En las tardes de verano de mi infancia me entretenía a veces observando a las hormigas. Siempre laboriosas, recogían los pedacitos de pan que iba desmigando del bocadillo de la merienda.

Me sentía cual un pequeño dios, pues mientras que yo podía verlas, ellas ignoraban sin duda mi existencia, creyendo que aquel maná caía milagrosamente del cielo.

Era sorprendente su capacidad de orientación y búsqueda, la incomprensible fuerza con la que levantaban y arrastraban enormes trozos de comida mucho mayores que su propia talla.

Había leído que estaban muy bien organizadas y que en sus galerías subterráneas iban almacenando alimentos, especialmente de cara al invierno. Me alegraba pensar que, cuando el frío hiciera acto de presencia, las miguitas que les había echado estarían bien guardadas y les serían de provecho.

Salvando las lógicas distancias que nos separan de estos nobles insectos, si pudiéramos contemplarnos desde un alto edificio, el espectáculo quizá no sería tan distinto.

Calles atestadas de peatones y vehículos que avanzan apresuradamente en varias direcciones, edificios donde se vive o se trabaja, tiendas de ropa y de comida, bancos que guardan dinero, iglesias en las que se reza... Parques con vegetación y pájaros en los que recreamos esa naturaleza a la que decimos amar, pero a la que solemos dar la espalda.

La vida, con sus anhelos y esperanzas, alegrías y frustraciones, está ahí cada día, como un gran río que se desliza a veces calmo, en ocasiones turbulento.

¿Cuál es la fuerza que mueve a cada individuo y por ende a la sociedad? Sabemos que no es una sola, sino una sinergia de impulsos de variado origen. Aunque el más básico y crucial de todos ellos sea simplemente: el deseo de vivir.

¿Qué intenciones hay detrás de nuestros actos?

El tema de la intención en sentido amplio nos lleva a considerar los distintos niveles en los que ese "deseo" de vivir opera.

Hay un impulso biológico no consciente, mediante el cual no nos olvidamos de respirar y digerimos los alimentos sin saber cómo lo hacemos. El instinto de conservación y de reproducción tienen aquí clara influencia.

El nivel psicológico abarca tanto los impulsos subconscientes como la racionalidad. Mediante la actividad mental podemos analizar las situaciones, prever peligros y lograr tener éxito en nuestros proyectos.

El orgullo y el miedo tienen su importancia en este ámbito, dado que a menudo el deseo de dinero o fama es el motor de muchas actividades. No alcanzarlos puede sumir en la frustración a muchas personas que han puesto ese objetivo como su meta principal.

Hay otro tipo de impulsos, que podemos denominar de índole espiritual, aunque habitualmente no seamos conscientes de ello. Es ese inefable deseo de infinito y totalidad que nuestro corazón anhela. Deseo de plenitud que, paradójicamente, supone el fin del deseo como tal, al menos en el sentido de actividad puramente egocéntrica.

Hay pues una oculta intención trascendente en nuestros propósitos aunque no siempre nos demos cuenta. Al igual que las flores sienten el poder vivificante del sol y hacia él se abren (heliotropismo) sin tener ojos para verlo.

Podríamos definir "la intención" como la convergencia de diversas fuerzas psicofísicas que culminan en la esfera consciente como pensamiento, sentimiento y voluntad.

Supone, en definitiva, el porqué y para qué hacemos las cosas, el sentido de nuestros actos. Como dijo el filósofo Cicerón: "Hay que atender no solo a lo que cada cual dice, sino a lo que siente y al motivo por el que siente".

Buenas y malas intenciones

Es bien sabido que pueden abrigarse buenas o malas intenciones. Las primeras se entiende que están exentas de engaño o deseo consciente de dañar, mientras que las segundas pueden perjudicar a otras personas.

En este último caso, con clara voluntad de hacer daño –desalmados o psicópatas– o simplemente como "daños colaterales" cuando el fin pretende justificar los medios.

La buena intención es ampliamente valorada en la sociedad, incluso cuando no alcanza su objetivo.

Frases como "con la intención basta", o "quien hace lo que puede no está obligado a más", así lo atestiguan. Mientras que la mala intención, aunque ni siquiera llegue a exteriorizarse, trasuda ya algo nocivo e inquietante.

Por otra parte, realizar algo reprobable sin la plena voluntad de hacerlo no puede juzgarse como totalmente imputable.

Así, no es lo mismo matar en defensa propia que hacerlo a sangre fría. Tampoco genera idéntico rechazo moral la mujer que se prostituye para alimentar a sus hijos que quien lo hace para vivir lujosamente. Ni es lo mismo robar alimentos para comer que enriquecerse malversando fondos, aunque a menudo se castigue más fácilmente lo primero.

Tampoco hay que olvidar que, de la misma manera, a veces puede hacerse algo que traerá malas consecuencias creyendo hacer el bien.

"El infierno está empedrado de buenas intenciones", afirmaba Bernardo de Claraval.

Bendiciones y maldiciones: la fuerza del deseo

El budismo, y con otras palabras el resto de religiones, afirma que nuestros actos (pensamientos, palabras y acciones propiamente dichas) suelen tener repercusiones, sean físicas o sutiles, que condicionan nuestro presente y futuro. Se cosecha lo que se siembra, como bien sabemos.

Hay ciertamente acciones "neutras", en el sentido de que ni perjudican ni benefician. Pero la mayoría pueden ser consideradas como creadoras de karma "positivo" o "negativo". Por eso cuando le preguntaron a Buda cuál era el fundamento de sus enseñanzas, dijo: "Hacer el bien, abstenerse del mal y purificar el corazón".

"Ten cuidado con lo que deseas, porque podría hacerse realidad". Esta frase pone de relieve que la intención es una fuerza poderosa que, mediante la ley de atracción de lo semejante, tiende a materializar lo que inicialmente es un impulso de la mente.

Tradicionalmente la bendición ("decir bien") significa que mediante el gesto y la palabra se transmite una buena influencia. Esto puede llevarse a cabo por la acción ritual de un sacerdote de cualquier religión, o también del padre o la madre, como buen augurio, por ejemplo antes de emprender un largo viaje o casarse (aprobación o consentimiento).

Por el contrario, que una persona con cierto tipo de poder o ascendente profiera una maldición ("decir mal") es tenido como influjo negativo. La, si se quiere, supersticiosa creencia en el mal de ojo indica que para hacer un mal tangible puede bastar con el deseo o con una simple mirada a la víctima.

En ambos casos se trata del poder benéfico o maléfico de la intención, que parece ir más allá del tiempo.

Es cierto que en buena medida lo que creemos determina lo que somos y lo que deseamos ser es lo que probablemente vayamos a ser. Por eso es importante, ya desde la infancia, dar una imagen de lo que el ser humano es lo más cierta y profunda posible.

No sabemos hasta qué punto la intención humana puede modificar la realidad, para bien o para mal. Incluso un biólogo, Bruce Lipton, sostiene que no solo el ADN determina el comportamiento de los genes, sino que también lo hacen el medio ambiente y el propio pensamiento.

La capacidad transformadora de una buena intención en la mente de muchas personas es pues una baza de primer orden para mejorar la sociedad.

Aunque la banalización de las cosas realmente importantes y la pérdida de valores que actualmente se aprecia supone un impedimento para que el sentido común y la bondad innata de las personas pueda manifestarse con mayor facilidad.

¿Cómo llegar a ser mejor persona?

Hay dos teorías principales respecto a la naturaleza humana:

  • la que supone que el ser humano es bueno por naturaleza, pero la sociedad lo corrompe;
  • y la de que nace impuro y la sociedad debe enderezarlo hacia el bien.

Seguramente ambas tienen parte de razón. Solo hay que tener en cuenta los motivos por los que esa buena voluntad esencial no siempre logra manifestarse.

La intención de hacer el bien de manera sincera y espontánea queda bloqueada a menudo por nuestro miedo (a perder lo que tenemos) y avidez (querer lo que no tenemos).

El "ego" nunca está satisfecho, por eso quiere siempre más, aun a costa del sufrimiento propio y ajeno.

El antídoto sería ampliar la perspectiva y pasar del deseo exclusivamente egocéntrico al deseo altruista que también valora el bienestar de los demás. Porque en el fondo todo está interconectado.

Como esa actitud no es fácil de mantener, la meditación y otras técnicas espirituales recalcan la importancia de conectarse periódicamente con nuestro ser interior y encontrar allí la paz y alegría que a menudo buscamos en vano fuera de nosotros.

Solo así el miedo y las frustraciones que originan nuestros extraños comportamientos (guerras y hambre en el mundo) podrían superarse, emergiendo lo mejor de cada ser humano, la intención correcta en definitiva.

Todo lo bueno y lo malo, cielo e infierno, se origina en nuestras mentes. Por eso cultivar la serenidad y estar en paz con uno mismo es fundamental en ese sentido.

En el Dhammapada o "El Camino del Dharma", puede leerse: "Todos los estados encuentran su origen en la mente. Si uno habla o actúa con un pensamiento impuro, el sufrimiento le sigue como la rueda del carro sigue el paso del buey. Pero si uno lo hace con un pensamiento puro, entonces la felicidad le sigue como una sombra que jamás lo abandona".

5 gestos cotidianos para tener mejores intenciones

En ocasiones es bueno alterar o incluso invertir los procesos mentales que, con el tiempo, forman patrones de comportamiento que condicionan la intención con la que hacemos las cosas. Hay muchos modos de conseguirlo.

No es preciso viajar a lugares exóticos o ingerir sustancias psicodélicas para contemplar la realidad con otros ojos. Puede bastar con cambiar por un momento de actitud.

1. Escuchar el silencio

Necesitamos del silencio para poder relajarnos y pensar con claridad, pues el ruido constante nos aturde y quita energía. Pero el silencio no es solo la ausencia de sonido. Podemos adiestrarnos para ser conscientes de su presencia en medio de las más variadas situaciones, incluso escuchando música.

2. Agradecer lo cotidiano

Es común quejarse por cualquier cosa que perturbe nuestra comodidad. Pero no solemos agradecer las muchas cosas que en la casa funcionan debidamente y nos facilitan la vida: la puerta que abre y cierra, la cama que nos acoge cada noche, el agua que nos limpia o el fuego que calienta la comida…

3. Amar el espacio

Ser más conscientes de la realidad del espacio es una terapia recomendable y poco conocida. Sin su invisible presencia no habría lugar para nuestro cuerpo, ni los sentidos captarían información, ni habría movimiento. Tanto en plena naturaleza como caminando por la calle podemos apreciar su vibrante vacuidad.

4. Alegrarse de la felicidad ajena

Solemos estar pendientes de nuestros propios deseos y nos alegramos cuando las cosas nos van bien. Incluso a veces con mayor placer si otros no logran tener lo que nosotros sí poseemos. Pero es también divertido y reconfortante participar de la alegría de los demás: bonitas risas y sonrisas, niños que juegan…

5. Refrescarse en el presente

Recordar el pasado o proyectarse en el futuro suele provocar dolorosas nostalgias o frustración por no tener lo que anhelamos. Pero podemos sentir simplemente el momento presente, sin tensiones, disfrutándolo allí donde estemos y con quienes lo compartamos.