En el verano del 93 la vida me condujo a caminar hacia Santiago de Compostela junto a una buena amiga.

Saliendo de un bosque de cuento en Melide, uno de los últimos pueblos gallegos de la ruta y entrando en Arzúa, seguimos la única luz que anunciaba humanidad.

Resultó ser la luz de una taberna en la que, además de los dueños, solo había un matrimonio y sus dos hijas pequeñas, que tenían una casa cerca y se encontraban de vacaciones.

Entablamos conversación y les explicamos que pensábamos dormir al raso para ver la famosa "lluvia de estrellas" (era 13 de agosto), pero como el cielo estaba tapado nos invitaron a dormir en su casa, a medio construir.

Así, pasamos la noche en la buhardilla, en un plegatín que se nos antojó la cama más lujosa del mundo, a la luz de un camping gas; pero antes nuestros anfitriones disfrutaron con nosotras mirando a través de los prismáticos el poco cielo que quedaba libre de nubes y nos obsequiaron con una reconfortante taza de leche y miel, al calor de una larga charla en la que nos contamos la vida.

A la mañana siguiente, una de las niñas nos ofrecía toallas limpias para el aseo y la mejor de sus sonrisas.

Nos fuimos de allí con el alma tocada por el gesto amable y desprendido de aquella gente que nos dio techo, alimento y cariño sin conocernos ni esperar nada a cambio.

De ese modo, el Camino nos enseñaba a confiar más en los demás y a aprender una lección de generosidad y humanidad.

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Viajar para descubrir lo esencial

la hospitalidad, una virtud que da más sentido a la vida

Cuando invitamos a casa a nuestros amigos nos esmeramos en tenerlo todo limpio y acogedor, en cocinar aquellos platos que nos salen especialmente bien y en conseguir buenas músicas, libros o bebidas que sabemos que son del gusto de nuestros huéspedes.

Durante el tiempo que dura el intercambio entramos en un proceso sin tiempo que nos pone en común con los orígenes de las relaciones entre los hombres y repetimos el mismo esquema del bereber que sentado en la humilde alfombra de su haima sirve un té a la menta, pastas y dátiles a sus invitados mientras entabla con ellos una apasionante conversación.

Ofreciendo la mejor cama de la casa estamos emulando el gesto del nómada mongol que cede el único catre de su tienda al invitado, durmiendo él en el suelo.

En otras culturas, como la de los indios norteamericanos, el forastero fumaba, además, tabaco en pipa con el jefe de la tribu (la famosa pipa de la paz), en un acto de comunión con el cosmos. Son los rituales del encuentro.

Cuando nos convertimos en caminantes y viajeros, sobre todo si nos trasladamos a países con culturas diferentes a la nuestra, es cuando más apreciamos esa gran virtud humana que es la hospitalidad, cuyo origen debe remontarse al principio de los tiempos, cuando los hombres eran nómadas y para sobrevivir en un medio hostil desarrollaron pautas de ayuda y solidaridad.

Las haimas de los saharauis, los gers de los mongoles o los tipis de los indios de las praderas son vestigios de aquel mundo. Esas tiendas sin cimientos se emplazaban en grandes espacios abiertos, en torno a los que discurre una vida centrada en el momento presente.

Toparse con un forastero en esos parajes no supone un agobio sino una buena noticia y una fuente de información mutua.

Los nómadas no poseen la tierra, sino que la disfrutan y la padecen con la misma intensidad, y su contacto con ella les hace vivir más cerca del espíritu. Cuando el hombre se adueña de la tierra y se hace sedentario, se consolida el sentido de la propiedad, lo cual limita la capacidad de compartir.

La vida anónima en las ciudades es el máximo exponente de este modelo. La privatización progresiva de la tierra y la vivienda tiene sus ventajas, pero implica un alto precio: hipotecas a largo plazo, alejamiento de la naturaleza y dominio del gris cemento, estrés, individualismo, una vida excesivamente centrada en la cabeza; falta de tiempo para uno mismo y para los demás, aislamiento en medio de la multitud, desconfianza...

Incluso en países donde la hospitalidad forma parte intrínseca de la tradición este valor tiende a pervertirse una vez que el dinero se convierte en la medida de todas las cosas: el hospitalario nativo observa que el occidental al que invita puede gastar en un día lo que él gana en todo un año.

Lo que se aprende de la hospitalidad

Pero a pesar de esta realidad, seguimos sintiendo la necesidad de arropar y ser arropados por el otro y, en ocasiones, algo nos llama a lanzarnos al camino espiritual ligeros de equipaje para ir al encuentro de nuestra propia alma. 

1. abrir tu corazón

Si nos fijamos, el gesto de albergar a los demás en nuestra casa implica una apertura de corazón, ya que el hogar es la proyección de la persona y su lugar más íntimo, aquel donde uno puede mostrarse tal y como en realidad es.

2. Reconocer al otro

También significa reconocer al otro. El filosofo Jacques Derrida explica que la hospitalidad no se reduce solo a la acogida del otro en la casa, la nación o la propia ciudad: desde el momento en que reconocemos y prestamos atención a otro ser humano ya adoptamos una posición hospitalaria.

3. Confiar

Por otra parte, significa depositar nuestra confianza en nuestro huésped sin importarnos su raza, lengua o costumbres y ofrecerle aquello con lo que nos gustaría ser agasajados a nosotros en su lugar.

4. Salirse de la rutina

Recibir a otra persona en casa obliga asimismo a hacer un alto en la rutina cotidiana, ya que, aunque al día siguiente tengamos que levantarnos temprano, siempre será más estimulante escuchar y conocer con mayor profundidad a un invitado que entretenerse con la televisión o irse a dormir sin más.

5. Vivir el presente

Relajar el control horario y dejarse llevar por una conversación relajada permite ver lo importante que es vivir lo que acontece en el momento presente y lo lejos que muchas veces estamos de ello, mientras que compartir con otra persona sus experiencias, su forma de hacer, la percepción que tiene de las cosas, sus proyectos, sus sueños... ampliará y enriquecerá nuestros conocimientos y opiniones.

6. Mejorar nuestras relaciones más cercanas

Atentos y receptivos, seguramente en los ojos y las palabras de nuestro invitado logremos ver y comprender los distintos matices de su realidad. Pero aunque siempre parece más fácil dejarse embriagar por el exotismo del extranjero, también es posible favorecer el arte hospitalario del cuidado y las muestras de cariño con las personas del entorno más cercano: intentar vivir con calidad más fines de semana con los padres ya mayores, agasajar a aquellos amigos a los que tenemos un tanto descuidados debido al peso de las obligaciones y responsabilidades laborales y familiares, prestar más atención a los hijos...

Retomar la magia del encuentro seguramente empieza por tener una actitud menos perezosa y egoísta y más generosa con los demás, algo que es posible construir día a día desde una posición consciente y voluntaria, en Ia que uno acaba siendo y recibiendo lo que está dispuesto a entregar.

7. Aprender a dejarse acoger

Los niños vienen al mundo desnudos, sin documentos, ropas, ni más propiedades que su propia vida, porque tienen una confianza íntima en que más allá del negro túnel del canal del parto esa madre que hasta ahora les ha dado alimento y cobijo les acogerá y les proveerá del cuidado y amor necesarios para su desarrollo.

De igual manera, en nuestro viaje por la vida, podemos llevar lo justo y confiar que al otro lado del camino, cuando lo hayamos dado todo y estemos exhausto de caminar, habrá alguna persona que nos dé de beber, de comer, nos preste cama y conversación.

Puede parecer un pensamiento ingenuo, pero muchas personas han experimentado situaciones similares, que hacen replantearse los miedos, los prejuicios y la falsa coraza de la autosuficiencia.

Todos necesitamos de los demás, no podemos vivir aislados, e igual que somos capaces de ser hospitalarios debemos dejarnos cuidar.

Para algunas personas eso puede resultar difícil, pues recibir puede ser más difícil que dar (implica molestar al otro, o admitir cierta debilidad...). Pero tras la reticencia inicial, si el que acoge insiste y muestra la veracidad de su disposición, se acaba por aceptar. Al fin y al cabo estamos entrenados desde niños, cuando nuestros padres nos acogían.

Como dice una máxima de la India: "Lo que se hace por ti, permite que se haga. Lo que tú debes hacer, asegúrate bien de realizarlo".

8. Mayor sentido de comunidad

En el ejercicio de la auténtica hospitalidad disminuyen las fronteras y el yo y el tú se convierten en un "nosotros". Se establece entonces una relación de fraternidad y amor perdurable en el tiempo que da un nuevo sentido a la existencia.

UNA MENTALIDAD ABIERTA Y DISPUESTA A AYUDAR

Corren tiempos convulsos en los que, más que nunca, se impone hacer gala de una mentalidad abierta y sin hostilidad. Estas son algunas ideas de cómo cultivar la hospitalidad:

  • Puede acogerse a un niño o niña durante las vacaciones de verano. El pequeño descubrirá un mundo nuevo y será posible ofrecerle lo mejor de que disponemos. 
  • Pasar unas horas a la semana con una persona mayor que vive sola, ayudándola u ofreciéndole amistad, es otra forma de expresar hospitalidad.
  • Diferentes organizaciones como Cruz Roja o Cáritas gestionan el voluntariado en funciones de atención social a inmigrantes como asesoría jurídica gratuita, servicios médicos, alojamiento provisional, atención a bebés... Se puede contactar con ellas para prestar ayuda.
  • Pero en primer lugar, en vez de mirar con recelo deberíamos hacer el ejercicio de abrir más que nunca nuestra mente y nuestro corazón al extranjero con el objeto de que, en la dualidad amor-odio, la balanza acabe cediendo hacia el primer sentimiento.

Quizá sea ése uno de los mayores ejercicios de hospitalidad que podemos hacer actualmente, pues de lo contrario nos quedaríamos en una pura palabrería. 

Lecturas sobre la hospitalidad

  • Jacques Derrida: La hospitalidad. Ed de la Flor.
  • Martí Avila Serra. Una mirada a la amistad. Ed. El Barquero.