Las tecnologías se han hecho imprescindibles y más en estos días de confinamiento. Cada día ocupan más espacio y tiempo de nuestra vida. Sin embargo, ¿somos conscientes de cómo han modificado nuestra forma de relacionarnos con los demás y con la realidad en general? Gustavo Dessal, psicoanalista y autor de Inconsciente 3.0. Lo que hacemos con las tecnologías y lo que las tecnologías hacen con nosotros (Xoroi Ediciones) nos ayuda a reflexionar sobre ello.

Más que nunca en estos días de confinamiento se ha demostrado la gran relevancia de las nuevas tecnologías y cómo están revolucionado nuestra cotidianidad. Las redes sociales, las video-llamadas, las video-conferencias, las aplicaciones de todo tipo, las compras online... se han erigido en nuestra ventana al mundo facilitando el contacto con los demás, el teletrabajo e incluso nuestro cuidado físico y mental a través de las sesiones online con entrenadores, médicos y psiquiatras.

Desde su aparición, han ido modificando nuestras costumbres, maneras de actuar, de pensar, de trabajar, de relacionarnos, de aprender y de entretenernos. Gustavo Dessal, psicoanalista y autor de libros como El retorno del péndulo (Ed. FCE) –escrito junto al prestigioso sociólogo Zygmunt Bauman– o Jacques Lacan. El psicoanálisis y su aporte a la cultura contemporánea (Ed. FCE), nos invita a tomar conciencia de cómo el teléfono móvil, lo primero que vemos al levantarnos y lo último que nos acompaña antes de ir a dormir, nos llega a condicionar.

“La tecnología no es ni buena ni mala, todo depende de cómo se utiliza. Se ha usado para lo peor como manipular las campañas de los políticos y nos está ayudando en este confinamiento. Pero ha diluido nuestra subjetividad en un mar de datos e invito a analizar el uso que cada persona hace de ella, qué necesidades está cubriendo y cómo modifica la comunicación con los demás”, señala Gustavo Dessal.

–¿Qué reflexiones le han surgido sobre el uso intenso de las tecnologías que se ha realizado en estos días de confinamiento?
–Lo que estamos viviendo estos días de confinamiento es un laboratorio para conocer mejor que nunca el beneficio o perjuicio de las tecnologías y me refiero a las tecnologías de la comunicación e ingeniería de datos. Ante el aislamiento social que estamos obligados a mantener, las tecnologías ofrecen la posibilidad de comunicarse, enviar mensajes de audio, realizar videoconferencias, chats, filmarnos a nosotros mismos y enviar los vídeos a familiares y conocidos.

Gracias a las tecnologías, las personas ingresadas en los hospitales han podido contactar con familiares y los familiares con ellos.

En esta pandemia hemos contado con una serie de medios tecnológicos que han paliado el aislamiento, ayudado a mantener el ánimo, a combatir la soledad y a compartir las experiencias. También se ha despertado un enorme deseo de recuperar el contacto con personas de nuestra historia que se habían quedado en el camino, olvidadas. Los “ex” han aparecido así como amigos con los que hacía tiempo que no hablábamos. Ha surgido una avidez de sociabilización.

–¿Tal vez también nos hemos vuelto más adictos a la tecnología?
–Los seres humanos tendemos a las adicciones. Cuando hablamos de adicción pensamos en adicciones a sustancias tóxicas, al juego… Pero cualquiera puede reconocerse adicto a algo y decir: “yo sin esto…”, ya sea el café, la fiesta, la comida, la sexualidad… Podemos tener una necesidad compulsiva de socialización o ser adictos a la soledad.

La tecnología ha permitido realizar consultas médicas y psicoterapéuticas, pero puede haber comportado efectos secundarios como la adicción.

Hay personas constantemente colgadas a las redes sociales, un síntoma de la época en la que uno tiene siempre la incómoda sensación que si no está conectado se está perdiendo algo. Esto es aún más frecuente entre los adolescentes, para quienes el móvil es una prolongación del cuerpo y una parte fundamental de la vida parece estar encerrada en el dispositivo.

Hoy perder un móvil se ha convertido en una pequeña tragedia y cuando desaparece nos sentimos arrojados al caos. La relación que mantenemos con la tecnología produce una forma moderna de alienación de la que no podemos apartarnos.

–¿Cómo ha cambiado la manera de relacionarnos con las personas?
–No es cuestión de demonizar las tecnologías. Incluso quienes sentimos que están a nuestro servicio y no al revés nos descubrimos en una comida o en una reunión mirando el teléfono. “Me impresioné al darme cuenta que el cielo que iPhone me muestra es más bello que el que yo puedo ver con mis propios ojos”, escribió un periodista cuando presentaron un nuevo modelo.

Hay mucha profundidad en esta observación: la realidad de las pantallas se nos antoja más atractiva e interesante que la realidad a la que estamos vinculados de forma directa, la realidad de las pantallas supera en intensidad y dedicación a la comunicación que se mantiene en vivo y en directo.

Sin embargo, a medida que se suman días de confinamiento, crece la necesidad del cuerpo a cuerpo, de tocar, especialmente en nuestra cultura que es muy de piel.

–“Vivimos en la era de descomposición de la subjetividad en el océano de datos”, escribe en su libro.
–Sí porque el famoso “like” tiene una trascendencia inmensa. Detrás de nuestro “like” y de lo que juzgamos positivo toda una tecnología de algoritmos se ponen en marcha y recoge datos e información sobre nosotros. La capacidad de obtener datos a partir de nuestras acciones en las redes es cada vez mayor.

Además, para mucha gente el reconocimiento que obtiene en las redes cobra una enorme importancia y esto es un fenómeno de alienación: la persona se entrega al juicio de los demás. Siempre nos afecta lo que opinan los demás de nosotros, pero ahora se ha multiplicado de forma exponencial.

Especialmente entre la gente joven ser aceptado o ser excluido en una red social cobra unas grandes dimensiones.

Cuando se sienten cuestionados, rechazados y criticados en las redes sociales –y especialmente por sus compañeros de la clase que suelen estar en las redes– significa una tragedia. En este sentido los adolescentes son un colectivo muy vulnerable porque atraviesan una fase de inseguridad respecto a su imagen y respecto a sus convicciones por lo que su aceptación o rechazo en las redes adquiere un enorme valor para ellos.

–También les ocurre a muchos adultos preocupados por su “marca personal”…
–Efectivamente algunas personas necesitan validar su existencia a través del reconocimiento que obtienen en las redes sociales. Incluso muchos adultos han dejado de confiar en su sentido común. Antes una madre primeriza llamaba a su propia madre para pedir consejo y eso la desangustiaba. Ahora acude a internet para resolver las dudas sobre la crianza de los hijos.

Ciertos padres consultan cómo ejercer su parentalidad a Google, es la “parentalidad Google”.

Se ha realizado una transferencia de sabiduría a los buscadores y no todo el mundo tiene criterio para discernir la información que encuentra. Esto también supone una disolución de la subjetividad y una entrega a la tecnología de aspectos muy importantes de nuestra vida.

–Mucha gente conoce a su pareja en la red.
–Las primeras aplicaciones de citas se crearon para personas de una cierta edad que habían tenido complicaciones en su vida sentimental y a quienes no les era fácil frecuentar círculos en los que encontrar una pareja de su edad. Pero esto ahora ha cambiado y encontramos veinteañeros utilizando aplicaciones para conocer gente.

Es un cambio impresionante. ¿El resultado? Algunos y algunas han encontrado en la redes la pareja con la que se han casado y otros solo han cosechado disgustos y desprecios. Este método se presta muchísimo a desaparecer y fomenta la falta de compromiso, lo que ha transformado la manera en la que nos vinculamos con los demás.

La gente sigue queriendo una pareja, pero las redes dificultan la creación de vínculos duraderos, lo que agrava el sentimiento de “que difícil es todo en esta época”.

–¿Con el difundido y abusivo uso del WhatsApp y de emoticonos también ha cambiado la forma de comunicarnos?
–Sí. Antes nos llamábamos por teléfono y ahora no lo hacemos sin antes preguntar por WhatsApp si podemos. Es una regla de etiqueta como la de llamar antes de visitar a alguien. Y, en lugar de hablar, mandamos mensajes escritos, lo que puede ayudar a decir al otro lo que uno no se atreve a mencionar más directamente.

Con el WhatsApp uno llega a situaciones absurdas como hablar con otra persona que está en la habitación de al lado para no levantarse. Se llegan a tener largas conversaciones por escrito de manera que se ha producido un deslizamiento y se dice: “Estuve hablando con fulanito...” cuando en realidad se estuvieron escribiendo. Es un deslizamiento semántico notable porque la voz nos compromete más y la presencia cuando hablamos por teléfono es muy diferente a la del WhatsApp, donde podemos no responder de inmediato, pensar y repensar las respuestas…

Es un tipo de comunicación muy distinta. Y toda comunicación humana está atravesada por el malentendido. Cada palabra posee un significado común y un significado íntimo para cada persona relacionado con su historia. Así, una palabra puede tener una connotación para quien la utiliza y otra muy distinta para quien la escucha lo que es causa de malentendidos y aún más vía WhatsApp o email.

De ahí la necesidad de emoticonos para crear un contexto y para suplir el tono de la voz al cual no tenemos acceso. Un "no sé" puede ser una respuesta agresiva, de perplejidad o de amabilidad... Pero la decodificación del mensaje puede ser muy distinta para el receptor y diferir de la intención del emisor.

–¿Las redes y las tecnologías han provocado en todos nosotros un cierto déficit de atención?
–Hoy día todos sufrimos en mayor o menor medida un déficit de atención porque estamos sometidos a la posibilidad de realizar distintas cosas simultáneamente. Todos somos multitarea y cuesta mucho centrarse en una sola cosa cuando nos salta un mensaje de WhatsApp, un email, una notificación…

No son pocos a quienes les resulta muy difícil leer un libro entero.

Se puede pasar horas delante una serie, sin embargo para otras cuestiones su concentración no resiste más allá de unos minutos. Se ve en las conferencias: la misma persona que antes captaba la atención del público durante una hora y media ahora a los 45 minutos el público se siente excedido.

Es a causa de la aceleración en la que estamos inmersos, nos hemos vuelto impacientes y nos hemos acostumbrado a la inmediatez. Se tiende a la impaciencia. Es difícil mantener una disciplina en la cual uno se diga: “Voy a desconectarme de todo aquello que me puede interrumpir, aunque sea una hora”. Hace falta vencer el sentimiento de “me voy a perder algo”. Los americanos lo denominan el FOMO (Fear Of Missing Out), el miedo a perderte algo mientras estamos desconectados. Ese fenómeno también es una epidemia.

–Menciona la enorme necesidad de deslizar hacia abajo la pantalla del móvil.
–Tristan Harris, un ingeniero que trabajó en Google, lo explica con gran sencillez: "Cada vez que deslizas hacia abajo la pantalla es como una máquina tragamonedas. No sabes lo que va a aparecer. Lo que lo hace tan compulsivo es precisamente la posibilidad de la decepción”. Pero no somos conscientes de ello.

En el transporte público se puede observar: es continúo este gesto de refrescar la pantalla del móvil y de estar todo el tiempo mirándola. La gente chequea el móvil cada 15 a 20 segundos y eso efectivamente es una adicción transversal a todos los sectores sociales y edades.

–¿Somos auténticos en las redes?
–En las redes todos tenemos la capacidad de crear un avatar que, aunque deseemos que sea lo más sincero posible, no deja de ser un avatar y tampoco elegimos una foto cualquiera. A menudo son fotos retocadas que, por otra parte, reflejan mucho de nosotros mismos.

También me sorprende esta dualidad de la gente que se escandaliza porque se vulnera la privacidad cuando somos los primeros en exponer nuestra intimidad a la luz pública. Pecamos de cierto victimismo cuando hemos sido los primeros en entregar todos los datos. ¿Con qué pensábamos que se pagaban estas tecnologías gratuitas? Nosotros somos la mercancía y el producto y nos estamos vendiendo.

–Entonces, ¿cuál sería su consejo?
–En mi trabajo lo último que hago es dar consejos. No se trata de dar una visión catastrófica ni moralista del uso de las tecnologías, solo me parece importante conversar sobre estos temas para ser conscientes del uso que hacemos de ellas y que cada uno se pregunte sobre el servicio que le está dando, qué obtiene de ello, si está abusando de su uso, de qué se está escapando con este abuso…

Hay quienes están tan inmersos en el mundo tecnológico que no saben cómo enfrentarse a la realidad. Conocen una persona en un chat y después no saben qué hacer al encontrarse con ella en el mundo real, algo que tarde o temprano ocurrirá. Utilizan el mudo virtual para no abordar las dificultades y compromisos que conlleva la realidad.

Hay que entender qué hay en cada caso detrás de la dependencia patológica a las pantallas, al móvil, al Whatsapp. En la clínica vemos de todo, desde cómo se va alterando la capacidad para concentrarse hasta el buen uso que se hace de las tecnologías.

–Muchos padres están preocupados por el uso que hacen sus hijos de las tecnologías.
–Sí, y a ver cómo nos recuperamos de estos días de confinamiento en los cuales naturalmente ha sido difícil regular el uso de los dispositivos en los niños y adolescentes, la gran fuente de entretenimiento… En nuestra época es complicado decidir cuándo es mejor momento para que un niño tenga su primer teléfono móvil y la edad va descendiendo por la presión que reciben los padres.

Antes era impensable que alguien tuviera un móvil antes de estar en condiciones de viajar solo. Era un criterio para medir la edad para darle un móvil a un niño. También hay que entender que a veces retirar el teléfono o el ordenador a un joven es apartarlo de una parte fundamental de su mundo, troncharle una parte vital de su existencia y los padres no entienden que para los adolescentes la vida se juega en buena medida ahí.

Se trataría de inculcar otros intereses y actividades a niños y jóvenes, pero los padres llegan a casa agotados. Todo está interconectado y se deriva de la sociedad del agotamiento en la que estamos inmersos. Incluso los supuestamente triunfadores son víctimas del cansancio producido por su propia ambición.

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