Tener hijos es uno de los grandes desafíos a los que nos enfrentaremos a lo largo de nuestras vidas. Como padres y madres, deseamos hacer un buen trabajo, pero, en el camino, no nos damos cuenta de la cantidad de experiencias pasadas, creencias y mitos que se entretejen en cada una de las decisiones que tomamos y que pueden entorpecer y dañar especialmente nuestra relación con nuestros hijos.
Esta es la premisa de la que parte el nuevo libro de la psicóloga y psicoterapeuta Beatriz Cazurro, Los niños que fuimos, los padres que somos (Editorial Planeta). Con ella hablamos de cómo educar, de maltrato en la infancia y de cómo superar los traumas para no trasladarlos a nuestros hijos.
–El título de tu libro ya dice mucho de lo que encontramos dentro del libro. Somos hijos antes que padres y eso influirá en cómo ejerceremos como padres. ¿Cuánto de eso es determinante?
–Una gran parte. De pequeños necesitamos de nuestras figuras de cuidado, generalmente de nuestros padres, para regularnos, y cómo lo hagan afectará de forma decisiva en el desarrollo de nuestro cerebro, el funcionamiento de nuestro sistema nervioso y con ello en nuestra autoestima, nuestra forma de relacionarnos con nosotros mismos, y también con los demás. Por no hablar de nuestra salud física y mental, que también se ven afectadas por nuestras experiencias como niños.
Nuestros hijos activan, como si de un espejo se tratara, esas experiencias que tuvimos como niños de forma que si a mí no me dejaban llorar es fácil que el llanto de mi bebé me genere el mismo rechazo que mostraron mis padres por mi llanto. O en el polo contrario, que tenga tanto miedo a que mi hijo se sienta tan ignorado como yo cuando rechazaban mi llanto que cada vez que llore quiera complacerle, aunque no sea bueno para él.
–Dices que muchas veces las creencias que tenemos de por qué los niños hacen lo que hacen y las ideas desde las que los tratamos en nombre de la educación son creencias que hemos incorporado. ¿Nos puedes poner algún ejemplo?
–Sí, un ejemplo bastante claro y generalizado es la idea de que hay niños buenos y malos. Tenemos muchos comportamientos absolutamente normales como enfadarse, querer mandar o desobedecer asociados a ser un niño malo, aunque sean señal de seguridad emocional y desarrollo sano.
El problema que esto genera es que algo que es parte del desarrollo sano de los niños se convierte en algo que queremos erradicar, muchas veces de forma brusca e incluso violenta.
Es normal que si creemos que un niño diga que no a algo que le piden sus padres significa que es malo y, entonces, utilicemos todas las medidas que tenemos en nuestra mano para corregirlo y aquí es donde aparecen castigos, gritos, o estrategias como ignorar que se han colado en nuestras casas como “educación” y no lo son. Son intentos nuestros por controlar comportamientos que rechazamos, que no nos gustan o que nos asustan. O estrategias que usamos cuando nos sentimos desbordados, inseguros, agotados… pero no formas de educar.
–¿Y qué pasa con los llamados “niños buenos”?
–Por el contrario a los niños buenos los relacionamos con obediencia, buenas notas, agradecimiento, empatía…y olvidamos que muchos de los niños que se comportan siempre así no tienen por qué estar sintiéndose mejor o estar mejor educados que los que tienen otro tipo de comportamientos que nos parecen menos aceptables.
Los niños necesitan que sepamos qué es lo esperable de ellos a cada edad y que les acompañemos en cada etapa a su ritmo. Si la interpretación que hacemos de sus comportamientos está desajustada va a ser difícil que sintonicemos con ellos y les acompañemos de la forma que necesitan.
–Ser padres no es nada fácil… Pero, ¿somos más conscientes ahora de nuestros fallos? ¿Cómo de bueno es para un hijo que los padres hagan terapia o vivan un proceso de revisión de sus ideas y patrones?
–Para cualquier niño que sus padres se sientan más seguros en su propia piel, más conscientes de sus formas de funcionar y con más capacidad de autorregularse y sostener su propias emociones siempre es positivo.
Lo que quizá cabría preguntarse es desde dónde están haciendo esos padres esa revisión o la terapia. ¿Desde la curiosidad y el deseo de conexión? ¿desde un intento de deshacer una culpa de la que no pueden despegarse? ¿por obligación o exigencia social? A veces la exigencia de ir a terapia con la expectativa de ser padres perfectos nos desconecta más de nuestros hijos que aceptando nuestras limitaciones y aprendiendo a reparar.
–Puede que pongamos nuestras expectativas de lo que debe ser la maternidad y paternidad demasiado altas. ¿Ser padre o madre es, de verdad, lo mejor que hay?
–Con la maternidad y la paternidad vienen siempre renuncias, cambios, demanda… y eso en sí mismo es difícil. Me cuesta pensar que alguien pueda decir que lo mejor que le ha pasado en la vida es no dormir del tirón durante algunos años. Si a todo esto, le unimos lo difícil que es encajar ser padres con el sistema en el que vivimos, las dificultades para conciliar, la violencia obstétrica, la discriminación laboral que sufren muchas madres, las dificultades económicas y, además, todo lo que se nos despierta acerca de nuestra propia experiencia como hijos, creo que podemos afirmar que esa expectativa va a generar frustración sí o sí.
Si podemos nombrarlo, expresarlo, encontrar un espacio donde se nos escuche sin juicios vamos a poder elaborar el duelo de nuestra vida anterior e incluso el duelo de esa expectativa para dejar paso a la experiencia real, con sus luces preciosas y también con sus sombras.
En este vídeo, la terapeuta Laura Gutman reflexiona sobre los mitos de la maternidad:
–De hecho muchas de esas dificultades que nos encontramos a la hora de educar son fruto de “traumas” o sucesos que nos ocurrieron. ¿Cómo podemos sanarlas para que estas no afecten a nuestros hijos? ¿Estamos a tiempo?
–Siempre se está a tiempo para empezar a trabajar para prevenir o para reparar los daños que hayamos podido hacer. Incluso si nuestros hijos ya son adultos. Se trata de poder hacernos cargo de nosotros mismos, aceptar nuestra historia, expresar todas aquellas emociones que no pudimos, reconocer el daño que quizá sin intención nos hicieron y encargarnos de cubrir nuestras necesidades en la medida de lo posible.
Una vez que hacemos esto, es más fácil reconocer lo que les ocurre a nuestros hijos, darles el espacio que necesitan y acompañarlos en sus necesidades. De todas formas, la fantasía de que nada de lo que hagamos les va a afectar quizá sea importante desterrarla.
–En el libro haces un repaso de todos los tipos de maltrato que hay en la infancia. ¿Cuáles son los más comunes?
–Me cuesta mucho responder a esta pregunta porque desgraciadamente creo que todos están muy normalizados y son más comunes de lo que queremos creer. Quizá los más visibles en el día a día sean los castigos, los gritos o las amenazas, pero eso no significa que sean los únicos.
Sigue habiendo muchos golpes en los hogares, por ejemplo. Y en la parte más invisible y más difícil de reconocer a simple vista es muy común la negligencia en lo emocional, o el abuso emocional, que por ser menos reconocible no quiere decir que haga menos daño.
–Por tanto, hay un maltrato más silencioso que es difícil detectar. ¿Nos ayudarías a hacerlo?
–El abuso emocional del que hablaba antes, por ejemplo, se refiere a todas esas veces en que utilizamos a los niños para cubrir necesidades emocionales nuestras. Cuando tenemos bebés para tratar de solucionar un conflicto de pareja, o cuando esperamos de ellos que nos hagan sentir buenos padres o que nos cuiden en necesidades que no estamos pudiendo cuidar nosotros.
Transgredir los límites que nos ponen para sentir cercanía, obligarles a contarnos lo que les pasa… La violencia en definitiva tiene que ver con cómo ejercemos nuestro rol de autoridad, si abusamos de ese poder o no.
–El castigo es una forma de maltrato, así como los premios en exceso…
–Los castigos se usan como una forma de intentar cambiar la conducta. Castigar hace sentir mal a los niños y esperamos que de esa experiencia aprendan a no comportarse de determinada manera, pero lo que suelen aprender es como mucho a tenernos miedo, sentirse incomprendidos o esconder esa conducta que, como decía al inicio, muchas veces ni siquiera es inadecuada para su edad.
Si queremos que los niños aprendan, lo que necesitan son límites (que es algo completamente diferente a los castigos) y alguien que sostenga la frustración que ha supuesto recibir esos límites y reflexione con ellos sobre el comportamiento en cuestión.
Con respecto a los premios lo que ocurre es que muchas veces se utilizan como un chantaje encubierto. Como una forma de presionar para tratar de conseguir una conducta que a nosotros nos parece adecuada o deseable, muchas veces sin serlo de verdad en ese momento para nuestro hijo. Al final se convierten en una forma de manipulación además muy confusa porque viene bajo un nombre aparentemente agradable como es “premio”.
–También abordas la culpa desde dos puntos de vista: la culpa sana y la neurótica. ¿Cómo afecta la culpa en la educación de los más pequeños?
–Hay un tipo de culpa, esa que nos dice todo el rato que somos malas madres, que lo estamos haciendo mal, que no podemos cometer ni un fallo ni separarnos un momento de nuestros hijos. Esto les afecta en tanto en cuanto la maternidad se convierte en algo que tiene que ver solamente con nosotras.
La culpa sana, por el contrario, simplemente nos da una información de haber transgredido algún límite, de haber hecho algún daño y nos moviliza hacia la reparación. Nos permite asumir nuestra imperfección y reconocer el daño sin machacarnos para poder repararlo y sostener el impacto que haya tenido en nuestro hijo.
–Y algo más complicado: ¿cómo se puede educar sin ella?
–¿Por qué habría que educar sin ella? Podemos convivir con ella y aprender a gestionarla, como decía antes nos da información, bien de nuestra inseguridad, o de la exigencia social o del daño que hemos hecho. No solo es innecesario desterrarla sino que es poco realista. Todo lo que sentimos tiene un sentido, lo que pasa es que a veces no sabemos cuál es ni cómo gestionar sensaciones tan desagradables y deseamos, cosa completamente comprensible, que desaparezcan.
–Muchas veces tendemos a pensar que nuestra infancia fue feliz, pero cuando nos ponemos a rascar vemos cosas que no estuvieron del todo bien. ¿Por qué lo hacemos?
–Hay una idealización general de la infancia. Nos hemos creído que no tener responsabilidades adultas es sinónimo de haber sido feliz y en realidad, si verdaderamente nos ponemos en los zapatos de cualquier niño y pensamos cómo sería depender casi totalmente durante tantos años de otra persona, que muchas veces no tiene tiempo ni disponibilidad ni recursos para entendernos, no es difícil darse cuenta de que ser niño es en sí mismo una experiencia difícil.
Además, cuando ha habido experiencias desagradables de pequeño y no ha habido nadie que las nombre y nos ayude a digerirlas es fácil que las dejemos “escondidas” en un rincón de nuestra memoria.
–¿No hay ninguna infancia feliz al 100%?
–Entramos aquí en un tema muy interesante y es definir la felicidad. Tenemos la palabra felicidad asociada a alegría continua y eso es absolutamente imposible. Así que no, no hay ninguna infancia que sea alegre todo el rato. Es imposible. El sufrimiento es parte de la vida, y las emociones desagradables.
Quizá nos sea mucho más útil y satisfactorio pensar en el término infancias seguras más que infancias felices. Que haya adultos que me entiendan y me sostengan sea lo que sea que me está pasando es mucho más valioso y realista.
–Por tanto, ¿crees que se puede educar sin traumas y sin que los hijos tengan secuelas de ningún tipo?
–Creo que este tipo de preguntas las hacemos desde la necesidad de control y que el control es contrario a la seguridad. Incluso con traumas y con secuelas las personas encontramos recursos para regularnos de la mejor manera que podemos. Me parece más interesante confiar en eso, y valorarlo. Desde la exigencia y el control nos estamos viendo más a nosotros que a ellos.
–Hay una viñeta en el final del libro (perdón por el spoiler) que dice que ir a terapia es la mejor herencia que les podemos dejar a nuestros hijos/as. ¿Qué opinas?
–Ir a terapia es una buena herencia que podemos dejar, desde luego. Pero también también forma de conocernos, integrar nuestra historia, hacernos cargo de nosotros mismos y aprender a conectar con el niño que fuimos.