Volver a casa es siempre una agradable sensación, no importa si venimos del trabajo o incluso de unas deseadas vacaciones. El lugar donde uno vive, sea grande o pequeño, sencillo o lujoso, es siempre importante.

Cuando esa deseada vuelta a casa no es posible, sentimos una especie de íntimo desasosiego, una inexplicable nostalgia difícil de explicar.

Por qué nos sentimos a salvo en casa

Nuestra casa representa el poder estar al resguardo tanto de las inclemencias atmosféricas como de las dificultades de la vida en sociedad. Allí nos sentimos protegidos, realmente cómodos.

Refugio y calidez son sinónimo de hogar, donde la familia colma sus necesidades de afecto, alimento y descanso, y también quien vive solo encuentra un tranquilo espacio de libertad personal.

Y si la palabra "hogar" se ha relacionado en todas las culturas con el fuego que arde en el centro de la casa, no es casualidad sino un simbolismo plenamente justificado.

Como reflejo de la actividad solar que tiene lugar en el interior de la vivienda, las llamas encendidas en la cocina o la chimenea dan igualmente vida y calor a sus habitantes. Todavía hoy, los nómadas tibetanos procuran tener siempre encendido el fuego en el interior de sus tiendas.

En la antigua Roma había templos donde resplandecía siempre un fuego sagrado que era mantenido ardiendo por unas sacerdotisas (vestales). Curiosamente, ese fuego debía ser inicialmente prendido mediante la luz del sol.

Estar fuera de casa provoca añoranza

La nostalgia puede ser la más dulce –y a menudo cruel– de las emociones. Consiste en amar algo o alguien que no está presente en el momento actual, con lo que solo podemos sentir una ausencia difícil de colmar.

Tiene muchas y conocidas maneras de presentarse. La sienten los amantes por el solo hecho de separarse unas horas, el extranjero que abandona su país y lo guarda en el recuerdo, la pérdida de un ser querido nos sume muchas veces en ese sentimiento...

Y aunque casi siempre el objeto de nostalgia se sitúa en el pasado y tiene que ver con la memoria, también es posible vivir añoranzas del futuro, como por ejemplo la que sienten los niños por no ser todavía adultos, o los que sueñan que un proyecto por el que están luchando se haga realidad.

Pero hay una forma de nostalgia, sutil y paradójica que se sitúa en el presente: es la nostalgia de nosotros mismos, de lo que somos realmente.

Si nos fijamos en lo que sucede a nuestro alrededor constatamos dos hechos aparentemente contradictorios.

Por un lado, cada instante es distinto a cualquier otro, no puede darse la convergencia de los mismos factores ya que el tiempo y el espacio están en continuo devenir.

Pero desde otro punto de vista, más sintético que analítico, los acontecimientos tienden a repetirse e incluso cabría decir que son los mismos pero con diferente apariencia.

Nihil novum sub sale ("Nada nuevo bajo el sol"), advertían ya los clásicos.

Si por ejemplo recorremos las calles siempre advertiremos el espectáculo de las edades humanas: niños que juegan y ríen, adolescentes y jóvenes que caminan entre inseguros y arrogantes, adultos que circulan deprisa tras sus obligaciones, ancianos que se mueven con lentitud y cierta melancolía.

El caso de la mujer es todavía más ilustrativo: hijas, madres y abuelas comparten vivencias y repiten el ciclo de la vida.

El retorno a nuestra verdadera esencia

Como afirmó Pascal, "El hombre supera infinitamente al hombre". Si la vuelta a casa nos depara gratas sensaciones es porque encontramos en ese retorno cíclico algo verdadero y que corresponde a nuestras necesidades.

Por otra parte, no hay nostalgia sin un objeto real que la inspire. Como dijo Ionesco: "El hecho de ser habitados por una nostalgia incomprensible sería, al fin y al cabo, el indicio de que hay un más allá".

No es extraño, pues, sentir a veces nostalgia de la propia alma. El único antídoto para ese mal es volver al hogar, a nuestro interior.

Según todos los textos de sabiduría de la humanidad (una especie de mapas de los territorios del espíritu) hay en cada uno de nosotros un Sol interior. A su presencia e irradiación debemos la vida (calor) y la capacidad de ser conscientes (luz).

Apreciar esa dimensión interior, en mayor o menor medida, debería ser tan natural como darnos cuenta del esplendor del sol que cada día surca el cielo y lo vivifica todo.

Toda la sabiduría heredada de la antigua Grecia, y de incluso más allá en el tiempo, estaba sintetizada en la inscripción del frontispicio del templo de Apolo (dios de la luz) en Delfos: "Conócete a ti mismo y conocerás el universo y los dioses".

Lo que significa que el microcosmos humano contiene, paradójicamente, al macrocosmos y aun a la esencia de todo.

Pero sin necesidad de palabras solemnes, todos sabemos de lo que hablamos cuando deseamos volver al hogar. Hemos salido de casa para realizar muchas tareas y experimentar el trasiego de la vida. Pero no hay que vagar indefinidamente en el mundo exterior.

Llega la hora de volver, de reencontrarnos con los que amamos pero también con nosotros mismos. Y en el propio corazón, muy cerca, hallamos lo que buscamos.

Como despedida, el poema de un maestro de meditación tibetano, Gendun Rimpoche. Se titula "Permanece ahí":

Permanece en un estado en el que tu mente esté relajada y sin elaboraciones.
En ese estado, viendo moverse el pensamiento, permanece ahí, sosegado.
En ese estado vendrá la estabilidad.
Sin apegarse a la estabilidad, sin temer al movimiento, sin ver diferencia alguna entre la estabilidad y el movimiento, la mente surge de la mente.
En ese estado, la realidad tal cual es, la esencia de tu propia mente, la radiante sabiduría vacía surgirá, y tú no sabrás cómo hablar de ella.
En ese estado habrá una tranquila estabilidad. Sin aferrarte a ella como si fuera algo, natural, relajado y libre, sin apegarte o rechazar contenidos mentales, por favor, permanece ahí."

Volver a casa es el cierre de un ciclo

También y aunque sea cierto que cada persona es irrepetible, los tipos humanos con especiales características físicas (gordos, delgados, altos, bajos) o psicológicas (alegres o serios, nerviosos o calmados) son la combinación de escasos factores que se van mezclando indefinidamente.

Las emociones fundamentales (alegría, tristeza, miedo, sorpresa, satisfacción, dolor, alegría... ) son relativamente pocas, pero sus combinaciones muy amplias.

La naturaleza, por su parte, crea espléndidos paisajes sirviéndose de determinados y concretos elementos químicos o energías físicas, que van interaccionando. Para nuestra suerte, las estaciones del año se van repitiendo una y otra vez.

El "eterno retorno" al que se refería Nietzsche y que inspiró alguno de los filosóficos cuentos de Borges, no puede concebirse como repetición exacta de acontecimientos (a lo sumo simultaneidad paralela a modo de reflejos en un espejo), sino como cíclico compás: todo vuelve, pero todo es distinto.

Como un círculo que va girando sin fin o como una espiral que vuelve a pasar por un lugar parecido, pero no idéntico. Al igual que cada primavera nos sorprende con un año más a las espaldas.

Ciclos que se repiten, añoranza de tantas cosas e incluso de nosotros mismos.

La vida como espiral

Desde un punto de vista simbólico, hay una rueda que va girando y un centro o eje que permite ese movimiento. Utilizando un símil geométrico, podría decirse que la vida es un círculo y todo círculo tiene un centro que lo proyecta. Y esa proyección tiene dos movimientos: hacia fuera y hacia adentro.

Tanto el mundo exterior como nuestra propia conciencia obedecen a esa ley del retorno. Por eso es importante no permanecer siempre fuera de nosotros, en la periferia, sino volver a uno mismo, al centro del círculo...

Nuestra cultura ha heredado de la filosofía de los antiguos griegos el desarrollo racional y tecnológico, pero se olvida que para ellos la sabiduría no residía en la cabeza sino en el corazón.

Afirmaba Platón que, antes de su encarnación física, nuestra alma se halla en un mundo sutil donde están los modelos o arquetipos de todas las cosas. Por eso cuando vemos una flor o cualquier otro objeto, lo identificamos como tal.

Conocer es entonces "re-conocer", por eso dijo: "todo lo que el hombre aprende, está yo en él". De modo que todas las experiencias, las cosas exteriores que nos rodean, son ocasiones para ayudar a tomar conciencia de uno mismo.

Su filosofía se basaba en alcanzar el despertar (onomnesis, o reminiscencia) de ese saber innato y profundo.

Conocer la propia esencia

Se dice que cuando Sócrates preguntó al Oráculo de Delfos: "¿Cuál es el conocimiento más elevado?", obtuvo por respuesta "¡Conócete a ti mismo!". Pero ese conocer lo que tenemos más cerca, nosotros mismos, no es tan fácil como podría parecer.

Otro filósofo griego, Tales de Mileto, había ya afirmado que "la cosa más difícil del mundo es conocerse a uno mismo". Se entiende aquí un conocimiento real y profundo del ser interior.

El motivo de que esa búsqueda sea un camino arduo se debe, según el budismo, a que la mente o conciencia se halla afligida por las emociones negativas (principalmente deseo, odio e ignorancia), de modo que es difícil centrarse y encontrar la calma.

Es como un agua turbia que impide ver con nitidez a través de ella. Por eso la práctica de la meditación consiste, como ya dijo Patanjali en sus aforismos sobre el yoga, en aquietar las olas de la mente.

Y como exclamó el budista Tilopa: "Todos los seres, hundidos en las tinieblas de la confusión, se esfuerzan por encontrar la verdad fuera de ellos mismos. ¡Qué agotamiento!".

Podría decirse que el sabio consejo de conocerse uno mismo comporta dos niveles de comprensión.

  • En primer lugar la reflexión psicológica, el vernos con cierta distancia y desapego. Echar periódicamente una mirada al camino recorrido y analizar con la mayor objetividad los hechos de la vida de cada uno.
    Supone también tomar conciencia de nuestras limitaciones, virtudes y defectos. Naturalmente para mejorar en lo posible y aceptar asimismo lo que realmente no pueda cambiarse.
  • El otro aspecto del conocimiento de uno mismo es de tipo espiritual y se refiere a la búsqueda del ser esencial en nuestro interior. Se vuelve así al centro del círculo de la existencia, allí donde la verdadera paz es posible.

Un cuento evocador: Busca el tesoro en tu casa

La sabiduría popular transmite a menudo, en forma de sencillos cuentos, verdades que son difíciles de explicar incluso utilizando un lenguaje filosófico elaborado.

El tema de un preciado tesoro que alguien va a buscar muy lejos y que, tras penurias y frustraciones, encuentra por fin en su propia casa, es frecuente en varias fuentes literarias.

El que aquí se reproduce, de origen hassídico (corriente espiritual judía extendida en Centroeuropa durante el siglo XVIII), es particularmente fascinante.

No solo evoca con vigor y brevedad el tema del retorno, sino que lo hace ilustrando las tendencias del alma humana (el deseo de riqueza, de ir a un lugar importante como la Praga de la época), así como las estratagemas del destino (la necia suficiencia del guardia que sin embargo da la clave para llegar al tesoro) y el enigma de que un sueño aclare otro sueño.

Un día, el rabino Aizik de Cracovia, que vivía en extrema pobreza, soñó que debía hacer un viaje a Praga porque debajo del puente que conducía al palacio encontraría un tesoro.

Como el sueño se repitió varias veces, Aizik partió hacia Praga. Cuando llegó a la ciudad se dirigió al puente, pero al encontrarlo no se atrevió a excavar en el lugar previsto porque había muchos centinelas vigilándolo día y noche.

Indeciso, se quedó rondando durante varias jornadas, hasta que un día el capitán de los guardias se le acercó para indagar qué quería. El rabino le contó su sueño y el capitán se echó a reír, pues le parecía una tontería hacer caso de un sueño.

Para demostrarlo, le refirió a su vez el que él mismo había tenido: en la casa de un rabino de Cracovia llamado Aizik se ocultaba un tesoro debajo de la estufa. Aizik le dio la razón y se despidió de él rápidamente.

En cuanto llegó a su casa, se puso a excavar debajo de la estufa y justo allí encontró el tesoro.