El sentido último de la vida de las personas no pasa, a mi entender, por llegara ser felices ni por acumular logros. Ni siquiera por el tan publicitado objetivo de conseguir dejar huella de nuestro paso ayudando a los demás. Creo que el verdadero y único desafío, significativo y común a todos, es enfrentarnos a la nada fácil tarea de volvernos cada vez más sabios.

Aunque estoy convencido también de que, en ese camino, conseguiremos por añadidura ser más felices, lograremos más cosas y dejaremos detrás de nosotros la estela imborrable de lo mucho que hemos hecho y legado a otros. Se aprende a sumar y a restar en la escuela; a nadar, en la piscina del club; y a montar en bicicleta, de la mano de una madre o de un abuelo en la plaza de al lado de casa. Pero ¿dónde se aprende a ser más sabios? ¿Quiénes serán nuestros maestros? ¿Donde está esa escuela?

No existe tal escuela, no hay un lugar específico al que haya que asistir, ni un iluminado, maestro único dispuesto a enseñarnos todo lo que debemos saber… Para bien y para mal, la única escuela para este aprendizaje es la vida misma. Es fácil entender, dicho esto, por qué sustentamos siempre que la sabiduría es un patrimonio de los mayores, de los que han vivido más tiempo y, por lo tanto, han aprendido más cosas.

Aprovechar la escuela de la vida para ser más sabios

En la entrada de la escuela pública donde mis hijos cursaron sus primeros años de primaria, había un texto pintado en elegantes y cuidadas letras blancas. Desde el título se anticipaba su sentido y contenido: “Reglas de la escuela”. Y enumeraba, una tras otra, algunas normas a cumplir por los alumnos. Decía, más o menos:

  1. No faltar.
  2. Cuidar la escuela.
  3. Hacer muchos amigos.
  4. Ser buen compañero.
  5. Cuidar los útiles.
  6. Prestar atención a los maestros.
  7. Aprender a divertirse mientras se aprende.
  8. Pedir perdón si se daña a otros.
  9. No enfadarse cuando algo no sale. Volver a intentarlo.
  10. Venir a la escuela con ganas de aprender.

Y se me ocurre que estas normas, que ni son perfectas ni son todas, podrían servir como guía de principiantes para cualquier escuela. ¿Por qué no también para la de la vida?

1. No faltar

Faltar, en este aprendizaje de lo cotidiano, sería “no vivir”. No asistir participativamente a la propia existencia. Pasar por la vida sin comprometerse, sin estar allí realmente. El lamento, la queja y el lloriqueo como sistema nos sacan del presente y nos alejan de la clase de hoy. Compromiso y presencia responsable son las actitudes necesarias para no faltar a la cita.

Sostener los principios y defenderlos de todo corazón, la única manera de hacer efectiva esa presencia.

2. Cuidar la escuela

Cuidar la escuela es cuidar la vida. La propia y la ajena. La de los seres queridos y la de los desconocidos. La de los compatriotas y la de los habitantes de los más lejanos países. La de las personas y la de los animales, aquí y en todas partes; pero, sobre todo, cuidarla no solo ahora sino también cuando ya no estemos en la escuela.

3. Hacer muchos amigos

La vida es un camino personal, pero nunca solitario. No se puede aprender si no hay de quién, y su sentido tiende a desaparecer si no tenemos con quién compartirlo. La dificultad se divide cuando la enfrentamos junto a un amigo; el goce se multiplica si lo podemos compartir. No estamos solos en el universo.

La amistad es la mejor manera de intimar y, para aprender todo lo que queremos aprender, es imprescindible la amistad de muchos.

4. Ser buen compañero

En la escuela de la vida, ser un buen compañero es comprender lo que le pasa al otro y necesita, aunque su deseo vaya en contra de nuestros intereses, y defender su derecho de luchar por ello. Es comprender el concepto del “nosotros”, sabiendo que todos somos uno; aunque solo sea porque somos compañeros de curso.

La palabra compañero, en su raíz etimológica, significa “aquel que comparte con nosotros el pan” y, por extensión, “aquel con quien comparto lo bueno y lo malo que tengo y que soy”.

5. Prestar atención a los maestros

La mejor enseñanza, el aprendizaje más importante, puede ocurrir a cada momento. En la escuela de la vida, nadie es el maestro porque todos lo son. Por lo tanto, es necesario estar conscientes y atentos todo el tiempo, dispuestos a exprimir cada momento hasta sacarle el más preciado jugo de lo que puede enseñarnos cada cual en cada momento.

En esta escuela, el maestro o la maestra no son solo aquellos que, con bata blanca, dictan su clase desde el estrado; son también y, sobre todo, los que escuchan con nosotros y los que nos siguen, incluso aquellos que supuestamente saben menos. Prestar atención es ser consciente de lo que soy, de lo que hago y de lo que siento en todo momento, pero también es darse cuenta de que, ya que tú eres también mi maestro, debería estar atento en cada encuentro a lo que me dices, para no perderme nada de lo que tienes para enseñarme.

6. Cuidar los útiles

Los útiles en esta escuela son de todo tipo, tamaño e importancia. Herramientas y recursos de los que miles de veces hablamos aquí. Internos y externos, innatos y adquiridos, de uso frecuente o sofisticados y reservados para pocas ocasiones… Pero todos ellos deben ser cuidados, entrenados y alistados. Debemos conocer con qué contamos para poder utilizarlo en cada momento. Como decía un famoso humorista argentino, “es mejor estar preparado y no ir, que ir y no estar preparado”.

7. Aprender también puede ser divertido

Los aprendizajes no tienen por qué ser serios ni circunspectos. La sabiduría no es severa ni aburrida; al contrario, nos abre a un mundo de más goce y satisfacción. La rutina aburre porque no enseña. No olvidemos que la palabra aburrirse viene de “burro” y evoca la vida del pobre animal que da vueltas alrededor de la noria recorriendo, una y otra vez, el mismo camino.

La risa, en cambio, despierta ese niño o esa niña que alguna vez fuimos y toda nuestra intuición se pone al servicio del aprendizaje, sin limitaciones ni prejuicios.

Jugando con la vida aparece lo mejor de lo que yace en nuestro interior, y se puede explorar el universo como si fuera tan nuevo y sorprendente como es.

8. Pedir perdón si hacemos daño

Durante nuestro curso, y porque estamos aprendiendo, es inevitable equivocarnos. Y es inevitable que algunos de esos errores puedan hacer daño a otros. Para seguir aprendiendo, es imprescindible hacernos responsables de lo que hacemos, pensamos y decimos.

Y, por supuesto, parte de ese hacerse responsable es disculparse si hacemos daño a alguien, incluso sin quererlo. Solo los tiranos y los autoritarios no se disculpan. Es parte del aprendizaje enfrentarse con los tiranos, tanto internos como externos.

9. No enfadarse cuando algo no sale bien

En la escuela de lo cotidiano, lo primero que aprendemos, aunque no siempre seamos conscientes de ello, es que solo se aprende de los errores. Animarnos a cometer errores es marcar la diferencia entre un recorrido mediocre y sin sorpresas o una escolaridad llena de luz y descubrimientos. Es necesario hacer las cosas, aun para equivocarse y volver a intentarlo, pidiendo ayuda, si es necesario, con toda la humildad de la que seamos capaces.

10. Venir con ganas de aprender

He conocido a demasiada gente que transita por la vida privilegiando los resultados y, sobre todo, la gloria y el aplauso que otros conceden a los que más consiguen. El buen alumno es aquel que valora más su progreso que los resultados, aquel que se satisface plenamente con lo que aprende sin necesidad de ufanarse de ello frente a los demás.

La educación no es una serie de aprendizajes definitivos sino una búsqueda permanente sobre temas que se encadenan. Hay que dotar a los individuos de capacidades y no de conocimientos estereotipados y puntuales. Esta escuela no premia al que mejor repite los puntos de vista ajenos sino al que se anima a explorar la vida con una actitud abierta, alerta y reflexiva.

Esa es la garantía de un buen aprendizaje y también el pasaporte a una juventud eterna, dado que no es cierto que por fuerza dejamos de aprender cuando envejecemos, pero sí lo es que por fuerza envejecemos cuando dejamos de aprender.