Por Sergio Sinay

Muchos de nuestros momentos de sufrimiento en la vida se relacionan con la imposibilidad de soltar. Tememos el cambio: dejar de ser quienes somos si nos alejamos de una persona o si ella se aparta de nosotros, aun cuando el vínculo que nos une haya cumplido su función, haya completado su ciclo. Nos da miedo quedarnos en el vacío si dejamos un trabajo, aunque nos provoque más perjuicios que beneficios.

Tememos perder nuestra identidad si nos mudamos de casa, de barrio o de ciudad, incluso cuando existen buenas razones para ello. Nos aterra la muerte de los seres queridos que nos anteceden en la vida y que, según la ley natural, partirán inexorablemente antes que nosotros.

Pero haz una sencilla prueba. Sujeta dos balones, uno con cada mano. Previamente, coloca un tercer balón sobre una mesa, cerca de ti. Intenta asirlo. Si los balones tienen un tamaño que ocupe tus manos, es muy probable que la tarea te resulte imposible. Si de verdad quieres quedarte con el tercer balón, si realmente quieres jugar con él, solamente te quedará un camino: tendrás que soltar uno de los otros dos.

La vida con sentido

Llegamos a convencernos de que somos lo que hacemos y de que, si dejamos de hacerlo, dejaremos de ser. Así, nuestras intenciones amorosas o vocacionales, los vínculos que nos han enriquecido, los lugares en los que fuimos felices, las personas con quienes crecimos o a quienes ayudamos a crecer se convierten en poderosas cadenas que atrapan nuestros tobillos y nos impiden avanzar en el camino de la madurez, de la libertad, del desarrollo emocional y espiritual.

Saber soltar es una de las claves de una vida con sentido. Stephen Tobin, un reconocido psicólogo gestáltico, afirma que “cuanto mayor es la capacidad de una persona para concluir situaciones o relaciones, más auténticas son esas relaciones y situaciones”. Y señala: “Las personas que pueden despedirse con un buen adiós son más capaces de comprometerse totalmente con los demás de una forma realista, fresca y significativa”.

¿Qué significa un buen adiós? No se trata, necesariamente, de una despedida con música de violines, miradas lánguidas y promesas acerca de futuros reencuentros.

Un buen adiós es aquel que nos permite quedar de frente a la vida, y no de espaldas, como ocurre cuando permanecemos aferrados al pasado o con las manos ocupadas con unos balones que nos impiden coger otro que nos permita experimentar un nuevo juego.

El buen adiós nos ayuda a reconocer que aquello que dejamos atrás ha contribuido a ser quienes somos. Un buen adiós –también cuando la otra persona ha muerto–es aquel en el cual, incluso en medio de la tristeza de la despedida, podemos reconocer lo que nos nutrió y nos permite sentirnos íntegros después de soltar, porque en cada situación o en cada relación hay algo que se ha incorporado a nosotros y que, aunque aún no lo reconozcamos, nos ha hecho crecer. Nos ha hecho cambiar.

Dejar ir puede ser una prueba de amor

Un buen adiós es, en definitiva, sinónimo de desapego. Y el desapego, el saber soltar, es a menudo una gran prueba de amor. Amor a un hijo, para dejarlo ser un individuo autónomo. A una persona querida que se va de la vida, para no interrumpir los ciclos de la existencia.

A un grupo o a un trabajo, como comprobación de que han sido nutricios para nuestro desarrollo y de que ya estamos en condiciones de continuar nuestra exploración de la vida. A una casa o a una ciudad, porque partir para madurar es reconocerlas como nido y no como jaulas.

Cuando nos desapegamos, nuestro corazón queda impregnado de amor hacia aquel o aquello de quien lo hacemos. Cuando nos negamos a soltar, no es el amor lo que predomina en nuestro vínculo sino el temor a perder aquello a lo que nos aferramos y, con ese temor, el sufrimiento. No soltamos porque tememos sufrir y sufrimos por no soltar.

¿Ha llegado la hora de decir adiós?

El sufrimiento, justamente, es un indicador. En las situaciones de apego, alguien sufre; si no somos nosotros, es el otro. Y cuando ese sufrimiento se manifiesta, se reitera y se estaciona, es tiempo de soltar. Cuando percibimos que, en una determinada situación o vínculo, nos estamos estancando y que, aunque intentemos algo diferente, el estancamiento perdura, es momento de soltar.

Cuando el apego ya no tiene más razón que el hábito y no aparecen propósitos que den sentido y trascendencia, es el momento de soltar.

“El apego es una prueba de no aceptación, de no admitir que las cosas son como son”, dice John Stevens, otro prestigioso psicoterapeuta gestáltico. La aceptación es una capacidad de las personas maduras, de quienes sienten que, no siendo completas ni perfectas, están en condiciones de valerse por sí mismas. Estas personas han aprendido a soltar a partir de circunstancias diferentes, ya que han aprendido nuevos y valiosos recursos existenciales de las despedidas, incluso de las que son dolorosas.