Uno de los grandes misterios de nuestra conducta cotidiana es esa absurda tendencia que tenemos todos a repetir situaciones indeseables, a establecer vínculos perniciosos con un mismo tipo de personas o a enredarnos en problemas aun sabiendo por experiencia cuál será su previsible resultado. Una actitud enfermiza y muchas veces peligrosa que confirma nuestra propia neurosis y que solemos definir con el término de autoboicot.
Date permiso para cambiar
“Es que me boicoteo”, suelen decir muchas personas frente a un repetido fracaso... “No me permito que me vaya bien”, argumentan, como diciendo que actúan casi a sabiendas, propiciando que las cosas salgan mal. “Siempre hago algo para sabotear mis éxitos”, concluyen triunfales. Permíteme decirte que no creo en estos argumentos. Dudo de que tantas personas puedan querer arruinarse la vida... A mi entender, casi nunca es el caso.
Los beneficios del autoboicot
Lo que sucede es que la idea del autoboicot mantiene intacta la autoimagen y la idea del poder de nuestro deseo sobre la realidad. “No es que yo no pueda con esto, sino que, en el fondo (muy en el fondo), no quiero”, dicen intentando convencerse de que, a pesar de todo, el universo sigue respondiendo a su poder.
¿Por qué siempre pasa lo mismo?
Albert Einstein decía que solo conocía dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, y que esta última se hacía ostensible cada vez que, después de hacer lo mismo de siempre, el hombre esperaba un resultado diferente. A la luz de esta frase, a la pregunta “¿Por qué me sucede siempre lo mismo?” deberíamos contestar: “Sencillamente porque me he conducido del mismo modo... una vez más”.
Descartada la idea de que las personas elegimos de forma deliberada cosas que nos dañan y como tampoco nos consolamos echándole la culpa a alguien, conviene admitir que, por alguna razón, (error de razonamiento, mandato aprendido o hábito tóxico) pensamos que el camino que deberíamos tomar para cambiar de rumbo parece aún peor. Dicho de otro modo, sabemos que algo tendríamos que cambiar para actuar de un modo verdaderamente distinto y esperar un resultado mejor, pero no podemos ni pensar en esa otra opción...
Las trampas de la identidad
¿Cuál es la razón? Desde algún recóndito lugar de nuestro frío intelecto resuena una alerta que nos avisa, con luces rojas, amarillas y azules, de que este otro modo de actuar va en contra de la idea que tenemos de nosotros mismos. Aunque quizá sea más efectivo y nutricio, se opone a lo que yo y los demás creemos que soy, se opone a “lo que siempre fui” (como si esa fuera una buena razón para descartar una actitud diferente).
Para salir de este círculo vicioso de nuestra “identidad”, deberemos aceptar que tal vez no somos quienes pensábamos que éramos o, por lo menos, que no somos solo eso. Deberemos dejar en el camino alguna de las “cualidades” que más apreciamos de nosotros mismos y cuestionar aquellas características de las que con demasiada frecuencia presumimos sin razón ni mérito.
Educación: atados a lo correcto
Nuestra educación nos hace saber desde muy temprana edad lo que nos está permitido hacer y pensar y lo que no; nos propone y condiciona un guion y una determinada forma de interpretar el mundo; nos ayuda a armar un programa “correcto y aceptable” para nuestra vida, que contemple la presencia de algunas virtudes y defectos que conviene desarrollar aunque no nos pertenezcan del todo.
Los hemos desarrollado desde los primeros años de nuestra infancia para encarar esa permanente necesidad de ser queridos, mirados y aceptados por otros. Debido a nuestra indefensión frente a los adultos, aprendimos, más por imitación que por mandato directo, que debíamos temerle al rechazo de los demás. Y, en un nivel mucho menos consciente, que también podría tener consecuencias imprevisibles, como el abandono imaginario de los padres o el retiro definitivo de su afecto.
Así vamos construyendo nuestra identidad, esa parte de nosotros a la que llamamos “yo”, un espacio de pocas sorpresas y de pocos cambios, una “zona de confort” a veces no demasiado confortable, un espacio interior al que nos hemos acomodado, aunque no sea siempre demasiado cómodo.
Sal de tu zona de confort
Afortunadamente, este condicionamiento no es necesariamente eterno, podemos crecer, llegar más allá, expandir fronteras. Si nos volvemos “buscadores de”, nos daremos cuenta de que la vida, esa que vale la pena vivir, es por fuerza un riesgo, y que encerrados en la cárcel aparentemente segura de “lo que siempre fue, es y será así”, o atrapados en la rígida postura del “Yo soy así” terminaremos tarde o temprano prisioneros de nuestra identidad, limitados por nuestra propia dimensión del mundo interior y exterior. Acabaremos apagándonos poco a poco y distanciándonos de los que están a nuestro alrededor, ya que, inmersos en los prejuicios de nuestra zona de confort, viviremos cada situación nueva como una amenaza y a cada uno de los otros como un enemigo.
El cuento del alpinista
Suelo contar la historia de aquel alpinista que intentaba hacer cima en el Aconcagua. En su tercer intento, una tormenta terrible lo sorprendió en la mitad del ascenso.
La noche cayó de pronto y una nevada apareció en pocos minutos para complicar el desafío. Subiendo por un acantilado, a solo 100 metros de la cima, el alpinista resbaló y comenzó a caer hacia el suelo a gran velocidad, con la terrible sensación de ser succionado por la gravedad.
Los momentos más importantes de su vida pasaron frente a sus ojos, y él se dio cuenta de que había pocas posibilidades de salvarse.
De repente sintió un tirón muy fuerte que casi lo parte en dos... Una de las cuerdas de seguridad, que él mismo había clavado más arriba, había detenido su caída. Se aferró a ella con todas sus fuerzas, aunque todavía no estaba a salvo. Colgado de esa soga en medio de la montaña era muy posible que la expedición de rescate que saliera a buscarle nunca lo encontrara o llegara demasiado tarde.
En esos momentos de tensión, tiritando de frío, ciego por la nevada y con el cuerpo lastimado, una voz interior le susurró.
—No hace falta este sufrimiento inútil... ¡Corta la cuerda!
El alpinista se aterró de lo que pasaba por su mente.
Él siempre había sido alguien que no se rendía. Siempre había resistido más que nadie.
Siempre había sido fiel a su espíritu de lucha.
—¡Nunca! –se gritó para darse ánimos.
El diálogo con él mismo se mantuvo así durante muchas horas, hasta que, rendido, el alpinista se desmayó.
Cuentan que el equipo de rescate lo encontró colgado de su cuerda, justo frente al refugio, a medio metro del suelo. Si hubiera escuchado su voz interna, soltarse de la cuerda le hubiera evitado la agonía.
Reescribe tu guion
La gran llave de una buena calidad de vida es concedernos el derecho de cuestionar pautas y darnos los permisos para explorar con curiosidad e interés todo lo que el cuerpo, el alma y el espíritu nos demanden.
Aprendamos a reescribir con consciencia y responsabilidad el guion que estaba determinado por los mandatos de nuestra educación: démonos cuenta de que estamos atados a un mundo que ya no es, y a un nosotros que ya no somos. Animémonos a reemplazar aquel proyecto que nuestros padres y maestros sembraron en nosotros por uno realmente propio, absolutamente alineado con los gustos y apetencias de nuestro ser, aquí y ahora.
Y no desesperemos, ya que, si lo logramos, quedará un nuevo desafío: contribuir como padres, como maestros, como jefes, como dirigentes o como simples habitantes del mundo, a que cada persona, niño, adulto o anciano se conceda, conscientemente, este permiso.