Desde que se había iniciado en el montañismo, Sarah había oído hablar más de una vez de una cima oculta por las brumas que pocos alpinistas se habían aventurado a ascender. Los relatos de quienes habían pisado aquella cumbre eran vagos e inconexos. Ni siquiera era un monte que saliera en los mapas. Solo había informaciones confusas sobre un lugar que, al parecer, emergía entre la niebla para luego volver a desaparecer. Sabía que algunos la llamaban la Cumbre de la Atención.

Solitaria por naturaleza, a sus treinta años Sarah invertía todo su tiempo libre en coronar nuevas cimas sin ayuda de nadie. Camino de su objetivo, a veces se cruzaba con otros montañeros que le contaban sus aventuras. Ella los escuchaba brevemente y enseguida se despedía para reemprender su camino, a menos que le hablaran de la Cumbre de la Atención.

Aún nadie había sido capaz de darle indicaciones precisas que la condujeran hasta allí. Pero su suerte estaba a punto de cambiar.

Al refugiarse de un chaparrón bajo una cabaña sin puertas, encontró a un anciano de ojos casi transparentes que le preguntó:

—¿Te has perdido, muchacha? Tal vez pueda ayudarte. Mis sandalias han pisado hasta el último palmo de estos lares. ¿Adónde deseas ir?

Sarah decidió poner a prueba a aquel hombre parlanchín:

—¿Cómo se va a la Cumbre de la Atención?

Con mucho valor –se limitó a responder el viejo.

—Llevo años ascendiendo montañas con sol, lluvia o nieve. No utilizo guías ni porteadores –se justificó Sarah.

Eso es meritorio, pero no significa que estés preparada para conquistar la Cumbre de la Atención.

—¿Dónde está?

El anciano la estudió con sus ojos acuosos y esbozó una sonrisa casi melancólica antes de decir:

—Sigue el sendero que baja desde aquí. Cuando llegues a lo más hondo del valle, verás un camino flanqueado por piedras grises. Síguelo y no te detengas. Si tienes suerte, la Cumbre de la Atención se te mostrará.

Muy intrigada, Sarah dio las gracias al anciano y, aprovechando que el temporal había amainado, siguió sin más demora sus indicaciones. Llegada al punto más bajo, buscó el camino que le había mencionado el viejo hasta dar con la senda perfilada por piedras grises de distintos tamaños y formas.

Emocionada, Sarah se ajustó bien las botas e inició la subida con la esperanza de que pronto apareciera la misteriosa montaña.

Llegó a la cima del monte con facilidad en poco más de quince minutos. Para su decepción, desde aquel mirador no se divisaba ninguna otra elevación. Mientras maldecía al anciano, se fijó en una construcción que había al lado del mirador. Era una casita redonda de ladrillo con un tejado de estilo oriental. Aunque imaginó que estaba deshabitada, Sarah no dudó en llamar por si podían darle alguna indicación más certera.

Medio minuto después de que hiciera sonar el timbre, para su sorpresa le abrió la puerta una dama de aspecto inglés.

—Disculpe, señora –se presentó Sarah–. Estaba buscando la Cumbre de la Atención, pero supongo que he errado la ruta…

En absoluto –repuso la dama con voz suave–, has acertado de pleno. Estás en la Cumbre de la Atención. ¿No quieres pasar?

Asombrada, la alpinista siguió a la mujer al interior de aquella casa, que solo constaba de un espacio circular con decenas de espejos en las paredes. Sarah se sintió incómoda al ver su imagen repetida por todos ellos. De repente se vio ojerosa y despeinada, con el bajo de los pantalones cubierto de barro. “¿Qué diablos hago aquí?”, se preguntó.

—Sé lo que piensas –intervino la mujer–. Esperabas encontrar una cumbre de difícil acceso, un lugar que aparece y desaparece en la bruma, una cima donde se experimentan emociones fuertes. ¿No es eso?

Sarah asintió.

—Pues esto mismo es lo que tienes aquí. Esta casa de espejos es una invitación a descubrirte. Es difícil acceder hasta uno mismo, porque ocupamos la jornada en mil cosas para no revisar quiénes somos y lo que estamos haciendo –la dama señaló un gran espejo frente a su huésped y siguió–. La imagen clara de uno mismo aparece y desaparece en la bruma, porque pocas veces tenemos el valor de mirarnos a la cara para saber qué queremos de verdad.

Impresionada por aquellas palabras, Sarah se dio cuenta de que nunca se había preguntado de forma sincera qué esperaba de la vida. Tal vez por eso había acabado apartada de los demás.

La pasión por el alpinismo le había bastado hasta el momento, y ahora, inesperadamente, descubría la existencia de otra clase de ascensión.

Cuando llegas al mirador mental que te permite verte con distancia –concluyó la dama–, de repente te das cuenta de quién eres, de lo que haces bien y mal, así como de tus prioridades. Esa es una experiencia tan fuerte como subir a un alto pico, pues la persona que baja ya no será la misma.

Sarah abandonó la casa de los espejos recordando el lema que se leía en el templo de Apolo en Delfos: Conócete a ti mismo.

Tras dar las gracias a la anfitriona, empezó a bajar aquella modesta cumbre con la intención de, en adelante, subir hasta su conciencia mucho más a menudo.