Tímidos, obsesivos, miedosos... A veces asumimos que somos de una determinada manera pero, en realidad, si analizamos, podemos descubrir que solo se trata de tácticas emocionales aprendidas durante la infancia como estrategia de supervivencia ante determinadas situaciones.
Comprender cómo son nuestros auténticos rasgos de personalidad nos ayuda a encarar nuestro día a día de una forma mucho más equilibrada y saludable.
Por qué a veces no somos como pensamos
Durante la infancia, los niños se adaptan con las escasas herramientas emocionales que poseen, para sobrevivir o soportar las diversas situaciones no respetuosas que se plantean en sus familias. Cada niño utiliza la estrategia que más a mano tiene para amoldarse a las exigencias de los adultos e intentar, de esta forma, minimizar los daños físicos y emocionales.
Al cabo del tiempo, estas estrategias (o patrones de supervivencia) que en su momento fueron necesarias para sobrellevar las duras condiciones de su familia, se transforman en nuevos problemas emocionales para la persona. Una vez aprendidos, estos patrones no paran de reforzarse y acaban por convertirse, de por vida, en la única táctica emocional que tiene la persona para afrontar situaciones similares.
Ya adulta, la persona asimila la idea de que este modo de actuar extremo forma parte de su auténtica personalidad y se convence de que existe algo malo o patológico en ella y que nunca podrá hacer nada por cambiarlo.
Explora tus rasgos personales reales
Uno de los objetivos clave de toda terapia es poder distinguir qué actitudes o patrones forman parte de la auténtica personalidad del individuo y cuales han sido aprendidos como estrategias de supervivencia ante situaciones difíciles.
Una vez reconocidas y diferenciadas estas partes, la persona puede buscar nuevas estrategias adaptativas para protegerse de forma más sana, como adulta. De esta forma, puede desechar aquellos patrones perjudiciales para quedarse únicamente con los que sí forman parte de su esencia.
Veamos esta diferencia mucho más clara con estos dos casos que traté en mi consulta:
Violeta, una niña inteligente cuya cabeza no paraba de pensar en mil cosas a la vez, intentaba mantener cierto grado de control en una familia completamente desestructurada. Usando sus habilidades y el potencial de su mente, siempre estaba pendiente para poder prevenirlos de todos los factores que podían llegar a alterar a sus padres y acabar provocando un estallido de violencia.
Con el tiempo, su estado de alerta se fue transformando en distintas obsesiones que se quedaron grabadas en su cerebro como patrones normales para mantener un cierto orden en su vida.
Víctor era un niño introvertido y reservado que lo pasó muy mal en el colegio. Si se trababa o tardaba en responder a las preguntas, sus profesores le dejaban en ridículo y sus compañeros, riéndole “la gracia” a los profesores, se burlaban de él. Como no tenía otra manera de defenderse, intentaba pasar desapercibido, sin llamar la atención y siempre evitaba cualquier actividad que supusiera una exposición pública.
Según pasaron los años, Víctor se fue encerrando cada vez más en sí mismo hasta llegar al punto de apenas participar en una conversación o de no tomar nunca la iniciativa, ni siquiera con sus mejores amigos o con su pareja.
Abrazar nuestro verdadero yo
Como podemos ver, unas condiciones de partida que no tienen nada de malo (la inteligencia de Violeta y la introversión de Víctor), acabaron por convertirse en las únicas herramientas que estos niños pudieron utilizar para protegerse y sobrevivir a la infancia. Lo que, en un principio, podía ser un rasgo positivo en su vida, llevado al extremo, acabó transformándose en un problema que llegó a afectarles hasta en su vida adulta.
Además, lo más perjudicial para ellos fue que, al ocurrir a una edad tan temprana, no recordaban cómo eran originalmente y creían que su problema estaba presente desde siempre o, peor aún, que formaba parte de ellos y que no podían hacer nada por cambiarlo.
Tras su trabajo en terapia, Violeta se reconoció como persona inteligente, con un enorme potencial, pero aprendió que no necesitaba estar alerta en todo momento y que no era necesario controlar hasta el más mínimo detalle de todas las situaciones. Pudo dejar a un lado sus obsesiones, comprendiendo que no eran suyas y que no formaban parte de su personalidad.
Por otra parte, Víctor siguió siendo un chico introvertido, prefiriendo una conversación con dos o tres personas antes que estar en un gran grupo, pero comprendió que no pasaba nada por participar y por dar su opinión. Cuando se liberó de aquella timidez excesiva que aprendió en su infancia como estrategia de protección, pudo expresar y compartir su rico mundo interior y tener relaciones más auténticas con sus seres queridos.