El bosque, incluso el parque o el jardín, cualquier campo abierto, son escenarios idóneos para comprender hasta qué punto estamos unidos al planeta en que vivimos. Este es el primer paso para experimentar que hay un modo diferente de relacionarse con lo otro que no está basado en el dominio o el mero interés sino en el entendimiento. Cuando la China de Mao declaró la guerra a los gorriones y otras «plagas» que consumían ingentes cantidades de grano, la persecución fue tan eficaz que en poco tiempo lograron su exterminio. Tras esta «victoria», las plagas de langostas que antes controlaban los gorriones devastaron las cosechas y sobrevino una terrible hambruna.

La ciencia y la experiencia descubren continuamente que lo que se consideraba inútil o pernicioso (ADN basura, virus y microorganismos, amígdalas o apéndice, gorriones o mosquitos...) tiene un papel relevante para los organismos o ecosistemas. Lo entendamos o no, todo está sutilmente unido, y posiblemente no hay mejor medio para integrar este conocimiento que cultivar un trozo de tierra y aprender a convivir, a acompasarse y someterse a los ciclos de las estaciones, al clima y las condiciones del lugar.

Conquistar o custodiar

El huerto es una ventana al universo, un palco privilegiado para asistir a la representación cotidiana y mágica de la vida. El círculo de árboles que nos rodea, siempre expectante, es un ágora al que acude a diario un sol radiante que nutre y calienta. El flujo del agua nos recorre; la misma molécula que ha regado y formado la lechuga se ha reencarnado en mi cuerpo y fluirá regresando al círculo perfecto de la vida. El agua es la materia prima de la conciencia que anima todo lo vivo. La respiración de todos los organismos del planeta crea y recrea el aire fundiéndonos en una incesante coevolución. Nuestro aliento es el cordón umbilical que une a la Madre Tierra y a los seres vivos entre sí, a través de la inmensa placenta que es nuestra atmósfera, fuera de la cual no duraríamos ni diez minutos.

La misma molécula de agua que ha regado y formado la lechuga se ha reencarnado en mi cuerpo

Decía Oren Lyons, líder espiritual y abogado iroqués, que árboles y humanos compartimos un mismo destino, cada uno respira lo que el otro exhala. También he oído decir que hablar a las plantas estimula su crecimiento. Pero hay una explicación más sencilla y no menos hermosa. Nuestra sola presencia nutre con el dióxido de carbono que exhalamos a los vegetales y, al abrigo de los setos, el mismo aire toma aliento en el mismo huerto en el que lechugas, lombrices y jardineros respiramos, como si una representación del mundo entero tuviera lugar en la atmósfera de este espacio diminuto.

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La tierra nos cultiva

La lozanía del vergel, la salud y el vigor de las hortalizas, la belleza, el estado de ánimo, el bienestar de las plantas y los árboles, de las lombrices y las abejas, las luciérnagas, los sapos y el erizo que merodean al anochecer... todo tiene su resonancia en el jardinero, pese a que en esta utopía realizada existen al mismo tiempo una innegable depredación, competencia y pugna que forman parte indispensable del mismo ciclo de la vida y de la muerte.

Conforme avanzamos en la edificación material y mental de este espacio estamos dando el primer paso para una conexión profunda que atañe a todas las dimensiones de nuestro ser. El propio jardín adquiere entidad (incluso, se diría, identidad); el espacio se define y delimita a través del seto que abriga, aísla y a la vez comunica, como una piel, el jardín con el universo exterior.

Los ciclos de las plantas se cierran de semilla a semilla conservando la memoria ancestral de variedades locales. De nidada a nidada se cierran los círculos de los pájaros que crían o se acercan cada vez en mayor número. Plantas y animales encontramos nuestro lugar en cada instante. La diversidad aumenta y la fertilidad crece en un suelo cada vez más palpitante y vivo. El hortelano termina entendiendo que lo que cultiva es la Tierra que le cultiva.

Recobrar el vínculo

En cierto modo, este proceso de regreso a la Tierra es una forma de recuperar la memoria de unas partículas que ignoran el todo al que pertenecen. En un proceso que viene desde antiguo, hemos olvidado que somos parte inseparable de una biosfera cuyos equilibrios son delicados y sus recursos, limitados. Es hora de volver a un nuevo paradigma en el que lo individual y lo fragmentario recobren la conexión natural.

Hay en cada uno de nosotros una memoria indeleble que nos insta a plantar árboles, a acampar en el claro del bosque

Hacen falta puentes que unan los compartimentos estancos de la ciencia y el espíritu, las realidades sociales de los hemisferios norte y sur y la distancia estratosférica que separa en ocasiones nuestros hemisferios cerebrales, construyendo realidades insostenibles, virtuales e ilusorias. Pero antes que nada es preciso recobrar el vínculo con el mundo natural y empezar a definir nuestra identidad situándonos en el lugar que nos corresponde dentro de la sociedad y el territorio que nos albergan.

Davi Kopenawa, líder de la tribu amazónica yanomami, decía refiriéndose a los «civilizados»: su corazón está lleno de olvido. ¿Es posible que al fin el «hombre blanco» recuerde y alcance una nueva conciencia de sí en el todo? El reto es formidable, pero es posible que aún estemos a tiempo de recomponer los equilibrios rotos. Desde la pequeña parcela en la que cada uno se encuentra, en el pueblo o la ciudad, tanto con el trabajo que realizamos como con nuestra forma de vivir, podemos emprender la apasionante singladura hacia una nueva conciencia integrada.

Hay en cada uno de nosotros una memoria indeleble que nos insta a volver a casa, a plantar árboles, a acampar en el claro del bosque, a descalzarnos para pasear sobre el rocío. Cuanto más tiempo y pasión invertimos en la vida, mayor es el placer, la conexión y la vitalidad de que disfrutamos.