La adicción es la forma más invisible de violencia. Produce estragos impresionantes. Nos sentimos como bebés imposibilitados para hacer algo a favor nuestro. Estamos poseídos por un “otro” que decide hacer con nuestra vida lo que se le antoja. Ese “otro” puede ser el alcohol o el dirigir la oficina.

Así como nuestra madre hizo lo que quiso y lo que pudo cuando éramos bebés y no teníamos ni voz ni voto para decidir nuestra vida, ahora la sustancia a quien le otorgamos todo el poder de decisión “hace lo que quiere” con nosotros. Y se apropia también de todo el territorio emocional, con “su” deseo diferente a “nuestro” deseo, que se queda, una vez más, sin lugar para existir.

Infancia: el origen de la dicción al otro

Cuando somos bebés, llegamos al mundo esperando encontrar el mismo nivel de confort que hemos experimentado en el vientre de nuestra madre; es decir, alimento permanente, cobijo permanente, cuidados permanentes y contacto corporal permanente. Cuando necesitamos mamar, lo necesitamos ya. La necesidad aparece de un segundo al otro y abarca la totalidad de nuestro ser. Vivimos cada necesidad con la esperanza de obtener consuelo y calma sin tener que esperar. El tiempo duele.

Los bebés son totalmente dependientes de los cuidados maternos, por eso merecen obtenerlos de inmediato.

Por otra parte, de bebés no percibimos el mundo externo, no hay un “otro”: solo existen el propio deseo, la clave de nuestra supervivencia, y una madre, que vivimos como una“extensión” de nuestra persona, pues provee y calma nuestras necesidades de manera continua.

Ahora bien, cuando siendo bebés no obtenemos lo que necesitamos (brazos, calor, mirada exclusiva, atención permanente, contacto corporal, leche, movimiento, palabras y presencia constante), nos desesperamos. A medida que vamos creciendo y probando diversas estrategias para obtener lo que necesitamos, nos volvemos cada vez más voraces, mientras desconfiamos de la abundancia de amor y cuidados. Vamos perdiendo las esperanzas de recibir leche materna o brazos cariñosos, pero nos conformamos con algo que los sustituya.

Ya no importa qué sustancia o alimento incorporemos, lo que importa es introducir algo, lo que sea, que nos calme.

Poco a poco, el acto mismo de incorporar se convierte en primordial. Dirigimos todo nuestro interés en devorar lo que sea, lo más rápido posible, antes de que se acabe y sintamos la carencia. Pero la sentiremos igual, porque lo que necesitábamos originalmente (la presencia de mamá) ya lo hemos olvidado, aunque sigue operando en las profundidades de nuestro ser.

¿Qué demanda nuestro niño interior?

Normalmente pedimos aquello que sabemos que los adultos están dispuestos a ofrecer; por lo tanto, depende de la modalidad familiar. Pediremos juguetes, comida, zumos, chocolates... y si tienen un valor positivo para los adultos, nos los ofrecerán. En algún momento, los adultos se desorientan, porque, aun habiendo obtenido los chocolates, no nos quedamos satisfechos. Esto sucede porque no hemos logrado satisfacer nuestra necesidad original, ya largamente olvidada.

A medida que crecemos, nuestras falsas –e imposibles de satisfacer– necesidades irán en aumento.

En nuestra sociedad de consumo se tornan muy difíciles de identificar, porque estamos todos comprometidos en un sistema en el que creemos que, para vivir, necesitamos innumerables objetos. Cuando somos niños y pedimos amor y presencia, obtenemos televisión o videojuegos durante horas. Nadie detecta que algo va mal. Ni cuando sentimos que no podemos vivir sin los objetos que deseamos.

En esa instancia, la explicación que encuentran los adultos es que “necesitamos límites” porque tenemos “demasiado”. Puede que de niños estemos inundados de juguetes, pero carecemos de “mamá”: nos falta lo más vital y prioritario con relación a las necesidades básicas de un niño. Y compensamos esas necesidades básicas desplazándolas hacia modalidades aprobadas socialmente.

El consumo de azúcar, golosinas, bebidas artificiales, televisión y videojuegos organizan hoy en día el modo en que los niños pequeños obtienen satisfacción.

Como bebés, sentimos que morimos sin una presencia maternante. Si elegimos la adicción –la introducción compulsiva de una sustancia o un objeto cualquiera– como mecanismo de supervivencia, seguramente podamos acomodarnos por el momento. Cuando llegamos a la edad adulta, perpetuamos este modo devincularnos con los objetos o con los demás: sentimos que, sin incorporar una sustancia, nos morimos. En estas circunstancias, cualquier cosa que consumimos deviene vital. Y cuando aparece una necesidad, sentimos la urgencia de satisfacerla ya. ¿Qué nos recuerda? Pues que seguimos funcionando como si fuéramos recién nacidos, permaneciendo en el mismo estado emocional de necesidad absoluta.

Cuándo se considera una adicción

Cuando la incorporación de lo que sea deviene urgente, hablamos de adicción: estamos convencidos de que lo necesitamos sí o sí para no morir. Las hay más fáciles de reconocer, como la adicción al tabaco, al alcohol, a la cocaína... Otras son menos detectables, como la adicción a la comida, al azúcar, al café o a los psicofármacos. Y otras aún son más invisibles, como la adicción al reconocimiento social, al trabajo, al éxito, a internet o al i-Phone.

El hecho de que algunas sustancias adictivas sean legales y otras ilegales no marca una diferencia a la hora de comprender qué nos pasa.

Es evidente que somos una sociedad adictiva y que, en cierto punto, todos nos manejamos con diversos grados de adicción. Pero también queda claro que la adicción no se combate. No es posible luchar contra una necesidad primaria. Y tampoco hay ninguna duda de que toda adicción –es decir, toda incorporación desesperada de madre– busca resarcirse. Por tanto, sería muy necio, además de habernos quedado sin mamá, quedarnos sin cigarrillo, luchando para soportar la falta. No es posible seguir peleando en contra de nuestras necesidades primarias. Estamos desamparados, aunque tengamos 40 o 50 años. Para el alma que sufre, no hay edad. Las adicciones comienzan y se establecen siempre a partir del desamparo original.

La adicción es una expresión directa de nuestro niño interior desamparado. Refleja nuestros aspectos más infantiles e inmaduros. Es la parte menos “manejable” de nuestra organización psíquica. El mecanismo adictivo delega todo poder de decisión en algo tan ridículo como un pastel frente al que perdemos nuestra capacidad de autonomía, como sucedió frente a la figura de nuestra madre cuando decidía, actuaba, nutría o castigaba sin tener en cuenta nuestras más sutiles necesidades.

Al principio, las adicciones pueden ser complejas de detectar porque sobre muchas de ellas tenemos valoraciones positivas, como el éxito profesional, el dinero o el consumo moderado de alcohol. Las adicciones no se reconocen por el tipo de sustancia que incorporamos, ni por la cantidad o la frecuencia de su consumo, sino por la desesperación que sentimos cuando aparece la necesidad inmediata de introducirla. Si no podemos vivir “sin”, si la necesidad duele porque hay vacío, sabemos que no hemos sido suficientemente satisfechos en el momento adecuado de obtener cuidados, es decir, cuando éramos bebés o niños pequeños.

El principal problema al abordar las adicciones es que permanecemos prisioneros de las necesidades infantiles. No podemos discernir que se trata de nuestra realidad emocional primaria y que nos encontramos sin herramientas para salir del circuito. Ahora es imprescindible que comprendamos que, incorporemos lo que incorporemos, ya no obtendremos a mamá. Esa es historia antigua, que merece una profunda comprensión y un delicado trabajo de regresión y sanación.

Si recordamos nuestra infancia, quizá podamos nombrar las cosas siendo honestos con nuestras emociones y comprendiendo el nivel de carencia que hemos padecido. Hoy ya no podremos obtener cuidados maternos, pero es posible sanarnos a través de una conciencia plena de nuestra realidad emocional.