De repente, el paisaje ha cambiado. Las noches se han vuelto más solitarias, los amaneceres, a veces, más hermosos; muchas semanas han arrancado con un cielo cubierto de nubes y un silencio inquietante. Un vendaval inesperado ha segado vidas, ha roto sueños, ha interrumpido abrazos. Pero también ha abierto espacios que deberían permitir reorientar el rumbo del mundo, los caminos de nuestras vidas.

Un vendaval inesperado ha segado vidas, ha roto sueños, ha interrumpido abrazos.

Ahora que el frenético ritmo del mundo se detuvo, o casi, conviene preguntarnos a dónde íbamos con tanta prisa.

Momento de tomar conciencia

Corríamos apresuradamente hacia el abismo del caos climático, destruyendo todo tipo de ecosistemas, degradando las raíces de la vida. Lo sabíamos, y respondíamos con pequeños parches y, sobre todo, con grandes dosis de distracción. Receta perfecta para el desastre: corriendo hacia el abismo y todo el mundo pendiente de la última nimiedad en la pequeña pantalla del móvil. (La pequeña pantalla era antes la televisión, en contraste con la gran pantalla de la sala de cine.)

No pocas personas informadas empezaban a hablar en voz baja de colapso de la civilización (empezando quizá ya en esta década). Otros hablaban de extinción (extinción de la humanidad, algo de lo que no se hablaba desde lo peor de la guerra fría).

Y en eso la carrera acelerada hacia el abismo se detiene. Y tenemos, al menos, la oportunidad de tomar conciencia de dónde estamos, a dónde íbamos y a dónde queremos ir.

La naturaleza como espejo

En las ciudades desaparecen los turistas y aparecen jabalíes en Barcelona, osos en pueblos asturianos o elefantes en ciudades indias. El velo de ruido y toxinas que habíamos impuesto sobre el mundo se vuelve más tenue. El aire está más limpio y los pájaros rememoran el edén: se multiplican, cantan más, incluso cantan mejor.

Tenemos, al menos, la oportunidad de tomar conciencia de dónde estamos, a dónde íbamos y a dónde queremos ir.

La naturaleza parece celebrar el cambio repentino de actitud de los humanos. "¿Qué les pasa? ¿Se han vuelto por fin civilizados?", se preguntarían todo tipo de animales si tuvieran un lenguaje como el nuestro. Porque la barbarie narcisista que habíamos construido difícilmente podía llamarse civilización. Durante su estancia en Inglaterra le preguntaron a Gandhi: "¿Qué opina de la civilización moderna?". Respondió: "Sería una buena idea".

Camino hacia lo desconocido

Estamos cruzando un umbral que nos lleva a un mundo desconocido. Siempre hemos estado cruzando un umbral, porque la vida es incertidumbre.

El bardo, el estado intermedio que la filosofía tibetana describe entre la vida y la muerte y entre una vida y la siguiente, también se da entre cada instante y el siguiente. Pero hace tiempo que venerábamos la certeza y el control más que el latido espontáneo de la vida. Y eso tenía que cambiar.

Hemos ido demasiado lejos en nuestro afán de controlar y colonizar la naturaleza. Hemos convertido el mundo en una suma de objetos listos para ser clasificados, poseídos, manipulados y consumidos. Pero la visión del mundo como algo objetivo, controlable y separado se quedó hace décadas sin base teórica.

Siempre hemos estado cruzando un umbral, porque la vida es incertidumbre.

Lo mejor de la ciencia contemporánea revela que el afán de certeza absoluta es un espejismo (la teoría del caos muestra que hay un núcleo de impredecibilidad en todo sistema físico de más de dos cuerpos; si vamos más allá de lo físico, la impredecibilidad es todavía mayor).

Abrazar la vida es lanzarse a la piscina del mundo, soltar lastre, asumir riesgos, abrazar la incertidumbre, saltar y confiar en que si caes te sostendrá algo mayor que tú: la comunidad, la vida o la inteligencia de la realidad, la inteligencia que late en el fondo del mundo y de ti (unos la llaman luz, otros la llaman tao, 'camino', o dharmakaya, 'naturaleza búdica').

El verdadero virus: la estupidez humana

El patógeno más mortífero que ha existido sobre la Tierra, en todas las épocas, es la estupidez humana. Es decir, la mezcla de lo que la psicología budista identifica como los tres venenos que emponzoñan nuestras mentes y por ende nuestras vidas: la ignorancia, la codicia y la malicia (las tres acaban en CIA).

De la combinación letal de estos tres venenos surgen las guerras, todas las formas de opresión y todas las formas de destrucción de la armonía de la vida.

Este virus que nadie entiende es en parte hijo de la naturaleza y en parte hijo de la estupidez humana.

La estupidez humana causa más víctimas que cualquier terremoto. Incluso el virus del que todo el mundo habla y nadie entiende ("se busca, vivo o muerto", decían los carteles del sheriff, pero un virus no es un ser vivo ni un ser inerte, sino una incógnita que ningún virólogo sabe acabar de despejar), incluso este virus es en parte hijo de la naturaleza y en parte hijo de la estupidez humana.

Hijo de la destrucción de ecosistemas, que hace que multitud de criaturas se vean expulsadas de sus hábitats y, bajo condiciones estresantes, acaben transformándose, combinándose en cócteles sin precedentes, desmadrándose de la madre Tierra.

Hijo acaso de formas aún peores de estupidez, como la que lleva a experimentar con virus en laboratorios (¿a quién se le ocurre experimentar con algo incógnito e incontrolable?).

Ante los patógenos de la naturaleza, no hay mejor prevención y remedio que preservar el equilibrio ecológico. Ante el patógeno de la estupidez humana, no hay otro remedio que una transformación de la consciencia, un despertar personal y colectivo que nos lleve a otra forma de vivir y de ser.

Terreno abonado para el totalitarismo

Es propio del sistema intentar controlar los movimientos e incluso los pensamientos de las personas. Totalitarismo digital: todo movimiento con un móvil y toda palabra ante una pantalla quedan registrados en gigantescos almacenes de datos con los que ningún tirano podría haber soñado.

En 1948, George Orwell escribe 1984. Describe una sociedad asustada, regida por el pensamiento único y el control de la información. De 1948 a 1984 van treinta y seis años.

Treinta y seis años más y llegamos a 2020. A veces no se acierta a la primera.

Los intereses farmacéuticos

La Constitución de la Organización Mundial de la Salud afirma, en su primera página, que la salud no es "la mera ausencia de enfermedad" sino "un estado de pleno bienestar físico, mental y social". Eso quiere decir que no hay verdadera salud sin una sociedad sana y sin una Tierra sana. Pero desde que se escribieron estas palabras ha llovido mucho, o acaso ha crecido mucho la industria farmacéutica.

En los últimos años a la OMS ya se la ha pillado varias veces gritando que viene el lobo, el lobo de una pandemia que no era.

Y no por casualidad la industria farmacéutica se ha vuelto sospechosa de poner los intereses económicos por delante de la salud de las personas. Eso no significa que en este momento esté actuando con mala fe. Pero no son pocas las religiones que han entrado en declive a causa de sacerdotes corruptos. Dicen que en el hinduismo se rinde culto a la Vaca. ¿Ocurrirá lo mismo con la Vacuna?

No hay verdadera salud sin una sociedad sana y sin una Tierra sana.

La revolución pendiente

Exactamente un año antes de ser asesinado, el 4 de abril de 1967, en una conferencia en Nueva York, Martin Luther King afirmó que necesitamos "una revolución radical de los valores" y que "tenemos que iniciar rápidamente el paso desde una 'sociedad orientada a las cosas' a una 'sociedad orientada a las personas'". Deberíamos hacerlo "rápidamente", decía hace más de medio siglo.

Aunque en algunos aspectos hoy prestamos más atención a las personas, en general vivimos en un mundo mucho más obsesionado con el consumo y con las cosas. En cualquier caso, la necesidad de esa revolución de los valores sigue ahí.

También sigue teniendo hoy validez otra cosa que Martin Luther King decía: cada persona, en cada momento, ha de decidir si quiere caminar en la luz del altruismo creativo o en la oscuridad del egoísmo destructivo.

Sabemos a dónde lleva un camino y otro.

Mirar hacia dentro

Ante el desplome de muchas de las expectativas en el mundo exterior, queda la opción de profundizar en el mundo interior. Nuestro mundo interior está influido por el mundo exterior.

Pero más importante es saber que nuestro mundo exterior también refleja nuestro mundo interior: nuestras intenciones y actitudes condicionan nuestra percepción y nuestra experiencia. Vivir un confinamiento con una mente agitada o con una mente en paz son dos experiencias radicalmente distintas.

Aprender a cerrar la puerta al exceso de noticias y al aluvión de nimiedades. Y, con esa puerta cerrada, profundizar en el silencio interior. Escuchar el aquí y ahora.

Vivir un confinamiento con una mente agitada o con una mente en paz son dos experiencias radicalmente distintas.

Dos de los poquísimos políticos admirables que ha visto el mundo en las últimas décadas, Nelson Mandela y José Mujica, se transformaron a través de terribles periodos de confinamiento.

Transformaron aquella oscuridad en luz.

¿Necesitamos a los virus como necesitamos a las bacterias?

Un virus no es una bomba que explota donde cae. Es un ser dinámico que tiene un ciclo de diversas fases y que se manifiesta de maneras muy diversas según el medio y el contexto. No es exactamente un ser vivo ni un ser inerte, pero es indiscutiblemente un fragmento de la red de la vida (como lo son las proteínas).

  • Los virus, como las bacterias, se descubrieron asociados a enfermedades, pero desde hace muchos años sabemos que las bacterias son esenciales para la vida: sin ellas no podríamos, por ejemplo, hacer la digestión (como es sabido, el principal problema de los antibióticos es la destrucción de bacterias benéficas). Con los virus ocurre tres cuartos de lo mismo.
  • Cuanto más avanza la ciencia, más nos damos cuenta de que los virus también están presentes, para bien, en muchas de las funciones básicas del organismo humano y de todo organismo sano.
  • En un gotita de agua de mar (0,05 ml) que nos salpica en la playa hay medio millón de virus. En los océanos hay una cantidad astronómica de virus (del orden de 10 elevado a 30): la prodigiosa autorregulación química y biológica de los océanos sería imposible sin ellos. Y sin la vida de los océanos no habría vida sobre la Tierra.
  • Sin duda, debemos protegernos de los patógenos. Pero no todo lo que es invisible es patógeno.
  • Todo organismo sano es una simbiosis con una multitud de microorganismos (microbioma) y virus (viroma) que cohabitan con él, y con otros tantos que continuamente entran y salen de él. Cada vez más, nos damos cuenta de que los organismos no son seres singulares sino holobiontes, enormes comunidades simbióticas. Desde que existe la vida, no somos individuos atómicos sino seres simbióticos.