Esta escena se me ha quedado grabada en la memoria para siempre: estoy haciendo mis prácticas de medicina en el servicio de urgencias de cirugía. Un señor mayor tendido en una camilla gime débilmente mientras espera que lo examinemos. Sufre: se ha caído en la calle y es posible que se haya roto la cadera.

A su lado, su mujer lo reconforta: le seca con cuidado el sudor que le perla la frente, le habla al oído, le acaricia las mejillas, las manos. Sonríe dulcemente, con una sonrisa a la vez triste y apaciguadora. Y esa sonrisa, que me fascina, significa mil cosas: que quiere calmarlo, que lo ama, que, pese a todo, es feliz por estar ahí, junto a él, que le desea todo el bien, que hará lo imposible para que no sufra demasiado.

Esa sonrisa increíble, de una fuerza y una dulzura infinitas, más hermosa y conmovedora que la de una Piedad de Miguel Ángel, es la sonrisa de la ternura.

¿Qué es la ternura?

Podemos sentir la ternura como un estado de ánimo íntimo que da cuenta de nuestra necesidad de recibirla o de nuestro deseo de darla. También podemos expresarla, aunque veremos por qué no siempre resulta fácil.

Pero ya sea un sentimiento o un comportamiento externo, la ternura es la mezcla de dulzura y amor.

Es dulzura el deseo de no lastimar a otro cuando sabemos que es frágil (dulzura hacia un niño, una persona mayor…); el deseo también de aliviarle el daño, si este ya está presente (dulzura hacia un enfermo, un herido...); o el deseo de mostrarnos solícitos con el otro cuando hemos percibido su vulnerabilidad.

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La fuerza de la fragilidad

Todos los seres humanos somos sensibles, todos somos frágiles, y por este motivo nos mostramos tan receptivos a la ternura, que nos conmueve enseguida. Resulta indispensable para que los niños crezcan, para que los enfermos se recuperen, para aliviar las penas… Es también todo lo que alivia nuestra existencia cuando más falta nos hace: cuando estamos débiles, enfermos, cansados.

La ternura es la expresión del amor en su forma más altruista: no se busca la satisfacción personal sino el alivio del otro.

En la ternura hay también amor, ese tipo de amor que va más allá de la atracción sexual y del deseo. Es la ternura después del acto sexual, o la ternura de las parejas mayores, o la del cuidado y el consuelo cuando el otro está herido moralmente o tiene una enfermedad. La ternura no es una forma inferior o manida del amor; al contrario, es una forma más evolucionada y apaciguada de este.

Si tuviéramos que imaginar la ternura en la forma de un gesto, sería una caricia en nuestra mejilla, prodigada con lentitud y suavidad. En la forma de un rostro, sería una profunda sonrisa, tranquila y un poco triste, dirigida al niño que duerme, al padre que envejece, al cónyuge que se tambalea: la sonrisa de la conciencia de nuestra fragilidad y de la confianza en la fuerza del amor.

¿Por qué nos cuesta tanto ser tiernos?

En una célebre réplica de Macbeth, Shakespeare habla de la “leche de la ternura humana”. De hecho, en todos los mamíferos es indispensable que los recién nacidos reciban ternura. Sus formas de expresión varían según las especies –lamer a los pequeños, llevarlos consigo, hacerles mimos…–, pero representan siempre un necesario “sustento afectivo”.

Los pequeños que no reciben ternura están condenados a la muerte; y si sobreviven, presentarán altos niveles de ansiedad y dificultades para establecer vínculos con los otros miembros de su especie. Y, evidentemente, cuando lleguen a ser adultos, les costará sentir, aceptar y expresar la ternura.

La ternura puede plantear problemas cuando falta: suele ocurrir que, por no haber recibido bastante ternura, algunas personas no pueden sentirla; pero, sobre todo, no pueden expresarla.

Y aunque son necesarios grandes trastornos y carencias para no sentir jamás la necesidad o la manifestación de la ternura, no son pocas las personas que, aun sintiéndola, se prohíben expresarla, ya sea con gestos o con palabras. Solo logran tener la intención y el deseo de ternura; sueñan con ella pero pasar a la acción les da miedo.

La ternura está ligada demasiado estrechamente a la debilidad, pues, como hemos visto, viene provocada por la conciencia repentina de la debilidad del otro. Pero cuando nace en nosotros, es al mismo tiempo una evocación de la propia debilidad y el compromiso también de no imponer nuestra fuerza de ninguna manera.

La ternura supone que cedemos y estamos dispuestos a avanzar despojados de toda forma de superioridad y de distancia. Por eso puede provocar miedo, porque es ese momento en el que renunciamos a desempeñar un papel, a controlar. Ya solamente somos amor altruista. Y, en cierto sentido, nos volvemos tan frágiles como la persona a la que mostramos ternura.

La ternura es una prueba de amor y confianza

Y es que la ternura es un desnudamiento que supone confiar en el amor que nos puede reportar.

Seguramente conoceréis la famosa frase del escritor italiano Cesare Pavese: “Serás amado el día en que puedas mostrar tu debilidad sin que el otro se sirva de ella para afirmar su fuerza”. La podríamos reescribir así: “Serás amado el día en que, ante tu debilidad, el otro sentirá –y te ofrecerá– ternura”.

La ternura tal vez sea la única certeza del amor verdadero: el sexo y la pasión pueden mentir, pero es más difícil hacer mentir a la ternura.

Esta dimensión más evolucionada del amor es la prueba definitiva de que una relación está basada en la confianza.

Recuerdo a una paciente de corazón inconstante que juzgaba así a sus amantes: lo que contaba para ella no eran los preliminares ni el acto sexual en sí sino lo que venía después.

Cuando su compañero de una noche se mostraba tierno tras haber hecho el amor, veía en ello una prueba de relación duradera posible; pero si por el contrario, se dormía o de pronto se mostraba menos atento con ella, comprendía que se había equivocado y que todas las atenciones previas del hombre eran más fruto del deseo que del amor.

Un instante de ternura

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La ternura es un amor “desexualizado” y desapasionado. Dar espacio a la ternura en la pareja no implica que haya que renunciar al sexo o a la pasión; más bien significa que hemos comprendido que estos conllevan una parte de ceguera, una parte de egoísmo, una parte de violencia que los hace insuficientes para construir una relación duradera.

Sin las respiraciones de la ternura, sin su capacidad para disminuir la velocidad y apaciguar, el sexo y la pasión se revelan en su dureza, su intransigencia, su inhumanidad. Recobran su animalidad.

¿Puede haber una ternura excesiva?

Sí, y es algo parecido a lo que ocurre cuando existe un exceso de felicidad: incluso las cosas buenas, en grandes dosis o muy seguidas, acaban por cansar o desagradar.

Pero siempre hay que preguntarse si ese “demasiado” que pesa y ahoga, o ese sentimiento de exceso, no proviene de una insuficiencia, si el problema no es que, junto a la ternura, no conviven la libertad, las suficientes separaciones, la necesaria autonomía personal

En una canción de moda en la década de los 70 en Francia, llamada L’étranger, de Graeme Allwright, un hombre decía a su mujer que la dejaba porque quería “renacer al mundo que tu ternura me oculta”.

Partir y luego regresar, separarse y luego encontrarse, gozar y luego sufrir: son estos movimientos de la vida humana los que ofrecen a la ternura su necesidad, su belleza y su poder.