Todo el mundo puede enfadarse; es fácil. Pero, decía Aristóteles hace más de veinte siglos,que enfadarse con la persona adecuada, con la intensidad correcta, en el momento oportuno, por el motivo justo y de un modo eficaz ya no lo es tanto.
Quizá por eso una de las cosas que mejor muestra el carácter de una persona es su forma de proceder ante las ofensas padecidas.
Dime cómo respondes ante una ofensa, cómo manejas tu agresividad, y te diré cómo eres.
El enfado del monje y del guerrero
Cuentan que hubo una vez, en la antigua China, un guerrero que formó un gran ejército. Con él iba conquistando todas y cada una de las ciudades por las que pasaba, sembrando muerte y desolación por doquier. Su fama llegó a causar tal pánico entre las gentes que, antes de que llegara con su ejército, todos los ciudadanos desaparecían sin ofrecer ninguna resistencia y dejando sus bienes a merced de los saqueadores.
Un día, el guerrero entró en una de las ciudades y, cuando se acercó al templo para coger el oro que allí pudiera haber, se sorprendió al ver a un monje de pie meditando tranquilamente.
El guerrero, ofendido ante lo que entendía como una muestra de arrogancia, se acercó al monje y, apuntándole con su espada en el cuello, le preguntó:
–¿Acaso no sabes quién soy yo?
–Sí –le contestó humildemente el monje.
–Así pues, ¿no sabes que soy alguien capaz de cortarte de un tajo el cuello y ni siquiera pestañear mientras lo hago?
–Y tú, ¿no sabes quién soy yo? –le preguntó el monje sin levantar la mirada del suelo.
El guerrero, profundamente desconcertado, le preguntó con un cierto temblor en la voz:
–¿Y... quién eres tú?
Entonces, el monje levantó la cabeza, fijó sus ojos en los del guerrero y le dijo:
–¿No sabes que yo soy alguien capaz de dejar que me cortes el cuello y ni siquiera pestañear mientras lo haces?
Siempre me ha resultado hermoso este cuento zen. El monje se mueve con gran sabiduría ante el guerrero. No huye, permanece en su lugar defendiendo lo que es suyo.
No se deja intimidar por la fama del guerrero. Sabe que, detrás de su fiereza, no hay más que un hombre temeroso y arrogante.
Asume el desafío del guerrero cuando este le pone la espada en el cuello, y lo resuelve sin utilizar la violencia, solo con el filo de su palabra.
Toda la fuerza del monje radica en que se convierte en una lección para el guerrero, y para todos nosotros, pues le enseña que blandir la espada sobre su cuello y cortarlo sin pestañear no es ningún mérito.
La auténtica proeza es no pestañear, permanecer firme y sereno, ante la amenaza del guerrero. ¿Acaso el guerrero sería capaz de actuar así?
¿Es bueno reprimir el enfado?
Todos nos encontramos con guerreros saqueadores y ofensivos en nuestro día a día, pero hay muchas personas que no siempre saben asumir el desafío ni defender su lugar. En muchas ocasiones, huyen como los ciudadanos del cuento.
Se tragan todo el enfado y la agresividad que sienten, la cual acaba arremolinándose en su interior, volviéndose en su contra y convirtiéndose en una autoagresión.
A veces es tanta la cantidad de energía que reprimen que esta acaba canalizándose y depositándose en determinadas zonas de su cuerpo, ocasionando una serie de síntomas: contracturas, dolores de cabeza, problemas estomacales, articulares, sentimientos de gran pesar, desaliento y tristeza.
Todo ello, en el fondo, no es otra cosa que la resultante de tener una gran cantidad de enfado no expresado.
Muchas personas llevan utilizando este mecanismo de represión de sus enfados prácticamente desde su infancia. Es por ello por lo que han dejado casi de ser conscientes de la gran cantidad de energía y fuerza que aguarda encerrada en su interior, esperando a ser liberada para poder estar al servicio de la persona y no en su contra.
Muchas de estas personas me comentan en la consulta que no pueden dejar de sentir miedo ante la idea de expresar el enfado que sienten con su pareja, su jefe, sus vecinos o sus compañeros de trabajo.
En unos casos temen que el guerrero con el que se enfrentan pueda volverse aún más peligroso y, en otros, ser ellos mismos los que se desborden y no puedan contener toda la rabia que llevan acumulada durante tanto tiempo. Tienen almacenado mucho enfado y también temen exteriorizarlo. Y es comprensible.
Pero, aunque es cierto que no podemos dejar de sentir lo que sentimos, por lo menos sí que podemos decidir qué hacemos con lo que sentimos; en este caso, con el enfado y el miedo.
No se trata de no tener miedo a la hora de actuar –es decir, de mostrar nuestro enfado– sino de mostrarlo a pesar de él.
Cómo manejar nuestro enfado (en 4 pasos)
Ahora bien, si esta actitud de valentía es necesaria para introducir un cambio importante en la forma de gestionar nuestros enfados y nuestra agresividad, no es menos cierto que requerimos también de unas habilidades que nos permitan aventurarnos en esta tarea con un mínimo de garantías. ¿Cuáles son estos principios? Veamos algunos de ellos.
1. Mostrarlo honestamente
En primer lugar, casi diría que lo más importante es aprender a encuadrar de nuevo la experiencia de forma que podamos ver el hecho de mostrar honestamente nuestro enfado como una oportunidad de acercamiento a la otra persona y no, como suele ocurrir en la mayoría de los casos, de ruptura de la relación.
Se trata, en definitiva, de visualizar al otro estando agradecido con nuestra actitud, y no molesto.
Si tenemos dudas acerca de la posibilidad de que al otro le resulte grata esta actitud nuestra, solamente debemos pensar si a nosotros nos gustaría, en caso de haber sido ofensivos con alguien, que esta persona se nos acercase mostrando su enfado con honestidad y predisposición para el reencuentro.
2. Responsabilizarnos del enfado
A la hora de mostrar nuestro enfado, también es muy importante responsabilizarnos plenamente del mismo; es decir, asumir completamente su autoría, reconociendo que somos nosotros los que experimentamos el malestar y no que es la otra persona quien nos lo causa, pues en este caso estaríamos inculpándola y responsabilizándola de lo que sentimos.
Por muy desagradable que nos resulte el trato de una persona para con nosotros, somos nosotros los que, en última instancia, creamos nuestra experiencia, y no el otro. De ahí que dos personas vivan un mismo suceso de forma diferente, como, por ejemplo, dos trabajadores que se toman de distinta manera una fuerte reprimenda de su superior.
Se trata de la necesidad de expresar con honestidad nuestro sentir, en lugar de proyectar el enfado que experimentamos.
No es lo mismo decir “Me siento profundamente molesto cuando levantas la voz” que “Me pones de los nervios cuando me tratas así”. En el primer caso, asumimos la acción, ya que “yo soy el que me siento así”; en el segundo, no, pues “eres tú el que me pones así”.
3. Explicar qué necesitamos
Además de expresar el malestar que experimentamos, otro aspecto crucial a tener en cuenta es mostrar, también de forma clara y transparente, la necesidad que tenemos ante la persona por la que nos sentimos engañados o enfadados.
Si no lo hacemos así, estamos dejando en el otro la responsabilidad de adivinar cómo queremos que nos trate. Así pues, en el ejemplo anterior, cuando hemos expresado que “nos sentimos profundamente molestos cuando el otro nos levanta la voz”, sería conveniente añadir qué es lo que esperamos de esa persona. Sería algo así como: “Prefiero que hablemos en un momento en el que te encuentres más calmado”.
4. Escuchar al otro
Asimismo, es imprescindible que igual que antes nos hacíamos responsables de nuestro enfado sin proyectarlo sobre el otro, no nos responsabilicemos ahora del posible enfado o molestia que le pueda causar a la otra persona escuchar nuestra incomodidad y nuestra demanda.
En caso de que, ante nuestra expresión, el otro se altere ostensiblemente, puede ser oportuno preguntarle cómo se siente con lo que le hemos dicho y qué es lo que tanto le molesta.
Se trata, en definitiva, de escucharlo con calma y no de tragarse su enfado. No debemos olvidar que es el otro el responsable de sus propias emociones, y no nosotros.
Para finalizar, decir que nuestro monje de la historia no le pidió al guerrero en ningún momento cómo tenía que ser, cómo debía tratarlo. No le exigió que se comportara de forma respetuosa y amable en aquel templo sagrado sino que fue él quien se mostró con el guerrero de forma respetuosa, tranquila, amable y... contundente.