Nos avergonzamos cuando nos encontramos en inferioridad frente a los demás o cuando contravenimos las normas de comportamiento. Saber manejarla y, sobre todo, evitársela a los demás, nos hará sentir más satisfechos con nosotros mismos.

Cuando sentimos vergüenza

Esta historia la viví un otoño, cuando era estudiante y, para ganar algo de dinero, hice la vendimia en el sur de Francia. La primera noche nos reunimos a cenar en torno a una gran mesa veinte o treinta personas. Había una sopera en mitad de la mesa y la patrona nos servía.

Apenas se oían conversaciones, pues la gente estaba cansada y se mostraba un tanto reservada. Justo en el momento en que extendía un brazo para recoger mi plato de sopa, una avispa se posó en mi mano, sin que nadie se diera cuenta, ni siquiera yo, y me picó ferozmente.

Movido por el dolor, tiré mi plato al aire, que se rompió y salpicó a todo el mundo. Todas las caras se giraron hacia mí y de pronto se hizo un silencio de hielo. Ahí estaba yo, con mi mano vacía y dolorida, observando los fragmentos de plato repartidos por toda la mesa y las manchas de sopa en las camisas de los comensales.

En ese instante me di cuenta de que iba a ser muy complicado explicar a todos aquellos desconocidos que una avispa, que no había visto nadie, ni siquiera yo, y que había desaparecido, me había picado y había provocado que tirase el plato. Gran sentimiento de vergüenza...

Un sentimiento que mina la autoestima

Se suele decir que la vergüenza es la emoción de la inferioridad, que se desencadena cada vez que nos encontramos en falta respecto a normas o reglas sociales: volcar un objeto en una tienda, decir una tontería, emitir ruidos con el vientre...

La vergüenza es una herida de la autoestima y se manifiesta con diversos niveles de intensidad.

  • En un grado mínimo, tenemos el bochorno o el apuro, que no son necesariamente estados de ánimo destructores o dolorosos, solo un poco incómodos: por ejemplo, recibir cumplidos en público.
  • Otras veces, la vergüenza aparece vinculada a un error o a una inadecuación de nuestro comportamiento: resbalar y caer, decir una “estupidez” o anunciar como una exclusiva algo que todo el mundo ya sabe.
  • El sentimiento de ridículo se halla en un escalón superior y está asociado a la convicción de haber menoscabado la propia imagen social, o suscitado miradas burlonas o irónicas: haber pasado la mañana con la bragueta abierta, o la tarde con un trozo de perejil entre los dientes.Etimológicamente, ridículo proviene de las mismas raíces que reír: temer el ridículo es tener miedo a hacer que los demás se rían de nosotros.
  • Todavía en un escalón por encima, podemos caer en la vergüenza intensa y enfermiza...

Cuando la vergüenza es un obstáculo

La psicología ha estudiado mucho la culpabilidad, ese sentimiento de incomodidad dolorosa ligado a la íntima convicción de haber cometido una falta.

Pero la vergüenza es un sentimiento aún más devastador, porque está vinculado a la persona y no solo al comportamiento.

Uno se culpa de lo que ha hecho, pero se avergüenza de lo que es: el daño es más grave.

Así, la vergüenza es siempre una vergüenza de sí: la persona no solo rechaza sus actos sino a sí misma por completo.

La expresión “muerto de vergüenza” expresa perfectamente hasta qué punto es posible sentirse mal.

La vergüenza puede ser un problema si es intensa porque provoca mucho sufrimiento y una especie de “doble pena”:

  1. El juicio social negativo de los demás. Si es que existe, pues a menudo las personas son mucho más indulgentes de lo que pensamos.
  2. El juicio negativo que hacemos recaer sobre nosotros. En general, somos nuestros críticos más severos.

La vergüenza conduce a menudo a replegarse en sí mismo, a rehuir la mirada y el contacto de los otros, lo cual la agrava.

Los psicoterapeutas lo tienen muy en cuenta: se sabe que las víctimas de traumas –violaciones, agresiones, incestos...– suelen tener tanta vergüenza de lo que han sufrido que tardan mucho tiempo en atreverse a hablar de ello.

¿Deberíamos perder la vergüenza?

Con todo, la vergüenza no es siempre inútil y tóxica. Imaginemos cómo sería un mundo donde nadie tuviera jamás vergüenza, donde ningún invitado se mostrara incómodo por habernos roto algún objeto, donde no se sintiera la culpabilidad por hacer sufrir al prójimo. No sería agradable ni confortable, ¿verdad?

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De hecho, la vergüenza desempeña un papel útil para facilitar la vida en colectividad, y por eso es universal en la especie humana: sin ella, las relaciones sociales serían mucho más duras y violentas.

Nuestra sociedad moderna ya no utiliza abiertamente la vergüenza como instrumento de regulación social, pero sí lo hizo en el pasado: en las plazas de los pueblos se exponía en la picota a los reos de delitos menores para que todos fueran a burlarse de ellos; sobrevivían, por supuesto, pero después de tal humillación no tenían ganas de reincidir.

En las escuelas, se ponía en un rincón a los malos alumnos con unas “orejas de burro”; se suponía que esto podía motivarlos a trabajar mejor o, al menos, a no perturbar el trabajo de los demás.

Nuestra sociedad se ha hecho más intolerante al uso público de la vergüenza, y esto es algo positivo; pero el sentimiento de la vergüenza y su buen uso siguen siendo útiles a un nivel personal.

No intentemos, pues, desterrar la vergüenza del registro de nuestros estados de ánimo.

No tengamos miedo a sentirla: puede ayudarnos a ver hasta dónde no debemos llegar. Solamente debemos intentar no dejarnos dominar por ella.

No permitamos que nos aísle: cuando suframos por su causa, confiémoslo a nuestros allegados, sin desvalorizarnos.

Y, sobre todo, intentemos no infligírsela a los demás, humillándolos: una vergüenza manipulada así y no autoproducida no conduce a un deseo de cambio personal sino a uno de venganza. El filósofo Nietzsche lo expresó perfectamente en La gaya ciencia:

—¿A quién llamas malo?
—Al que siempre quiere avergonzar.
—¿Qué consideras más humano?
—Evitarle la vergüenza a alguien.
—¿Cuál es el signo de que se ha conquistado la libertad?
—No avergonzarse ya de uno mismo.

Simplemente, sentirse un poco incómodo de vez en cuando es más que suficiente.