¿Sientes que deberías parar de comer esa chocolatina y no lo haces? ¿Sabes que esas patatas fritas no te convienen pero sigues llevándotelas a la boca? ¿Sigues comiendo a pesar de ser consciente de que no deberías?

¿Este tipo de conflictos son una fuente de malestar en tu vida? ¿Consideras que no tienes control sobre tu comportamiento alimentario?

Responder de forma afirmativa a estas cuestiones resulta mucho más frecuente de lo deseable. ¿Cuáles son las causas de estos fenómenos y qué tipo de soluciones tenemos a nuestro alcance?

¿Por qué comemos lo que comemos? La respuesta a esta pregunta es cualquier cosa menos sencilla, ya que detrás de cada uno de nuestros bocados se encuentran múltiples y muy distintas motivaciones.

Antes que nada conviene no perder de vista que comer es mucho más que nutrirse. Se trata de una conducta compleja en la que están presentes e interaccionan factores de tipo biológico, psicológico y social, tanto internos como externos; algunos de ellos desestabilizadores de un equilibrio a menudo precario.

¿Se puede ser adicto a un alimento?

Trabajo, ejercicio físico, relaciones personales, televisión, internet, juego, drogas, formas de pensar, sexo, compras, alimentación… la lista de cosas a las que las personas declaran sentirse enganchadas hoy parece ilimitada. Pero, ¿somos realmente adictos a ellas?

Tomando una definición simple de lo que es un comportamiento adictivo se puede decir que se trata del uso compulsivo de una sustancia o de una conducta sobre la que no se tiene control a pesar de sus posibles consecuencias negativas.

La mayor parte de las veces las conductas no son un problema en sí mismas; lo que las convierte en problema es su frecuencia y duración.

Estar triste muchas horas al día durante muchos días seguramente puede considerarse un problema, pero estar triste varias horas un solo día o cinco minutos cada día probablemente no sea un problema para nadie, aunque coloquialmente pueda decir en esos momentos que "está depre".

Es obvio que cuando alguien dice que necesita chocolate no es lo mismo que cuando una persona adicta a la heroína siente necesidad de esta sustancia.

Es necesario, sin embargo, matizar que el desajuste entre lo que nos gustaría comer (y en qué cantidad y momento) y lo que realmente comemos puede ser muy grande y ocurrir frecuentemente, pero también pequeño y en momentos puntuales.

Es importante tener esto en cuenta porque muchas veces se etiquetan como adictivos comportamientos que no lo son, y ese etiquetado sobredimensiona el problema, lo hace mayor, o simplemente lo crea donde no lo hay.

También hay que distinguir entre diferentes tipos de adicciones.

  • Por un lado, están las llamadas adicciones químicas, que implican el consumo de sustancias que contienen componentes psicoactivos, es decir, que actúan sobre el sistema nervioso, alterando sus funciones.
    Pero incluso en este caso no pueden considerarse igual sustancias como la cocaína o la heroína que otras como el alcohol o el café, puesto que las primeras ejercen un efecto muy poderoso sobre el sistema nervioso mientras que las segundas, en cantidades moderadas, ejercen un impacto muchísimo menor.
  • Un segundo tipo de adicciones son las llamadas sociales, entre las que figuran las relativas a las compras, el sexo, internet o la televisión. Son de tipo conductual y no ejercen un efecto directo sobre el cerebro.

La comida se encuentra en una posición muy particular, puesto que los alimentos tienen componentes que pueden ejercer una influencia directa en la química cerebral pero, a la vez, cuentan también con una clara vertiente conductual dados sus influyentes aspectos psicológicos y sociales.

En cualquier caso, ¿puede la comida ser potencialmente adictiva?

¿Por qué sentimos placer al comer?

De una manera general, nuestra conducta está controlada por la búsqueda de estímulos agradables y la evitación de los desagradables.

En el cerebro tenemos unos circuitos del placer tremendamente poderosos que nos impulsan, por ejemplo, a buscar comida o pareja.

Cuando hacemos algo adaptativamente ventajoso, como comer o conocer a una persona interesante, el cerebro segrega un neurotransmisor llamado dopamina. La dopamina activa las vías del placer del sistema límbico, lo que produce una mezcla de euforia y confort.

El cerebro nos recompensa por ser buenos con nosotros mismos para asegurarse de que repetiremos esa conducta aunque suponga un gran esfuerzo.

Comer produce un gran placer, y eso es lo que nos empuja a hacerlo. El placer dirige la conducta: la prioridad no es comer, sino el placer que se deriva de ello.

Es un hecho fácilmente observable que, cuando se siguen dietas monótonas, sosas, sin grasas… en definitiva, sin estímulos gustativos placenteros, se come mucho menos.

El potencial adictivo de los alimentos

Estos circuitos están diseñados para estímulos naturales, pero no están preparados para que llegue una sustancia química –una droga– y los active de una manera directa.

Si se activa directamente, el cerebro no lo entiende y el circuito de refuerzo deja de cumplir la misión por sí mismo. Si aparecen las drogas y se abusa de ellas el cerebro delega sus funciones en esas circunstancias.

El proceso adictivo se inicia cuando el circuito del placer se adapta a la presencia de una sustancia química que lo activa de una manera automática.

Además, el organismo se adapta fisiológicamente a la sustancia externa, y cuando se deja de administrar provoca graves efectos fisiológicos, a veces, difíciles de soportar. De ahí la dificultad de abandonar el consumo.

El Dr. David Kessler, antiguo máximo responsable de la Food and Drug Administration estadounidense y autor del libro The End of Overeating: Taking Control of the Insatiable American Appetite, propone una hipótesis según la cual la comida altamente palatable activa de forma excesiva los mecanismos de recompensa en los cerebros de individuos susceptibles.

La todopoderosa industria alimentaria, invierte muchos recursos en encontrar en los alimentos el llamado "punto de éxtasis", punto en el cual se logra el máximo placer que proporcionan el azúcar, la grasa o la sal. Además, asocia la comida a todo aquello que deseamos, como salud, amor o felicidad.

A efectos de lo dicho hasta aquí se puede considerar a los alimentos y bebidas de consumo habitual como estímulos naturales. Pero, ¿son todos igual de estimulantes?

El poder del azúcar: ¿por qué gusta tanto lo dulce?

Desde que el hombre ha aprendido a aislar un tipo de azúcar, la sacarosa, de alimentos como la caña de azúcar o la remolacha azucarera, su disponibilidad y exposición ha aumentado de forma extraordinaria, y regular la apetencia por lo dulce se ha convertido en un desafío del que no todo el mundo sale vencedor.

No resulta infrecuente la apetencia exagerada por lo dulce y las golosinas, que afecta tanto a niños como a adultos y que ahora se conoce con la expresión coloquial inglesa sweet tooth.

Para esta preferencia hay una explicación evolutiva y otra cultural:

  • El primer sabor. Lo dulce nos gusta y es fuente de placer, y parece que es así desde que nacemos. Este es el sabor básico que predomina en nuestro primer alimento, la leche materna, gracias a su contenido en lactosa, que es un tipo de azúcar.
  • Calorías rápidas. Algunos alimentos pueden proporcionar puntualmente aumentos de glucosa en la sangre, como ocurre con el azúcar u otros alimentos cuyos azúcares son de rápida absorción y llegan en poco tiempo al torrente sanguíneo tras su consumo.
    No hay que olvidar que los millones de neuronas presentes en el cerebro tienen como único combustible otro tipo de azúcar, la glucosa, de la que este órgano consume entre 100 y 120 gramos diarios o, lo que es lo mismo, entre el 20 y el 25% del gasto energético corporal.
  • Valor simbólico. Además de estas gratificaciones sensoriales relacionadas con la supervivencia, aprendemos a relacionar lo dulce con muchos valores simbólicos, puesto que en nuestra cultura evoca muchas cosas deseadas. Dulces son los buenos sueños, las mieles del éxito, las caricias, la amabilidad, la delicadeza, la infancia, la ternura, la bondad… o la dolce vita.

Chocolate, la gran tentación

El gran cóctel de sustancias que contiene el chocolate lo convierte en algo más que un alimento que aumenta el nivel de azúcar en la sangre.

De entre sus más de trescientos componentes, se cree que dos podrían ser responsables de su éxito: la teobromina, como la cafeína, estimula el sistema nervioso central y el sistema respiratorio, y la anandamida (ananda en sánscrito significa felicidad) es un derivado del ácido araquidónico que fabrica el cerebro y que se une a los mismos receptores del principio activo de la marihuana. Y a eso se añade el dulzor de su grasa.

El chocolate visita así los centros cerebrales del placer, como demuestran los estudios de neuroimagen. Con todo, no se puede decir que cree adicción.

"No puedo vivir sin café"

Otros alimentos o bebidas tienen entre sus componentes sustancias psicoactivas, como es el caso del café.

La cafeína es un potente estimulante que se fija a los receptores de la adenosina, neurotransmisor que aminora la actividad nerviosa. Al hacerlo impide la relajación previa al sueño.

El organismo entra de este modo en un estado de alerta que se acompaña de la liberación de adrenalina, lo que mantiene la tensión en los músculos y el cerebro.

Al mismo tiempo, manipula la producción de dopamina revistiendo los demás efectos de una sensación de bienestar.

Pero esta reacción química sigue sin ser comparable con la que provocan ciertas drogas que sí son adictivas. Así que, aunque no es recomendable abusar del café, se puede tomar en pequeñas dosis o en ocasiones especiales, para disfrutarlo, combatir el sueño o como un pequeño estímulo, sin que cause problemas.

¿Está sustituyendo a algo la comida?

Comer satisface múltiples necesidades, tanto de orden fisiológico como psicológico. Por ello es uno de los ejes sobre los que gira nuestra vida y nuestro cerebro la reconoce como un estímulo placentero.

Pero existen situaciones en las que la comida puede desempeñar funciones que no son propiamente las suyas. Se trata de funciones sustitutorias.

La percepción de la pérdida de control es muy habitual hoy. Pero la necesidad de sentir que uno mismo controla y gobierna su programa de vida es algo profundamente arraigado en el ser humano y una pieza fundamental del equilibrio mental.

De hecho, el estrés solo se experimenta ante la percepción de descontrol. Probablemente por ello, en la actualidad asistimos a una amplia manifestación de conductas que actúan como sucedáneos del control y de su bienestar asociado.

Comer puede ser una de ellas. Puede convertirse en una válvula de escape de cualquier cosa que no guste, como por ejemplo el miedo o la incertidumbre.

Así, por ejemplo, puede suceder que, después de un tiempo sometidos a situaciones amenazantes y estresantes, en algún momento el cerebro nos "pida" algo bueno, como si dijera: "he trabajado mucho últimamente, necesito una recompensa". En este punto uno toma cualquier cosa que le guste y la toma en mayor cantidad porque necesita algo para calmarse.

Aunque a corto plazo complacer al cerebro con comida tras un esfuerzo pueda resultar beneficioso, lo cierto es que a medio y largo plazo no es una buena decisión.

La lícita búsqueda de control y placer se hace en este caso a través de una estrategia equivocada, porque adoptar la comida como fuente de placer y control sustitutorios no contribuye a afrontar el problema de base y, además, a él se añade el malestar propio que genera comer de forma disfuncional.

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Conductas adictivas más que alimentos adictivos

Cada vez resultan más frecuentes las situaciones asociadas al "alivio" que se obtiene comiendo y, por lo tanto, los estímulos que pueden despertar las ganas de comer. De hecho, invertir mucho tiempo en intentar conseguir la sustancia adictiva y aumentar su consumo con el tiempo son elementos comunes que aparecen en la definición de adicción.

Este tipo de dinámicas ejerce un efecto embudo: como con la solución intentada no se obtienen los resultados previstos se cae en la trampa de pensar que hay que comer más, y se entra en una dinámica de "más de lo mismo" que puede acabar convirtiendo el acto de comer en un impulso irrefrenable.

Si se es consciente de esta situación se podrá observar cómo dentro de uno emergen dos voces con mensajes opuestos: una que por un lado empuja a comer y otra que avisa de que algo va mal actuando de esa manera. El conflicto está servido.

No importa que sean la nata, los cacahuetes, los refrescos o la mermelada los alimentos implicados. Importa darse cuenta de lo que está pasando.

La pérdida de control en relación a la comida se manifiesta con dureza en una sensación de no poder parar la conducta disfuncional, en el aumento del comportamiento adictivo, en la interferencia con otros aspectos de la vida y en su uso a costa de otras formas de refuerzo.

Por otra parte, hay que tener en cuenta que las conductas alimentarias de tipo adictivo a menudo se expresan en ciclos: muchas personas no las experimentan durante el día pero al caer la noche dan rienda suelta a sus deseos; o las sienten entre semana en el trabajo pero no fuera de él.

En otras su apetito se expresa fuera de casa o en las fiestas. Los rituales que se asocian a determinados consumos no son más que otro intento infructuoso de control.

¿Cómo recuperar el control de lo que comemos?

Tras los comportamientos adictivos suele haber una pérdida de la percepción del control. El verdadero bienestar se basa en cosas que están al alcance y que dependen de uno mismo.

Buscar compensaciones a través de otras conductas acaba creando círculos viciosos de los que no resulta fácil salir.

Algunas ideas pueden ayudar:

  • Depositar el control y el bienestar en algo externo aumenta la dependencia y vulnerabilidad.
  • Conviene ir con cuidado: es más fácil cambiar de adicción que pasar de la dependencia a la autonomía.
  • Con paciencia hay que ir creando hábitos incompatibles con las conductas adictivas: diseñar metas y planificar cómo cumplirlas, hacer deporte, acostumbrarse a saborear la comida, diversificar las fuentes de placer, estar en contacto con uno mismo…
  • Se pueden adoptar medidas que ayuden puntualmente: no comprar determinados alimentos, hacer más difícil el acceso a ellos, cambiar rutinas, buscar conductas alternativas para momentos de crisis, reforzar las conductas favorables…
  • El proceso de cambio de un comportamiento adictivo suele ser largo y lleno de altibajos. Las recaídas forman parte del proceso. Lo importante, por tanto, es no rendirse.