La foto que ilustra este artículo tiene un significado muy especial para mí. Me la envió hace unas pocas semanas una paciente desde Nueva York. Lo que tiene de particular esta foto es que, cuando María, su protagonista, contactó conmigo hace un año para iniciar terapia, apenas era capaz de salir de su casa. Incluso, si la acompañaba alguien de confianza, le resultaba casi imposible poner un pie en la calle.

Tras un año de trabajo terapéutico, María ha sido capaz de hacer uno de sus viajes soñados, aunque esto le haya supuesto alejarse de su casa y embarcarse, durante horas, en dos vuelos transoceánicos.

Hoy quiero contar su historia para que sirva de inspiración a todas aquellas personas que puedan estar atravesando las mismas dificultades por las que pasó María.

Cuando acudió a mi consulta, María había sufrido varios ataques de ansiedad y, sentía tal miedo a que se repitieran que, era incapaz de quedarse sola en su casa. Necesitaba, constantemente, que su marido o algún otro familiar, estuvieran acompañándola. Además, cuando tenía que salir de casa, también necesitaba hacerlo en compañía de alguien.

Como comprenderás, su libertad y su independencia se habían visto profundamente mermadas en los últimos años.

Como hacemos siempre en terapia, comenzamos a recomponer su historia personal para poder comprender el proceso emocional que le llevó a sus crisis de ansiedad y a un presente tan limitante.

Una infancia llena de miedo

El padre de María era un alcohólico que maltrataba a su mujer y le hacía la vida imposible a su familia. Para escapar del infierno de los malos tratos y de las continuas broncas y discusiones, la madre de María decidió separarse. Sin embargo, esto no fue el final de las preocupaciones de la niña María. Aunque ella y su hermano vivían con su madre, el peligro de encontrarse a su padre, cuando salían a la calle, era constante.

María recordaba múltiples episodios violentos en los que su padre había aparecido para insultar o amenazar a su madre, sin importarle que los hijos presenciaran estas situaciones tan desagradables.

La pequeña María fue desarrollando un miedo terrible a salir a la calle. Para ella, cualquier esquina podía ser peligrosa. Durante todos los años de la infancia, recordaba mirar continuamente atrás, para comprobar que su padre no las estuviera siguiendo.

Tanto su madre como ella y su hermano, tenían pánico de salir a la calle.

Por otro lado, María también recordaba haber pasado mucho miedo en la casa de sus abuelos, donde la enviaban a pasar los veranos. La casa vieja, las discusiones entre sus abuelos y la soledad de las noches, también dejaron una profunda huella en la niña.

A medida que fue creciendo, María fue ganando confianza y perdiéndole el miedo a su padre. Sabía que, si volvía a aparecer, podía enfrentarse a él.

Un pánico latente

Durante su juventud se fue a estudiar a otra ciudad y viajaba a otros países sin ningún tipo de problema.

Sin embargo, todo el miedo y la tensión que había vivido en su infancia, seguían latentes en su cerebro. Cualquier detalle que le disparara el recuerdo del peligro del pasado podría reactivar el estado de alerta.

Tras varios años de tranquilidad, estando en Madrid, el metro en el que viajaba se quedó averiado entre dos estaciones y todos los pasajeros tuvieron que esperar dentro del vagón mientras solucionaban el problema.

Para María, pasar ese tiempo encerrada y sin posibilidad de salir, supuso una regresión a las emociones que sentía cuando su padre las perseguía por la calle. Comenzó a experimentar algunos síntomas de pánico, pero en poco tiempo, el vagón se arregló y María pudo controlar la situación.

Esa misma semana volvió a sentirse mal en el metro. Cuando salió, decidió que ya no volvería a subir en metro, que podía trasladarse en autobús.

Todo iba bien, hasta que, varios meses después, comenzó a sentirse agobiada en el autobús. También decidió dejar de usarlo.

Con el paso del tiempo, María se fue limitando cada vez más.

Necesitaba la compañía de amigas y familiares para poder ir a cualquier sitio y, al final, llegó a no poder estar sola en casa por miedo a que volviera el pánico.

En ese momento, María decidió buscar ayuda terapéutica. Había llegado un punto en su vida en el que ya no quería seguir dependiendo de su familia y necesitaba liberarse de sus miedos.

Volver a vivir sin limitaciones

Revisando su infancia y su adolescencia, María no recordaba un momento de tranquilidad o de paz. Siempre vivía bajo el miedo, la alerta o la amenaza de algún peligro. “Me hicieron creer que el mundo era peligroso, que la vida era peligrosa”, me comentó en una ocasión, refiriéndose a su padre, sus abuelos y demás familiares.

A lo largo de nuestras sesiones, María fue desmontando esa idea de la vida como algo peligroso que te obliga a estar en alerta continua. Fuimos trabajando con numerosas situaciones en las que había sentido el peligro de que su padre les persiguiera o el miedo de pasar las noches en vela, sola, en casa de sus abuelos.

Desde el presente y desde su parte adulta, María pudo ayudar a su “niña” a reprogramar su visión tan negativa sobre la vida. Comprendió y asumió que los adultos de su vida no habían sido nada respetuosos ni cuidadosos con ella, no habían tenido en cuenta sus emociones y se habían centrado únicamente en sus problemas personales.

A medida que fue comprendiendo su pasado, María fue liberando su presente, incorporando ideas más sanas y equilibradas para poder vivir la vida sin sentir ese peligro constante al que se había acostumbrado en su infancia. “Está bien activarse y defenderse si hay un peligro, pero si no lo hay, no hace falta estar alerta” me dijo.

El final de la historia ya lo conocéis. María se liberó de sus miedos hasta tal punto que pudo viajar a Nueva York y enviarme la fotografía que ilustra este artículo.