimos atacados no podremos discernir los intereses de cada uno ni cómo respetarnos aunque no haya acuerdo.
  • Encuentra un espacio común. Si el que se enfada es el otro, lo mejor es dejar un lapso de tiempo y no convertir la diferencia en central. Al contrario, rescatemos todo aquello que nos une y encontremos una manera de transmitir que las diferencias son parciales y salvables .
  • Pon palabras a tus ideas. Encuentra un hilo argumentativo con las razones por las que estás en desacuerdo. Expresar que, desde tu análisis, no llegas a las mismas conclusiones que tu interlocutor marcará la diferencia sin necesidad de desembocar en pelea.
  • Trata de serenarte. Si el mal genio sale, siempre nos queda serenarnos y pedir disculpas (no perdón) cuando nos puede el genio. Reconocer que igual no era para tanto, dar nuestra versión, y aceptar que la otra persona también tiene derecho a disentir, aunque no nos guste.
  • Convive con las discrepancias. Confía en ti mismo, pero también ten una posición crítica hacia fuera y hacia dentro. Acostumbrémonos a mantener discrepacias sin que nuestro yo (ni el de los demás) salte por los aires. El análisis y la contextualización siempre nos ayudarán.