Saber lo que pensamos sobre alguien o algo nos proporciona seguridad y nos permite guiar nuestras reacciones –el origen del término juzgar, en hebreo, significa justamente "dirigir" o "guiar".

Cuando calificamos a una persona de honesta o deshonesta, de valiosa o despreciable, en realidad estamos decidiendo la forma en la que nos relacionaremos con ella. Del mismo modo, cuando calificamos de peligrosa una determinada situación, nuestra actitud y reacciones quedan condicionadas por esa visión.

Juzgar proporciona, por lo tanto, la sensación de pisar terreno firme. Pero al mismo tiempo nos aleja del mundo. Desde el momento en que etiquetamos la realidad dejamos de observar lo que sucede para fijarnos solo en la etiqueta. De algún modo, al trazar una línea de separación entre nosotros y el mundo, establecemos dónde está el campo de batalla.

Sin embargo, nuestro juicio es una frontera que nos aleja de la realidad, porque no nos permite sumergirnos directamente en ella.

Juzgar lleva a prejuzgar

Otro de los grandes peligros de emitir juicios es que se llega a juzgar incluso antes de que las cosas hayan sucedido. El prejuicio es la falsa seguridad de que alguien va a actuar de cierta manera solo por su condición o procedencia.

En nuestro mundo globalizado existen prejuicios sobre el país de origen de una persona, sobre la clase social, la religión o incluso su opción sexual. Tal como indica la etimología, el prejuicio nos sitúa en la antesala del juicio: emitimos la condena antes de conocer los hechos.

Los prejuicios también actúan de filtro en las relaciones con las personas cercanas a nosotros. El miedo a que alguien o algo nos hiera puede acabar precipitando los acontecimientos (en psicología se habla de la profecía que se autocumple), como ilustra la ya famosa "historia del martillo" de Paul Watzlawick.

Un hombre quiere colgar un cuadro pero se da cuenta de que le falta el martillo.

Piensa en pedírselo al vecino, pero en la escalera empieza a hacerse cábalas sobre si accederá o no.

Recuerda que le ha mirado de forma extraña en el ascensor y llega a la conclusión de que le tiene manía y de que, a diferencia de él, jamás le prestará el martillo.

En la cumbre de todas estas elucubraciones, cuando el vecino finalmente abre la puerta respondiendo a la llamada, el primero le grita: "¡Quédese con su martillo, zopenco!"

Esta pequeña fábula muestra qué ocurre cuando desplazamos el centro de gravedad de los hechos y personas a las opiniones y prejuicios que tenemos sobre ellas. Alguien que piensa como el hombre del martillo difícilmente podrá vivir con los demás de manera espontánea, porque sus expectativas sobre las cosas se erigen como muros que no le permiten mirar más allá de sus límites mentales.

Jiddu Krishnamurti decía: "Mientras haya mediador no habrá mediación", lo cual viene a significar que asumir la posición de observador nos impide observar el mundo de manera fértil.

Como las partículas que, en los experimentos de mecánica cuántica, modifican su comportamiento al ser observadas, también el juicio acaba afectando a lo juzgado.

Liberarse de prejuicios: el poder de la aceptación

Por esa misma razón, cuando dejamos de juzgar, experimentamos una gran libertad: de repente el mundo ya no se reduce a la idea o expectativas que tenemos de él.

Partiendo de la base de que al mirar la realidad la teñimos de nosotros mismos, la finalidad última de la meditación es conseguir ver -y verse- sin que intervengan las opiniones ni los prejuicios.

Cuando dejamos de juzgar en el tren, en una cola, en el trabajo, en el hospital, de repente nos invade un amor incondicional hacia la humanidad y la vida. Descubrimos que no estamos separados del mundo, sino que todos remamos en el mismo mar azotado por las turbulencias en busca de la felicidad.

Al comprender que, en esencia, el otro tiene las mismas necesidades que nosotros -de amor, seguridad, reconocimiento- desaparece la diferencia entre "jefes" e "inferiores" y nos unimos a un magma común en el que cada ser humano puede manifestar todo su potencial.

¿Por qué cuesta tanto no prejuzgar?

En una sociedad tan intelectualizada como la nuestra es difícil vivir al margen de los juicios. Desde pequeños en la escuela ya nos están valorando y calificando. La pregunta sería: ¿qué nos lleva a juzgar de forma enfermiza?

Cada juicio nos ofrece la falsa tranquilidad de que hemos cerrado una puerta, confiere la sensación de que estamos protegidos y en posesión de la verdad.

No obstante, si somos capaces de identificar los detonantes del acto de juzgar lograremos disolver esa frontera entre nosotros y el mundo:

  • Inseguridad. Cuando tememos no estar a la altura de las circunstancias, un juicio rápido nos sirve de muleta. Cimentar lo que opinamos sobre algo o alguien nos libera del esfuerzo que supone comprender lo que es diferente a nosotros.
  • Complejo de inferioridad. Así como muchas personas acomplejadas compensan su baja autoestima con una conducción agresiva, detrás de muchos juicios de conductas ajenas hay el miedo a juzgarse a uno mismo, porque inconscientemente la persona se siente en desventaja.
  • Furia contenida. El poso de amargura que deja haber sido tratado injustamente, sobre todo en la infancia, hace que reproduzcamos las mismas actitudes que nos hicieron sufrir. Así, una persona que ha tenido un padre excesivamente autoritario se desquita erigiéndose, en la edad adulta, en juez sobre el mundo.
  • Miopía emocional. La costumbre de mirarse el ombligo puede derivar en una incapacidad para entender lo que sucede alrededor. Cuando las personas que nos rodean se convierten en un mundo extraño y amenazador, el juicio se convierte en una barrera protectora.
  • Rigidez. Los individuos que juzgan por sistema suelen tener dificultades para adaptarse a los cambios. Desde el inmovilismo que promueve actuar como juez, antes prefieren alfombrar el mundo entero que calzarse unos mocasines.
Elegir el amor y no juzgar

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5 acciones para no juzgar

Liberarse de etiquetar a los demás permite mirar la realidad sin filtros y brinda una mayor compenetración con el mundo.

  1. Cultiva la empatía. El antídoto más efectivo contra el hábito de juzgar es ponerse en el lugar del otro. Cuando abandonamos nuestro pedestal y miramos el mundo desde una situación que no es la nuestra accedemos a una comprensión profunda y espontánea de la vida.
  2. Limpia tu mirada de prejuicios. Antes de opinar sobre cualquier cuestión, visualiza la lente con la que miras el mundo. Examina si contiene impurezas - prejuicios- que enturbian tu visión. Trata de contemplar lo que sucede sin que intervenga el intelecto.
  3. Escucha activamente. Los que juzgan por sistema no suelen escuchar a su interlocutor, ya que antes de que este haya terminado ya están analizando, diseccionando, buscando los puntos débiles en el discurso y formándose una opinión. Al prestar atención absoluta a lo que nos están diciendo, desaparece la urgencia de juzgar.
  4. Relativiza los contratiempos. Cuando el mundo parece ponerse en contra nuestra nos sentimos tentados a criticar y censurar. Sin embargo, en lugar de dejarse arrastrar por esta actitud que no aporta so-' luciones, conviene aceptar que cada día tiene su signo. Para ganar tranquilidad puede ser útil decirse: "Esto también pasará".
  5. Separa el hecho de la persona. Si alguien se comporta de manera contraria a nuestros intereses, nos sentimos tentados a etiquetarle de manera negativa. Un primer paso para no juzgar es valorar solo el acto en sí, sin caer en calificativos morales. Antes de condenar a una persona, es preferible dialogar con ella para conocer los motivos que la han llevado a actuar así.

Libros para ampliar las miras más allá de los prejuicios

  • Conciencia sin fronteras; Ken Wilber. Ed. Kairós
  • El arte de amargarse la vida; Paul Watzlawick Ed. Herder
  • El proceso; Franz Kafka. Ed. Alianza