Cuando tengo que tomar decisiones siento cierto miedo, hasta que llega un momento, cuando creo haber dado con la decisión acertada, en que esa sensación desaparece y duermo a pierna suelta.
Siempre hay cosas que elegir y siempre siento miedo, pero también siento que yo soy el que elijo desde mi libertad.
Me doy cuenta de que estoy atado a la rutina de cada día, hasta el punto de que he hecho de ella un estatus, una posición social que he heredado y me he ido ganando en la elección entre una actividad u otra.
Se trata de la memoria de lo que he sido y lo que soy, una zona de confort o mi zona cómoda, que a veces se acompaña de sufrimiento o dolor, pero que forma parte de mis preferencias y marca mis elecciones. Sin embargo, ese estatus se convierte a veces en una prisión de oro.
El problema al elegir cualquier tipo de vida o mejora de vida es que conlleva un riesgo, y ese riesgo supone un peligro o amenaza, o cierto malestar que cuesta asumir. Elegir entre lo que se desea conlleva siempre una renuncia. Siempre que tengo que elegir, pierdo algo.
Quizá solo gano de todas formas cuando no elijo nada, porque no necesito ni deseo nada. Ese sería un buen estado de felicidad y libertad: la persona se siente completa en la inacción.
Nuestra educación y salud están atadas a la costumbre. Cuando desde fuera o en la consulta se observa infelicidad, sufrimiento, degradación o enfermedad, se piensa a veces que para salir de esos estados es importante querer salir, querer librarse de la miseria, la desgracia, la enfermedad…
Hemos de entender que mucha gente prefiere seguir en su zona cómoda: tiene tanto miedo a perder lo que tiene que no ve lo mucho que podría ganar al librarse de ello.
Estamos vivos: podemos elegir cambiar
Se nos ha educado en una especie de esclavitud. Incluso se nos dice que somos lo que hemos aprendido y que las neuronas no olvidan ni se regeneran. Sin embargo, la biología muestra lo contrario: el cerebro tiene plasticidad para cambiar y las neuronas pueden regenerarse.
Mientras estemos vivos vamos a tener deseos, sufrimientos, enfermedades, depresiones, pero también la posibilidad de salir de ellos, de elegir lo mejor a pesar de las circunstancias. Sabemos que, aun estando en la cárcel, podemos elegir y soñar la libertad.
"¿Quién encierra una sonrisa?, ¿quién amuralla una voz?", decía Miguel Hernández. La libertad no la dan los demás.
Es fácil culpar a otros de nuestros males y cadenas, pero no soluciona los problemas: el mundo cambia y mejora desde nuestra propia mejora. Como decía Gandhi: "sé tú el cambio que quieres ver en el mundo".
Descubrir la libertad es en parte darse cuenta de que se puede actuar sin ajustarse a los propios patrones de pensamiento y el estatus social. También es aceptar que nadie nos ata con su capacidad de servicio o necesidad de dependencia.
Al elegir habrá perdidas y riesgos, pero es importante tomar decisiones. Elegir es el primer paso para avanzar en el camino hacia la libertad.