Todos conocemos o hemos conocido a personas que basan sus relaciones personales en el chantaje emocional y la manipulación de los demás a través del victimismo.

Realizando un resumen muy esquemático de lo que entendemos por una personalidad victimista, podríamos decir que estas son personas con una visión muy negativa de la vida, que creen firmemente que todo el mundo está en su contra.

Debido a esta convicción, culpan a los demás de todo lo malo que les sucede. Estas personas, que siempre pretenden acaparar todo el interés y el cuidado de sus familiares y amigos, cuando no se les presta una atención continuada, se enfadan enormemente y muestran su descontento a través de palabras muy duras y crueles.

En una rápida búsqueda por internet, podemos comprobar la mala fama que tienen este tipo de personas. Encontramos expresiones como “personalidad victimista manipuladora”, “15claves para tratar con victimistas sin desesperarte en el intento” o “victimismo crónico, personas que se quejan por vicio”

Sin embargo, como siempre hacemos en este blog, me gustaría profundizar un poco más para tratar de comprender a este tipo de personas y hacernos una idea de cómo han podido desarrollar este tipo de actitudes.

Estoy convencido de que, cuando lo veamos, nuestras ideas preconcebidas sobre ellas cambiarán.

Juana y el peso del pasado

Para llevar a cabo esta inmersión en la personalidad victimista, os propongo acompañar a Juana a lo largo de diversas experiencias vitales que marcaron su forma de afrontar la vida.

A Juana (que en aquellos días tenía 75 años), la conocí en unas sesiones de asesoramiento que realicé, a petición de sus hijos, con toda su familia.

Estos estaban preocupados porque cada reunión de fin de semana se convertía en una discusión alrededor de la abuela que acababa por manipular a todos a través de sus chantajes y de su victimismo.

Para comprender su historia, comencemos situando a Juana como la menor de una numerosa y humilde familia de 8 hermanos que a penas sobrevivía trabajando los campos del terrateniente local.

Como era habitual en aquella paupérrima España de posguerra, la máxima prioridad de los padres, que ya habían perdido dos hijos, era la supervivencia de todos los miembros de la familia, por lo que, la atención emocional de sus hijos no era algo que ni siquiera conocieran o se plantearan.

Sin embargo, el corazón de los niños no entiende de circunstancias económicas o culturales.

Necesitada de una apoyo y de un amor que jamás recibió, Juana creció, a pesar de vivir en una casa pequeña y rodeada por todos sus hermanos, sintiéndose enormemente sola.

La falta de apego en la infancia nos hace hipersensibles

En el trabajo terapeútico que realizó junto a su familia, Juana nos relató cómo no recordaba haber recibido jamás un gesto amable o cariñoso por parte de su madre o de su padre.

Desde su niñez, Juana estaba convencida de que ni su padre, ni su madre, la amaban. A medida que fue creciendo, la pequeña desarrolló una hipersensibilidad ante el abandono.

Por ello, siendo ya adulta, cualquier pequeño gesto de su marido o de sus hijos que ella interpretase como falta de cariño, le hacía revivir la angustia y el vacío emocional que sintió en su infancia.

Sus familiares me relataban que, cuando alguien la cuestionaba o la llevaba la contraria, Juana se ponía a la defensiva. En estas situaciones, era habitual que les dedicara expresiones como “no me queréis” o “me vais a matar de un disgusto”. En el fondo, estaban escuchando la versión adulta de aquella niña que busca desesperadamente el cariño de su madre y su padre.

Junto al sentimiento de no haber sido amada jamás, siempre expuesta, de niña y de joven, a los caprichos de los demás, Juana creció con la sensación de una completa falta de control sobre su propia vida.

Sus padres y sus hermanos mayores eran los que decidían si podía jugar o tenía que hacer la comida, si podía estudiar o tenía que ponerse a trabajar. Por lo cual, podemos comprender su visión negativa de la vida y la tendencia a achacar sus desgracias a factores externos.

Mejorar la relación con una persona victimista

Convivir con personas victimistas, ciertamente, resulta agotador y complejo. Sus reacciones exageradas afectan enormemente a su entorno más cercano, encerrando a todos sus miembros en un círculo de negatividad, de discusiones y distanciamiento.

Sus familiares y amigos se cansan de estas actitudes negativistas y acaban por desear no pasar tiempo junto a una persona tan sumamente tóxica. Sin embargo, es importante tener presente que ellas también son víctimas de sus propios patrones, quizá arrastrados desde la infancia.

Su manera de interpretar las relaciones con los demás se ve muy condicionada por su pasado; no están fingiendo cuando reclaman atención o cuando “chantajean” con su mala salud.

Si sus hijos no les llaman a diario o sienten que no se les quiere por el mero hecho de opinar diferente sobre cualquier tema, la angustia y al vació del pasado reaparecen con fuerza, haciéndoles sentirse, nuevamente, solos, enfermos y abandonados.

Evidentemente, no sería saludable para los demás miembros de la familia permitir que estas personas manejen y manipulen todas las dinámicas familiares mediante el victimismo, pero ignorarlas tampoco soluciona nada, sólo lograría aumentar el malestar que ya sienten.

Una alternativa más conciliadora es hacerles ver que, aunque no se atiendan inmediatamente todas sus demandas, sí se les ama y se les respeta.

Gracias al trabajo que realizamos en consulta con toda la familia, el marido, los hijos y las nueras de Juana comenzaron a cambiar sus reacciones de rechazo ante su victimismo por actitudes más comprensivas y conciliadoras.

Incorporaron frases como “Abuela, quizá no te sentiste querida de pequeña, pero ahora la situación es diferente. Ahora te queremos y, aunque no estemos todo el día juntos o no estemos de acuerdo en todo, eso no va a cambiar lo que sentimos”.

Poco a poco, entre todos, la ayudaron a dejar su pasado atrás, para poder disfrutar de su presente y de su familia actual, tan diferente a la que tuvo de pequeña.