Si soñamos con una civilización solidaria, de cooperación y colaboración entre las personas pero no sabemos qué hacer al respecto, pensemos que las mujeres podemos asumir un rol fundamental. De hecho, algunas de nosotras tenemos una oportunidad excepcional cuando estamos por dar a luz a un nuevo niño que va a ser parte de la humanidad.
Ese nuevo niño puede quedar apartado de los encadenamientos de desamor que arrastramos a través de muchas generaciones. ¿Cómo cortar ese eslabón de mandatos, prejuicios, autoritarismo y ceguera emocional? Haciéndole caso al niño y bebiendo de su sabiduría innata, usando solo el criterio del niño. De ese modo tan sencillo, podríamos reparar años de violencia inhumana.
¿Cómo haríamos algo así? Respondiendo milimétricamente a lo que el niño reclama. No hay peligro, porque nadie pide lo que no necesita. El niño no va a demandar nada que no surja del fondo de su ser. Simplemente, tendremos que ponernos en sus manos y responder, aprendiendo y confiando en su sentido común.
Esa es la cuna del amor. Al inicio de la vida, las criaturas humanas traemos todo el amor del universo, preparado para ser desparramado. Por eso, si los adultos facilitamos el despliegue amoroso de los niños pequeños, luego todos nos convertiremos en personas más amables y cuidadosas con nuestro entorno.
Amar a nuestros hijos para cambiar el mundo
Qué simple sería organizar nuestra civilización según las necesidades de los más pequeños. Adaptada a los más pequeños. Placentera y dichosa para los más pequeños.
Pero ¿cómo llevar a cabo esta manera de vincularnos? Podríamos estar al servicio de los niños y no al revés. Adaptarnos a todo aquello que el niño manifiesta o reclama en lugar de pretender que los niños se adapten a la comodidad de los adultos.
¿Hasta cuándo? Hasta que el niño se sienta confortable. Esa es la medida: el confort de un niño.
¿Es esperable que los niños organicen todas las áreas de nuestras vidas? Sí, necesitamos centrarnos en el bienestar original del ser humano, destacando los vínculos primarios, es decir, la relación entre adultos y niños.
Los seres humanos nos hemos extraviado hace mucho tiempo. ¿Desde cuándo? No lo sabemos. Los libros de historia se refieren a épocas demasiado recientes, por lo tanto no tenemos referencias fiables ni recuerdos de un pasado que nos permita querer retornar allí. A falta de referentes históricos, me permito tomar como el referente más confiable al niño tal cual llega al mundo.
Estoy segura de que si confiáramos en la naturaleza instintiva de cada niño, recuperaríamos el sentido común, la alegría y la prosperidad. Y, sobre todo, recuperaríamos algo que hemos perdido hace muchas generaciones: la capacidad de amar al prójimo.
¿Qué pasa cuando un niño crece pero nunca ha sentido frustración, no ha tenido “límites” ni conoce la hostilidad del mundo? Con frecuencia suponemos que el niño debería enterarse de las dificultades cotidianas, pero es ilusorio creer que un niño no confronta permanentemente con obstáculos relativos al hecho de vivir. Sin embargo, si es acompañado, acompasado y comprendido en su crecimiento, aumentará su capacidad para comprenderse a sí mismo y luego será capaz de amar a su prójimo.
Sin embargo, seguimos preocupados pensando en qué momento el niño va a aprender que el mundo es un lugar cruel, difícil y repleto de problemas. A decir verdad, el niño ya lo sabe: va a la escuela, se relaciona con niños abandonados o violentados, con maestros y vecinos y con la realidad que lo circunda. Pero la maravilla de un niño amado y apoyado en su ser esencial es que puede ser solidario con todos, incluso con quien le hace daño, porque comprende el sufrimiento que hay en el corazón de quien lo lastima.
Por eso insisto en que el amor al inicio de la vida garantiza un despliegue abierto y cuidadoso hacia todos. Ahí tenemos la única revolución urgente para emprender: la de responder minuciosamente a aquello que el niño necesita.
Claro que muchos de nosotros no hemos atravesado nuestras infancias en esas condiciones. Sin embargo, nos convertimos en adolescentes, luego en jóvenes y después en adultos en mejores o peores condiciones emocionales.
Muchos de nosotros –acostumbrados a reclamar cuidados cada vez con mayor desesperación– aún nos encontramos luchando con el propósito de obtener el caudal de cariño que no recibimos cuando fuimos niños. Algunos pocos –en cambio– nos sentimos seguros, colmados y plenos, listos para ofrecer todos nuestros recursos a favor de los demás.
Como regla general, parece obvio que la humanidad precisa mayor caudal de adultos dispuestos a dar, en lugar de adultos hambrientos de reconocimiento y de pertenencia. Para devenir en esos adultos generosos, tenemos que haber sido criados en el amor y en el respeto sin fisuras.
¿Y qué acontece cuando nos encontramos al final de este camino? Por lógica, no sucede nada demasiado diferente a lo que hemos establecido a lo largo de nuestro recorrido en la Tierra. Si hemos desplegado toda nuestra existencia reclamando amor desde nuestro hambre emocional, es probable que en este último estadio nos encontremos en el mismo nivel infantil pretendiendo recibir en lugar de dar.
Sería una pena succionar la energía vital de nuestra descendencia. Sin embargo, ¿hay tiempo para cambiar? ¡Por supuesto! Mientras estamos vivos siempre es el momento justo. Este periodo puede ser particularmente mágico, porque sabemos que estamos jugando las últimas cartas y que están repletas de oportunidades para ofrecer algo valioso y sabio a quienes aún van a permanecer en el mundo físico.
¿Qué podemos hacer concretamente? Estar al servicio de los demás, con los recursos que tengamos disponibles. Tal vez estamos enfermos o débiles físicamente, sin embargo somos capaces de escuchar –con verdadero interés– las preocupaciones de quienes queremos. Podemos derramar nuestras experiencias con apertura de espíritu para que otros las puedan utilizar. Podemos alentar a quien sea a volar y a explorar mundos desconocidos. Podemos intervenir para acercar a hermanos, familiares o amigos que estén distanciados por cuestiones sin importancia. Podemos liberar a quienes nos cuidan cuando no sea absolutamente necesario. Podemos regalar nuestras pertenencias porque ya no las vamos a necesitar. Podemos aprovechar pequeños momentos de recogimiento, encuentro y cariño entre personas próximas afectivamente, para celebrar la vida en todas sus etapas. Podemos regalar –a quienes seguirán en la vida física– una experiencia de entrega, amor y generosidad que los acompañará en los momentos difíciles.
Hay mayor alegría y goce cuando transitamos los últimos tramos de la vida, aumentando el amor que tenemos para dar. Recordemos que nunca es tarde. Siempre es el momento oportuno para dejar una huella positiva en el corazón de alguien que espera señales claras y precisas para decidirse al fin a amar, en una rueda misteriosa que gira y gira, en una danza entre el amanecer y el anochecer permanente.