Cuando Antonio aterrizó en Bombay, no imaginaba que aquel viaje para escribir su primera novela iba a empezar como un infierno.

Un latigazo de calor húmedo y sofocante le recibió mientras buscaba un taxi para ir a su hotel. El olor de perfumes y basura quemada se mezclaba con la música estridente que escupían los tenderetes a pie de carretera.

Después de una irritante negociación para fijar el precio de la carrera hasta Bombay, Antonio se sentó en la parte de atrás, dispuesto a disfrutar de las primeras vistas de la India.

Para su decepción, la carretera era un triste espectáculo de pobres harapientos comiendo, aseándose o durmiendo a pie de asfalto.

—¿Toda esta gente son homeless? –preguntó Antonio al taxista en su mejor inglés.

—Bueno… Digamos que les resulta cómodo vivir ahí.

—¿Qué tiene eso de cómodo?

—Muchas de estas personas trabajan en negocios que están al lado de la carretera: tiendas, restaurantes, talleres... Vienen de muy lejos y les resulta más agradable dormir al aire libre que dentro de los negocios, como es habitual aquí.

—Eso es ver el lado bueno de las cosas…

El taxista sacudió la cabeza a izquierda y derecha. Antonio no entendía por qué decía que no, aún no había descubierto que ese movimiento lateral significa "sí" para los locales.

Al llegar al hotel, nada respondía a lo que había visto en la web al hacer la reserva. La habitación no era exterior, sino que daba a un patio interior cochambroso por el que paseaban las cucarachas. En lugar del aire acondicionado –le informaron que estaba estropeado–, tuvo que conformarse con un ventilador que solo movía aire caliente.

Indignado, bajó a pelearse con el conserje, pero lo encontró durmiendo detrás del mostrador.

Salió a Colaba Causeway, la gran arteria comercial de Bombay, con la idea de comer algo antes de intentar dormir. Mientras husmeaba entre los puestos callejeros y los pequeños restaurantes, pensó en lo distinto que era aquello a lo que había leído en las novelas de Kipling.

En la calle había elefantes y vacas escuálidas, ciertamente, pero no encontraba por ninguna parte el romanticismo de los libros.

Antonio se sentó en una terraza frente a la estación central de trenes, que lucía un imponente estilo victoriano.

—Creo que esto es lo único bonito que he visto desde que llegué aquí –dijo en voz alta.

¿Para qué necesitamos las cosas desagradables? Para apreciar luego las cosas bonitas

Un hombre moreno con gafas redondas que estaba sentado a su lado le habló en un castellano aceptable:

—No solo las cosas bonitas son buenas. También necesitamos las otras.

Tras conocer que aquel hombre era profesor y había estudiado filosofía en Cuba, Antonio le preguntó:

—¿Para qué necesitamos las cosas desagradables?

—Primeramente, para apreciar luego las bonitas, ya que la mente humana funciona por contraste. Si no has padecido la incomodidad de dormir en el suelo, jamás entenderás lo que significa una cama cómoda.

Antonio se avergonzó de haberse enfadado al ver su habitación de hotel, cuando había millones de personas durmiendo en la calle.

La ecuación es la siguiente: lo bueno nos hace felices, y lo malo nos enseña

—Pero eso no es lo único bueno de lo malo –siguió el profesor–. La ecuación es la siguiente: lo bueno que nos sucede nos hace felices, y lo malo nos enseña, a no ser que rechacemos la lección. En ese caso nos volvemos neuróticos.

—Creo que tengo algo de neurótico… Y, bien pensado, todo lo malo que he vivido hoy me da para un buen inicio de novela –admitió sonriendo–. O, como mínimo, para un cuento.