El hongo que genera la explosión atómica se eleva como un árbol inmenso para aniquilar en un instante todo rastro de vida. El milagro se produjo en Hiroshima, ocho meses después de aquel tétrico agosto de 1945, cuando de los restos calcinados de lo que había sido un ginkgo magnífico, en el mismo centro de la desolación, surgió un brote verde y vivo.

Este árbol y sus retoños se han convertido desde aquel momento en el símbolo de la paz y de la vida. Si el hongo atómico representa el paroxismo del fuego y la barbarie, el árbol personifica la labor lenta, callada y constante hacia la vida.

Para los indios iroqueses, la paz es un árbol que crece imponente sobre la inmensa tortuga del mundo.

Arraigado en las regiones más remotas de nuestro inconsciente, el árbol es una presencia constante, latente y viva que susurra una canción antigua y siempre nueva en el oído de los niños, de los hombres y las mujeres, de las familias y las tribus, de las naciones.

El árbol nos habla con su voz honda y clara desde el principio de los tiempos, cuando el mundo era un gran bosque y los seres humanos estaban a punto de serlo.

Los árboles en los mitos

El recuerdo de aquel momento crucial está presente en todas nuestras mitologías.

En la Biblia, el Árbol de la Vida y el Árbol de la Ciencia crecen en el mismo centro del Paraíso y son fuente de vida y conciencia.

Versiones distintas de la misma leyenda están arraigadas en todas las culturas y religiones y evocan en definitiva una era dorada en la que los hombres hablaban el mismo lenguaje que las aves y los árboles.

En todas estas historias el árbol es el punto de referencia que nos señala el tiempo y el lugar que perdimos irremisiblemente y al que irremisiblemente habremos de volver, pues el árbol es la esencia del Paraíso, tanto a nivel simbólico como en un sentido vivo y real.

En este contexto encontramos algunos de los más bellos mitos que explican el mundo y al propio hombre a través del árbol.

Los Eddas, poemas mitológicos escandinavos, hablan de un gran árbol que contiene y sostiene el universo, el gran fresno Yggdrasil, eternamente verde.

En su copa viven los dioses y bajan al pie mismo del árbol, a juzgar a los hombres, por el puente del arco iris.

Idéntica concepción se encuentra entre los mayas, que identifican este árbol cósmico como una gigantesca ceiba.

Cuando el gran árbol se desgajó, cuentan las viejas leyendas de México, penetraron en nuestro mundo el tiempo, la enfermedad y la muerte.

El árbol, por tanto, no habita simplemente en el centro de nuestros universos, no representa solo nuestro símbolo más vívido y vivo, uniendo todos los mundos; el árbol es también origen, principio del tiempo.

Así nos lo han explicado en el Génesis bíblico y en infinidad de mitos de la creación de muchos pueblos y tradiciones.

Los seres humanos compartimos una misma visión legendaria, en la que el árbol es símbolo de armonía y unidad, del estado edénico que todos podemos experimentar al pie de los árboles reales.

El reencuentro con el bosque nos revela parajes insospechados de nuestra propia alma, que crece y crece a medida que nos internamos en la fronda. Los árboles son maestros en ese viaje.

En los jardines y en los bosques, en los huertos y en las pomaradas, en los paisajes donde los árboles reinan.

Es así como el árbol vive y arraiga en todos los niveles de nuestro entendimiento.

El árbol como símbolo de eternidad

A través de los árboles hemos podido incluso, burlando la muerte, rozar la inmortalidad.

Los hemos visto germinar en los más bellos poemas, inspirando a sus creadores.

Los hemos visto arraigar sobre las tumbas de seres humanos de toda condición, prolongando su estancia sobre la tierra y transmutando sangre en savia, carne en madera, alma y espíritu en pura belleza.

La tierra y el aire se regeneran a través de sus hojas efímeras y una vez al año parecen dormir para rebrotar con nuevo brío en primavera.

Cada árbol es una selva, cada rama todo un bosque, de cada yema surgirá un nuevo árbol y día a día la luz los viste con tonalidades nuevas que nos muestran nuevos matices y formas.

Por ello podemos contemplar en el bosque en un mismo instante la eternidad y el continuo cambio y ambos se explican el uno por el otro en un círculo de regeneración que nos toca y renueva cada vez que nos impregnamos de la atmósfera, la belleza y el misterio que desprenden los grandes árboles.

¿Dónde están nuestros árboles ahora?

Hubo un tiempo que duró hasta ayer mismo, en el que cada hombre o mujer tenían un árbol que conmemoraba su nacimiento y se convertía en su hermano vegetal para toda la vida.

En el que cada familia tenía su árbol protector y cada pueblo se reunía en torno a su árbol central.

En el que cada nación se identificaba con su árbol totémico que vivía real o simbólicamente en el centro de su territorio.

En esa era, el lado simbólico del árbol, la comprensión profunda de su significado, estaba presente en los cuentos y las leyendas, en el arte y en todas las representaciones de la vida y la cultura de los pueblos.

Este lado tenía también su reflejo exacto en la vida cotidiana, en la economía y el paisaje, pues en todos ellos el árbol era la piedra angular que sostenía y alimentaba al hombre y a sus animales, que proporcionaba la materia prima para construirlo todo y vertebraba los hábitats más o menos naturales o configurados por la mano del hombre.

En aquel tiempo símbolo y realidad eran una misma cosa que se expresaba y entendía con la naturalidad que poseen aquellos que forman parte y saben que dependen del entorno al que pertenecen.

Hasta nuestros días han llegado muchos de aquellos árboles centenarios a cuyos pies se reunían nuestros mayores, como muestra de respeto y veneración y aquellos otros árboles totémicos que tuvieron distintos significados sociales, espirituales, territoriales.

Estos verdaderos símbolos y emblemas de una relación más o menos armoniosa con la naturaleza, el paisaje y el territorio son hoy perfectos bioindicadores del olvido y el abandono, de la desidia y la ignorancia, del alejamiento que nuestras sociedades han experimentado en los últimos tiempos.

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Muchos de aquellos viejos colosos, supervivientes de generaciones y generaciones de vecinos que los consideraron sagrados y buscaron su buena sombra en las plazas y junto a las iglesias de todos los pueblos, hoy están en ruinas.

Tras haber sufrido la amputación de ramas y raíces, el asfalto y la pavimentación hasta el mismísimo tronco, las obras, zanjas y edificaciones o la tala definitiva, para dar paso a maquinarias y carreteras que poco saben de la vida.

Id a ver los tejos y otros árboles juraderos, de junta o concejo que reinaban en mitad de todos los pueblos de Asturias. Incluso los declarados monumentales sufren la dejadez de los vecinos y el olvido de las administraciones "competentes".

Los mismos olmos castellanos y hasta el roble de Guernica parecen no haber soportado esta era en la que la sabiduría y el entendimiento que representaban han caído en desuso.

¿Quién posee a quién?

Es el momento de plantar y conservar y aprender a apreciar. La pérdida de los viejos árboles nos muestra que la edad y la sabiduría se adquieren lentamente pero pueden perderse en un instante. Y sobre todo nos enseña que ellos siguen siendo un fiel reflejo de nosotros mismos y de nuestro mundo.

Con toda nuestra tecnología y conocimientos, un árbol centenario solo se hace, hoy como ayer, con el transcurso lento del tiempo y es preciso esperar cien años al menos para que llegue a serlo.

Tal vez por ello son símbolo también de la propia tierra en la que crecen y que creemos poseer hasta que en el último instante comprendemos: fuimos poseídos.

Por eso quizá ellos son los verdaderos señores, mientras que a sus pies se asienta y reina la Madre Tierra, esa diosa de las edades que brota, vive y se eleva a través de los bosques.

Así entendido, el árbol es hijo de la tierra y al mismo tiempo su madre, creando continuamente humus y agua fresca, constante y viva, dejando tras su muerte un legado de pura luz y profunda tierra.

La verde pradera, que como decían los indios norteamericanos está hecha con los huesos de nuestros antepasados, se nos revela a través de los árboles en todo su esplendor.

Los árboles cuentan muchas historias a quienes se sientan a escucharlos. Más aún a quienes aprenden a hablar con ellos en su mismo idioma:

"Dame un poco de tu madera, hermano saúco, que yo te daré de la mía cuando crezca en el bosque. Cuando crezca en los bosques, yo te daré mi madera para que brotes..." (Invocación tradicional en Alemania antes de cortar una rama).

Muerte y regeneración del símbolo

De este modo los símbolos viven y arraigan, crecen y mueren, según cómo se traten, recuerden u olviden. Cuando se comenzó a domesticar el símbolo y tratar de comprenderlo con formas rituales, definiciones estrictas, análisis y psicoanálisis, el árbol comenzó a secarse desde su misma raíz, pues no puede detenerse el tiempo y aquello que está vivo y despierto.

Es posible que el fin de los tiempos que anuncian signos catastróficos sea solo el preludio de una nueva primavera, tras un largo periodo invernal. Los Eddas predicen que el propio Yggdrasil temblará, pero finalmente se mantendrá firme. Y del mar surgirá una tierra para siempre verde.

Sin plantarlos, crecerán los campos y una nueva raza de hombres, supervivientes del invierno supremo por haberse resguardado en el bosque de la memoria, poblará la tierra y saludará el regreso de Baldur, el dios de la la belleza y la armonía.

Esa era dorada acaecerá sin duda un buen día en que el símbolo y la realidad se encuentren al pie de los árboles y empecemos a reconocerlos como fuente de vida y memoria. Ancestros de la humanidad y sus culturas. Maestros, consejeros y amigos.

Quizá Ragnarok, ese fin de los tiempos que vaticinan los Eddas, ha sucedido ya como un mal sueño para tantos pueblos, especies, territorios... Es momento de abrir los ojos, de despertar y descubrir la tierra desnuda con los pies descalzos.

El sueño y la era virtual han terminado y se desvanecen como una pesadilla. Cerca de aquí hay un árbol que guarda para ti un mensaje y espera paciente a que llegue el momento en que escuches y mires con ojos nuevos.

Tan solo falta dar ese último paso que nos sobreponga a la pereza, al miedo y la distracción de lo que verdaderamente vive y arraiga en la realidad insoslayable de la naturaleza.

Finalmente los árboles vuelven a ser símbolo y templo de sabiduría y a representar su papel de guardianes y mediadores entre el cielo y la tierra, lo divino y lo humano, el espíritu y la materia. Memoria viva y consciente del Paraíso encontrado.

Cómo reencontrarse con los árboles

Existen mil formas de vivenciar de un modo consciente el árbol y recuperar el idioma de los seres verdaderamente inteligentes, aquellos capaces de entenderse entre sí sin discriminaciones e integrarse en el paisaje que nos rodea.

Capaces en suma de apreciar y comprender que formamos parte de una comunidad en la que los árboles y bosques tienen un significado trascendental que es preciso aceptar y comprender a todos los niveles, tal como enseñan los caminos tradicionales.

Cuando el musulmán emprende salat, la plegaria, se interna descalzo en la alfombrilla en cuyo centro está representado con frecuencia el Paraíso y su árbol central, y en ese territorio sagrado y vivo se arrodilla y se eleva, regresa al ombligo del mundo espiritual, para recuperar la calma y la cordura. Para detener el tiempo profano y volver al mundo con fuerza y mirada nueva.

El dios Odín, del mismo modo, regresa cíclicamente a la raíz de Yggdrassil, el árbol del mundo, para renovar su sabiduría en la fuente de Mimir (la memoria).

Nuestra propuesta al respecto es bien sencilla: el regreso al árbol y al bosque de un modo real y consciente.

Convertirnos en asiduos visitantes, hacedores y gestores de setos, bosques y arboledas, nos permite acompasar nuestro ritmo con el de la naturaleza, entender y ejercer nuestra función en el paisaje, arraigar y vivir con los pies en la tierra.

Comprender en definitiva por qué el árbol es símbolo de vida, de paz y sabiduría, y por qué en las antigüedades de todos los pueblos, los árboles fueron templo, escuela y sanatorio, parlamento y magistratura, casa de juntas y lugar de pactos, de fiestas y encuentro.

Para todo ello basta descalzarse y caminar a su lado, dejándonos traspasar por el asombro, el silencio y el susurro del viento entre las hojas.

Libros sobre los árboles y su poder simbólico

  • El árbol de la vida; Roger Cook. Ed. Debate
  • La magia de los árboles; Ignacio Abella. Ed. RBA-Integral
  • Mi amigo el árbol; Martín Chico. Ed. Arba y Aea