Los bebés humanos nacen con una programación genética que les ayuda a adaptarse a su entorno.

Así, en los genes están planificados una serie de procesos de maduración física y neurológica que se suceden a medida que el bebé crece y gracias a los cuales, los niños van adquiriendo autonomía. Por ejemplo, hitos como sentarse erguidos, gatear, caminar o correr favorecen, de forma progresiva, la independencia física de los pequeños.

En estos aprendizajes físicos, para que las criaturas se desarrollen sanas, la única función de los padres debe ser la de no entorpecerles.

Los niños necesitan experimentar, por sí mismos, en un entorno seguro para perfeccionar estos avances y desarrollar los músculos y las redes neuronales implicadas en ellos. En estos casos, el papel del adulto debe limitarse a dejarles practicar para que sean ellos los que, siguiendo su propia programación, maduren.

Los niños siempre necesitan tu atención

No obstante, a pesar de que estén inmersos en un proceso de autorregulación, nunca se debe olvidar que los niños pequeños, para sentirse seguros y atreverse a probar nuevos movimientos, siempre necesitan saber que sus padres o cuidadores están cerca.

Este tipo de hitos autorregulados se producen en procesos físicos programados en nuestra especie, tales como mamar, dormir, andar o hablar. Sin embargo, en otros tipos de aprendizajes madurativos como puedan ser el emocional o el social, la cuestión se vuelve mucho más peliaguda.

Los pequeños requieren años de práctica acompañada y supervisada por adultos –principalmente sus padres– equilibrados y maduros para lograr convertirse en personas autónomas e independientes, capaces de desenvolverse con soltura en la complejidad del mundo social.

Las consecuencias del "dejar hacer"

Los niños a los que no se les acompaña emocionalmente o cuyos padres no intervienen en las riñas que pueden tener con sus amigos o compañeros (incluso cuando es evidente que están sufriendo situaciones de abuso de poder) crecen con un profundo sentimiento de soledad y abandono.

La intención de estos padres al dejarles solos es que ganen autonomía. Sin embargo, lo que consiguen al no intervenir es que sus hijos crezcan mucho más sumisos y dependientes. Estos niños experimentan un gran sentimiento de desamparo y muchos de ellos no dejan de preguntarse en su interior dónde están sus padres o por qué no merecen ser defendidos.

Para que los niños crezcan sanos y se conviertan en adultos seguros de sí mismos e independientes necesitan haberse sentido acompañados y protegidos por sus padres en su niñez.

Los padres, por acción o por omisión, ejercen de modelo emocional para sus hijos. Ellos son los que enseñan a los pequeños la forma de comunicar sus emociones, de gestionarlas y de resolver sus conflictos.

Si los adultos están atentos a los juegos de los niños e intervienen cuando observan posibles situaciones de abuso de poder, pueden ayudar a que cada parte exponga su punto de vista para que, entre todos, hallen una solución equilibrada.

Cuando sean algo más mayores, serán ellos mismos los que construyan un ambiente de respeto en el que resolver sus diferencias desde la empatía y sin ningún tipo de abuso. Pero hasta llegar a este punto es necesario que los padres ofrezcan un modelo sano.

Un niño que se sabe protegido se siente libre para experimentar y desarrollarse sin miedo, mientras que un niño que no se ha sentido amparado, crecerá refugiándose en sí mismo para protegerse y, probablemente, de adulto será una persona insegura y cohibida.

¿Cuándo debemos intervenir en un conflicto entre niños?

Esta idea choca con la visión de algunos psicólogos, educadores o padres que, extrapolando la idea de la autorregulación, proponen una versión de la crianza en la que el adulto no interviene en las situaciones de conflicto. Sostienen que los niños maduran y ganan independencia dejando que ellos solos resuelvan sus discusiones.

Sin embargo, esta es una interpretación problemática del proceso de desarrollo de los niños, puesto que se produce una confusión entre la autonomía física (donde los niños apenas necesitan apoyo adulto) y la autonomía emocional (en la que los mayores sirven de modelo a los pequeños).

Cuando los adultos no intervienen en los conflictos entre niños, lo que suele suceder es que en el grupo acaba imperando la ley del más fuerte. El más alto o el mayor impone su opinión y acaba por ganar la discusión.

De esta forma, los fuertes aprenden que ejerciendo su poder consiguen sus objetivos; y los más pequeños o débiles se acostumbran a someterse y a no protestar.

Desde luego, este no es ni un aprendizaje saludable para los niños ni un modelo sano de resolución de conflictos para extrapolar a la sociedad. Si queremos proporcionarles recursos para el futuro, será preferible seguir estos cinco consejos, que nos indicarán cuándo y cómo debemos mediar en caso de conflicto:

Observemos si sufren mientras juegan

Los padres y educadores tenemos que estar atentos a los juegos de los niños para observar el estado emocional de cada uno de ellos. Si alguno da muestras de no estar a gusto o si nos percatamos de situaciones de abuso de poder, debemos intervenir para mediar y, entre todos, hallar una solución al conflicto.

Si hay abuso, tratemos de mediar

Un niño acompañado y sostenido emocionalmente en situaciones de conflicto o de peligro se sentirá querido, valorado y valioso, lo que fortalecerá su autoestima y la imagen que elabore de sí mismo. Ya de adulto se convertirá en una persona que confiará en sí misma, al igual que en el pasado sus padres confiaron en él.

Enseñémosles a solucionar sin ser agresivos

Nuestro ejemplo resulta fundamental para que los niños aprendan a gestionar sus conflictos de forma saludable. Si nuestros hijos observan cómo les defendemos de manera asertiva, ellos aprenderán a gestionar sus emociones y defenderse de forma equilibrada, sin necesidad de atacar, gritar o violentar a los demás.

Resolvamos las situaciones con empatía

Un modelo sano de gestión de conflictos es aquel basado en el diálogo, la negociación, desde la empatía, la comprensión, el sosiego, la asertividad y la cooperación. Dejar de lado el antagonismo, los prejuicios y la competitividad resulta esencial para alcanzar un acuerdo respetuoso para todas las partes.

Defendámoslos también de otros adultos

Con frecuencia, los adultos que rodean a los niños se muestran irrespetuosos con ellos. En estos casos también es necesario que intervengamos para que nuestros hijos se sientan protegidos y para evitar el abuso de poder que se esté produciendo. Hablar con su maestro, un pariente, un monitor, se torna imprescindible cuando detectamos un comportamiento desconsiderado o problemático por parte de un adulto hacia nuestros hijos.