Desde que escribo artículos de psicología, creo que llevo más de 12 años haciéndolo, con frecuencia, recibo comentarios, correos electrónicos e incluso mensajes en mi móvil de personas airadas con mis escritos. Los peores comentarios siempre vienen a colación de mis post sobre la crianza respetuosa. Aún, hoy en día, y a pesar de las evidencias en su contra, muchos adultos defienden a ultranza los métodos represivos como herramientas educativas.

Estas personas, evidentemente, escriben desde sus heridas y carencias personales. Cuando uno ha sufrido en propias carnes la sinrazón de la violencia y además, ejercida por las personas que deberían haberte cuidado, resulta muy difícil deshacerse de las creencias limitantes. Para hacerlo, previamente, hay que admitir y asimilar un gran número de vivencias muy crudas.

Mirar de frente a una verdad tan dolorosa es muy difícil y, a algunas personas, les resulta casi imposible. Por eso en este artículo, deseo cederle la palabra a Pablo, uno de mis pacientes, él va a contarte en primera persona lo que significa realmente vivir una infancia bajo el yugo del miedo y las amenazas continuas.

Admitir una infancia marcada por el miedo

Este extracto de una carta, que os reproduzco aquí con su permiso, me la escribió, como parte de su proceso terapéutico, cuando tomó conciencia de lo dura que fue realmente su infancia:

Llegué a la terapia pensando que mi problema de depresión y ansiedad venía del estrés del trabajo. Sin embargo, cuando empezamos a trabajar en la terapia y descubrí cómo había sido de verdad mi padre, al principio me quedé chocado. Incluso, dejé de ir durante unas semanas a mis sesiones porque no quería admitirlo.

Después, decidí hablar con mi hermana mayor, tiene diez años más que yo y muy buena memoria. Me confirmó todo y además, me contó más cosas que aún no habían salido en las sesiones.

Entonces, decidí que tenía que seguir adelante.

Voy a escribirlo aquí, ahora, tengo que ponerlo ya por escrito: mi padre me daba mucho miedo. Bajo una apariencia amable de cara al exterior, todo el mundo pensaba que era un padre ideal. Pero, para mí, fue un monstruo.

Me pegaba con su correa cuando se enfadaba conmigo, me decía que así sacaría de mí un hombre de provecho. Que lo hacía para ayudarme a ser mejor. También me castigaba si no tenía las mejores notas de la clase. Por cada punto que me faltaba para el diez, me daba tres golpes de zapato.

Yo le quería y le admiraba, siempre he pensado que merecía mis castigos y que debía ser un mal bicho, por eso tenía que pegarme un padre tan bueno como él, para sacar de mí lo mejor de la única forma que podía lograrlo. La letra con sangre entra, me repetía siempre a golpes de zapato.

Todo el mundo decía que era muy bueno. Ahora sé que no. Me ha costado mucho dolor y sufrimiento descubrir esta verdad.

Mi padre no me pegaba porque yo era un mal hijo o porque me lo mereciera, me pegaba porque era una persona brutal.

Ahora recuerdo con el terror y la ansiedad que me enfrentaba a cada examen, y lo peor, cuando los maestros anunciaban las notas, siempre sudaba mucho cuando las decían ¡qué miedo tenía!. Por cada punto que me faltaba para el diez sabía lo que me esperaba. 1, 3 golpes de zapato, 2, seis golpes... El día que tuve un cinco en francés, casi muero del dolor.

Él era el padre perfecto, admirado por todos, yo también lo admiraba hasta que he podido admitir, ahora con 50 años, la verdad.

Mi padre me pegaba, era mala persona, fue cruel con mi hermana y conmigo. Vivíamos siempre aterrorizados, paralizados de miedo, nos escondíamos por la casa para que no recordara nuestra existencia.

A veces nos dejaba sin cena porque venía de mal humor del trabajo. Otras veces nos obligaba a comer de más porque venía de buen humor del trabajo y decía que teníamos que comernos todo hasta el final, para que sus “preciosos hijos” se hicieran altos y fuertes.

Tantos momentos de miedo y terror. Pensar que te va a dejar sin comer o que te va a obligar a comer de más. El miedo al dolor. Un correazo, un zapatazo, duele mucho, y no solo en el momento, hasta que te recuperas pasan días y, si te vuelven a pegar en el mismo sitio, duele mucho más. Y lo que más duele es que sea tu padre, en el que confías y quieres, el que te haga daño. Eso es lo peor y lo que más me ha costado admitir.

A veces pienso que ojalá no hubiera nacido. ¿Por qué se murió mi madre tan joven? ¿Por qué tuve que recibir tantos golpes? Tanto dolor y sufrimiento, tanto terror y miedo, tanta ansiedad.

Ahora, por lo menos sé porque no he querido tener hijos ni casarme, menos mal... ¿Habría pegado a mis hijos? ¿Les habría torturado con las notas, con la comida, con tantas cosas?

Saber la verdad es duro, pero, por lo menos, me siento aliviado. No me merecía los golpes. Ahora lo sé.”...

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Crecer bajo instrumentos de represión

Como la de Pablo, muchas son las historias de miedo, de terror, de ansiedad, que han vivido, y viven a diario, los niños que son golpeados, chantajeados, violentados por los adultos encargados de su cuidado.

Los castigos, la violencia física, los premios, las amenazas, los chantajes, producen malestar y dolor. No son herramientas educativas válidas, simplemente, son instrumentos de represión y dolor que solo producen sufrimiento, daños físicos, psíquicos y emocionales.

Los castigos, la violencia física, los premios, las amenazas, los chantajes, son injustos. No tienen ninguna justificación y jamás deberían ser utilizados.