Continuando con la serie de artículos sobre los diferentes tipos de apego y sus consecuencias en la vida adulta, hoy revisaremos el apego desorganizado. Este tipo de apego, si bien no es el más frecuente, sí que es el más destructivo y el que produce unos efectos más dañinos sobre la personalidad.

Con frecuencia, los psicólogos nos solemos encontrar en nuestras consultas a personas que han experimentado en sus infancias este tipo de vínculo desorganizado.

De la confusión total al apego desorganizado

Mary Main, discípula y colaboradora de Mary Ainsworth, observó que, en la prueba de la “situación extraña”, alrededor de un 5% de los niños se sentían extremadamente angustiados ante la separación de su madre, tanto como para golpearse la cabeza con las manos durante su ausencia.

Sin embargo, cuando ella estaba presente en la sala, se mostraban confusos. Estos pequeños, de forma muy similar a las reacciones de animales asustadizos, parecían dudar si acercarse o alejarse de ella.

Main asoció este tipo de reacciones a madres (también debería haber hablado de padres) con graves trastornos mentales, tan afectadas por sus propios problemas que se mostraban incapaces de atender de forma adecuada las necesidades de sus hijos.

Las investigadoras descubrieron que los niños de este tipo de familias estaban gravemente desatendidos y que, en algunos casos, habían sufrido (o sufrían habitualmente) violencia física o, incluso, abusos sexuales.

Para los pequeños que mostraban este tipo de apego desorganizado, sus padres, las personas que supuestamente deberían protegerles, se habían convertido en fuente de angustia y terror. Como todo bebé, estas criaturas necesitaban apego y cuidados e intentaban buscar consuelo en sus progenitores.

Sin embargo, sus padres les generaban tanto temor que evitaban acercarse a ellos por miedo a las reacciones exageradas y violentas que solían exhibir. Podemos imaginar la angustia diaria que viven estos niños atrapados en familias en las que no se sienten ni queridos, ni protegidos por sus padres.

Estos pequeños, además de no poder acercarse a sus progenitores en busca de ayuda y seguridad, debido a su poca edad y su gran indefensión física y emocional, no pueden evitar los estallidos de agresividad de los adultos ni tienen la posibilidad de escapar de su hogar.

La semilla de sumisión

A medida que crecen, estos niños aprenden a amoldarse a los mayores para que no se enfaden con ellos y no les violenten. Su comportamiento sumiso y adaptado a los vaivenes de sus padres, no supone más que un pobre intento de reducir los gritos o los golpes que reciben.

La violencia jamás cesa y, para el niño, el precio a pagar a corto y largo plazo por esta desconexión de sus propias necesidades será muy alto. Al plegarse a los deseos de los demás, estos pequeños interiorizan (y asimilan como auténtica) la idea de que para vivir (en sus circunstancias sobrevivir) resulta imprescindible someterse a los demás y desconectar de sus propios deseos y necesidades.

Con el tiempo, estas personas acaban llegando al extremo de no vivir su propia vida, jamás actúan por sí mismos y únicamente realizan lo que los demás le indican u ordenan. Por otra parte, la violencia recibida en casa, también les induce a reprimir mucha rabia.

Rabia reprimida

Esta rabia que no pudieron expresar de niños no desaparece, sino que se va acumulando en su interior durante toda la infancia y la adolescencia, hasta la edad adulta. Tiempo en el que estalla o bien, volcándose sobre ellos mismos (desarrollo de tendencias autodestructivas o enfermedades psicosomáticas) o bien, dirigiéndose hacia los demás, convirtiéndose en padres que justifican la violencia o, incluso, que maltratan a sus propios hijos.

Baja autoestima

Como consecuencia de las infancias traumáticas vividas, estas personas desarrollan una muy baja autoestima. Nunca nadie les ha dicho lo validas que son, muy al contrario, los mensajes que reciben por parte de sus padres son demoledores: “no vales para nada”, “eres torpe”, “no conseguirás nada en la vida”, etc.

Los malos tratos, las convierten en personas desconfiadas, en continuo estado de alerta, al igual que cuando eran pequeños y cualquier acontecimiento podía desatar la ira de sus padres.

En sus relaciones personales también experimentan sentimientos contradictorios. Por un lado, desean tener pareja y formar una familia, pero por otro, se sienten muy incómodas y vulnerables en situaciones de intimidad emocional, por lo que les resulta difícil mantener una relación estable.

Otro patrón habitual en estas personas es el de la represión de sus emociones. En su infancia, aprendieron que la expresión espontánea de sus estados de ánimo no estaba bien vista, llegando, incluso, en ocasiones, a ser recibida con golpes o palizas.

Vemos, pues, que son personas ancladas en su trauma que reviven constantemente los miedos de su infancia y los maltratos que sufrieron. En lugar de disfrutar su vida, se encuentran dentro de un bucle insano del que les resulta muy difícil salir.

El caso de Marcos

Por desgracia, como dije al principio, muchas de las personas que acuden a terapia han sufrido distintos tipos de violencias en sus infancias y están gravemente afectadas por ello.

El caso de Marcos ejemplifica los dramáticos efectos a largo plazo de este apego desorganizado. Con una madre irascible que montaba en cólera cuando sus hijos se salían de la estricta línea educativa que ella marcaba en casa y un padre alcohólico que reaccionaba de forma violenta cuando no le dejaban descansar su borrachera, Marcos y sus hermanos vivían permanentemente bajo un régimen de terror.

Tanto en su vida personal, como en la laboral, Marcos sentía que todo el mundo se aprovechaba de él. El joven se mostraba incapaz de protestar o de poner freno a situaciones claramente abusivas. Ante estas, prefería callarse para que los demás estuvieran contentos y no se enfadaran con él.

Además, a Marcos le horrorizaba discutir y prefería ceder en lo que fuera necesario antes que pelearse con alguien.

Conectar con uno mismo para sanar

Estos casos suelen requerir tiempo y paciencia para sanar porque resulta imprescindible que la persona asimile (y asuma) las experiencias y los maltratos recibidos y, también, que comprenda que ni papá, ni mamá, van a cambiar para convertirse en los padres amorosos que necesitó en su infancia.

La ayuda para salir del pozo, no va a venir de los padres, sino de la persona misma. La sanación se centrará en conectar con la auténtica esencia de uno mismo. La sanación no depende de nadie externo, sino que debe surgir del interior. A veces se hace necesario empezar casi desde cero a reconstruir la propia personalidad.

Tras el profundo trabajo realizado, por fin, esta será mucho más sana y auténtica. Dejar atrás el pasado y los patrones que nos dieron seguridad es un proceso que cuesta trabajo, es un duelo que hay que atravesar, pero cuando personas como Marcos consiguen liberarse y conectar consigo mismos, comprobamos que el esfuerzo merece la pena.