Boris Cyrulnik, el creador del concepto de resiliencia –que acaba de publicar el libro Escribí soles de noche. Literatura y resiliencia (Ed. Gedisa)– debía estar en Barcelona justo cuando estalló la emergencia sanitaria, lo que le impidió viajar y presentar su libro...

–¿Cuánto nos va a cambiar esta experiencia vivida?
–Tras las grandes catástrofes naturales, ya sean inundaciones, hambrunas, sequías o epidemias, nos vemos obligados a evolucionar. Los valores que nos regían varían y se reorganiza una nueva forma de convivir. Cuando el virus muera, haremos balance de los muertos, de lo que ha significado económicamente y, a partir de ello, habrá que establecer nuevas prioridades.

Algunos cambios derivados de esta pandemia pueden ser positivos, dependiendo de a quién demos el poder de decidirlos.

La cuestión es si vamos a hacer lo mismo que antes de la epidemia o si, por el contrario, vamos a tomar conciencia, a modificar la agricultura y la ganadería, a dejar de propiciar que los alimentos circulen por todo el planeta y a enlentecer nuestra capacidad de movimiento. ¿Decidiremos rebajar nuestro consumo desmesurado de carne, que en buena medida causa este virus? ¿Seguiremos desplazándonos excesivamente (lo que ha contribuido a la expansión del coronavirus y a dañar la naturaleza)? No podemos olvidar que esta epidemia resulta de nuestra cultura del sprint que nos imponemos e imponemos a los más pequeños.

–¿Por qué no tiene sentido someter a los niños a esa cultura del sprint de la que habla?
–En los países del norte de Europa, donde se respeta el ritmo de desarrollo propio de la niñez, los pequeños obtienen excelentes resultados en la escuela y mantienen mejores relaciones.

En las pruebas de PISA consiguen la medalla de oro, y sin pagar el precio que pagan los de Corea, Japón y China, donde, a pesar de sus buenos resultados escolares, se registra una enorme tasa de suicidios entre las niñas y se pierden a muchos jóvenes que se encierran en una habitación y cumplen 30 años sin aprender ninguna profesión. ¿Vale la pena el éxito escolar si conlleva esos resultados humanos catastróficos?

–“Escribiendo he reparado mi alma desgarrada”, dice. ¿Escribir cura?
–Depende. Si escribimos para rumiar sobre esas desgracias y decir siempre lo mismo, lo único que conseguimos es agravar el síndrome postraumático. Para transformar el sufrimiento hay que escribir con la intención de reorganizar la representación del traumatismo, es decir, cuestionarnos cómo ha sucedido de esta manera, quién me ha ayudado… Entonces la memoria se reorganiza y se produce un efecto terapéutico.

–Sostiene que la ensoñación es otra forma de aliviar el sufrimiento...
–Freud hablaba ya del refugio que representaba la ensoñación porque cuando la realidad es horrible o somos muy desgraciados, se desencadena este mecanismo de defensa, un estado que nos permite soñar en que más adelante viviremos cerca del mar, seremos ricos, tendremos amigos, una familia…

Este sueño de gratificación alivia el sufrimiento. Podemos quedarnos en este estado de ensoñación sin afrontar el problema o bien soñar y después ponernos a trabajar para hacer realidad este sueño: eso es entrar ya en la resiliencia.

–En su último libro habla de personas que sufrieron la pérdida de uno de sus progenitores y acabaron siendo escritores. ¿Es eso ensoñación?
–Esto es generalizable a todos los niños y niñas: cuando la madre está presente resuelve los problemas del niño o de la niña, con lo que se siente protegido o protegida. Sin embargo, cuando inevitablemente ella se va a hacer la compra o a trabajar, es decir, cuando se produce la separación, algunos se sienten desesperados, como si padecieran un síndrome postraumático.

La mayoría llena esta ausencia sumergiéndose en un estado de ensoñación: dibujan un corazón u otra cosa soñando que cuando mamá regrese le darán el dibujo y se abrazarán. Así, los niños responden con creatividad a la falta de la madre que debe ausentarse en un momento u otro. Este razonamiento vale también para los huérfanos. Por eso hay un número anormalmente elevado de huérfanos entre los escritores, la gente del cine y del teatro.

–Usted pone a Gerard Depardieu como ejemplo de resiliencia...
–Depardieu no era huérfano pero vivía en un entorno falto de palabras. Ni su madre ni sus hermanas hablaban. Su padre, un hombre amable y probablemente un poco alcohólico, tampoco. Vivía rodeado de una gran miseria verbal, pero descubrió la magia de las palabras. Se puso a leer y empezó a utilizar las palabras de los demás cuando robaba. Era un pequeño delincuente que llevaba a Molière en el bolsillo.

Tuvo la oportunidad de estudiar interpretación junto a Marguerite Duras, quien le enseñó la felicidad de las palabras que le permitió iniciar su carrera en el cine.

–Hay personas que logran ser resilientes y otras no, pero parece que no es cosa genética...
–La epigenética nos ha demostrado que la genética tiene poco que decir en psicología. La mayoría de los factores que determinan la condición humana no dependen de la genética, sino de cómo nos desarrollamos en el vientre de nuestra madre, de cómo es nuestro hogar, nuestra cultura, etc.

Estuve con una pareja de gemelos auténticos, los dos neurólogos, que sufrieron dolorosas experiencias y ambos cayeron en una gran depresión. Seis meses después, uno de ellos desencadenó un proceso de resiliencia y el otro no. Y es que la resiliencia se desencadena por una convergencia de múltiples factores.

Tras la desgracia, uno de ellos pudo apoyarse en su mujer, que le dio la seguridad que necesitaba. En cambio, el otro gemelo no pudo hacer lo mismo y su pareja no supo o no pudo devolverle la seguridad que necesitaba.

–¿Los vínculos amorosos ayudan a desarrollar la resiliencia?
–Exactamente. Si tras una pérdida importante se nos deja solos, como les sucedió a los huérfanos de la Rumanía de Nicolae Ceausescu, resulta muy difícil salir adelante. Menos de un 20% consiguió salir adelante.

En cambio, quienes sufrieron una misma privación afectiva pero después fueron rodeados de afecto pudieron desencadenar un proceso de resiliencia y aprendieron a amar.

–Otro factor determinante para el desarrollo de la resiliencia son las primeras sensaciones de las que se nutre el bebé. ¿Por qué?
–Aunque, si esto falla, se pueden encontrar otros factores de resiliencia, efectivamente este es el más espontáneo y constituye el punto de partida. Cuando nuestra madre se ha sentido segura gracias al apoyo de su marido, de su familia y de su cultura, lleva con gusto al niño o la niña en su vientre y se alegra de ocuparse de él.

Con ello el bebé encontrará un nicho sensorial que le nutrirá y hará sentir seguro, de manera que cuando deba afrontar una dificultad lo sabrá hacer. Cuando este punto de partida no se da y el bebé ha sido privado de este nicho sensorial, ante una desgracia le será más difícil desencadenar un proceso de resiliencia.

–¿Los primeros mil días de vida configuran el cerebro del bebé y determinan su resiliencia?
Efectivamente. Los primeros mil días en la vida de un bebé son fundamentales para propiciar su resistencia ante las dificultades; y por eso el presidente francés, Emmanuel Macron, me ha nombrado presidente de una comisión para establecer cómo deben organizarse estos primeros mil días en la vida del bebé de manera que las madres puedan sentirse seguras y rodeadas de un entorno confiable, para que sus bebés desarrollen un apego seguro, fundamental para su futuro.

Los estudios de etología muestran que el piel con piel resulta determinante.

Hemos visto que en los mamíferos, cuando la madre está enferma o muere y no puede lamer ni tocar a su bebé, entonces las crías mueren por oclusión. Si las ratas no pisotean a sus crías, al no ser estimuladas mueren. En otras especies, cuando las madres no lamen el vientre de la cría, esta muere también. Marshall Klauss y John Kennel, dos pediatras, reemprendieron esta observación aplicándola en los recién nacidos humanos.

–¿Y qué observaron?
–Pidieron que en el parto se cortara el cordón umbilical más tarde y se dejara más tiempo al bebé sobre el vientre de la madre. Este retraso en la separación permitía la transmisión de 520 mililitros más de sangre a través del cordón.

Además, el bebé tenía tiempo de familiarizarse con el olor de la madre y, a su vez, la madre se familiarizaba con el contacto del bebé, lo que facilitaba un mejor desarrollo del apego. A partir de sus conclusiones, ahora la cultura pediátrica da mucha más importancia al piel con piel.

–Pero, además de la presencia de la madre, es necesaria su disponibilidad emocional, ¿no?
–Sí. En Marsella se realizó un estudio en el cual se filmaba a las madres mientras daban el pecho o el biberón a sus bebés. Se observó que cuando había contacto visual de las madres con el bebé mientras le daban el pecho o el biberón, esto les daba seguridad.

Se les propuso mirar la televisión o llamar por teléfono al mismo tiempo que les daban el biberón o el pecho y se constató que cuando descolgaban el teléfono o empezaban a ver la televisión, los bebés enlentecían su ritmo de mamar o incluso paraban.

Si una mujer es desgraciada porque siente precariedad o porque su marido le pega o no le ofrece seguridad o porque está en un contexto bélico, entonces la madre mira menos a su bebé, lo que hace que disminuya la calidad alimenticia del bebé y la calidad del vínculo entre ellos. Pero es importante aclarar que la causa no es la madre sino la desgracia que la golpea a ella.

–¿Hay que hablar de nuestros traumas a los hijos?
–Todo depende de cómo expliquemos las historias… Hay que explicarles todas las historias de placer y risa que podamos, también las historias decisivas, pero no debemos explicarlo todo.

Conviene mantener en secreto las historias de violación e incesto. Aunque estos secretos perturben el desarrollo del niño, desvelarlos aún puede resultar más contraproducente. Por tanto, hay que decir mucho, pero no todo. ¿Por qué los niños de los países en guerra juegan a ser soldados? Porque este juego les permite controlar la angustia que genera esta situación.

–¿Entonces es mejor callar?
–No. Al callar transferimos la angustia derivada del episodio traumático. Pero si hablamos demasiado, como Primo Levy hacía, transmitimos el trauma. Hay que hablar sobre el trauma de forma artística, como vi hacer a las educadoras de la Martinica cuando estuve allí. Había muchas niñas y niños maltratados y abandonados y las educadoras les enseñaban dibujos animados para comentar después con ellos lo que les habían parecido las historias y qué sentían ante lo que habían visto, a menudo relacionado con sus propias historias de vida…

Cuando estuve en el Congo trabajando con los niños soldados también me limitaba a explicarles las guerras que yo había vivido, la Segunda Guerra Mundial de niño y la guerra de Algeria cuando terminaba mi carrera de Medicina. Les contaba historias y después les preguntaba sobre ellas. Les daba la palabra sin contrariarlos ni obligarlos a hablar.

Esta es la función de las películas e historias que encontramos en los libros o vemos en el teatro: invitan a la palabra, pero siempre que uno desee hablar.

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