Se acabó dibujar corazones, ahora pintaremos cerebros para representar el amor, porque según explica el neurobiólogo, José Ramón Alonso, en su libro El cerebro enamorado (Espasa), es este órgano el que “crea el amor, vive el amor y rige el amor”. Y solo cuando entendamos estos mecanismos cerebrales, lograremos “paliar frustraciones y fracasos, para alcanzar la plenitud en nuestra vida, también en la amorosa”.

El mundo del arte se apoderó del amor repleto de corazones y lo hizo protagonista de obras históricas que nos han acompañado a lo largo del tiempo. Sin embargo, la ciencia también desea darnos su punto de vista, porque “saber por qué nos enamoramos, nos ayuda a cuidar el que tenemos y a reavivar una relación”.

Ya sea con el corazón o con el cerebro, lo que está claro es que el amor, en toda sus versiones, es el motor del mundo. Pero para poder amar de la forma más saludable, lo principal es amarnos a nosotros mismos. Una vez conseguido eso, podremos construir relaciones sanas y respetuosas, donde cada uno de los miembros de la pareja sume.

–Generaciones tras generaciones enamorándonos con el corazón, y ¿resulta que realmente es cosa del cerebro?
–Es una historia antigua, bonita y divertida. Siempre nos hemos enamorado con el cerebro, pero hace 2500 años, Aristóteles pensó que los sentimientos residían en el corazón y que el cerebro era una especie de cámara de expansión que servía para enfriar la sangre.

Es una idea que sigue en nuestro lenguaje cotidiano, decimos que algo nos rompe el corazón o que hemos tenido una corazonada o que ha sido un encuentro muy cordial. Incluso cuando decimos que recordamos esa palabra viene de la idea de que volvíamos a pasar esas memorias por el corazón. Pero no, el órgano clave en el amor es el cerebro. Somos, como digo en el libro, primates enamorados.

–¿Cómo funciona un cerebro enamorado?
–El cerebro pasa fases. La primera fase es la atracción, algo muy ligado al enamoramiento. Estamos alerta y plenos de energía. Podemos llegar a sentir ansiedad. Se estimula el deseo.

La segunda fase es la locura de amor. Hay una pérdida de la sensación de control. Ansiedad, inestabilidad, dudas: “¿Me va a dejar?”, “¿ya no me quiere?”.

La tercera fase es la pérdida del juicio analítico. Se toman decisiones irracionales e impulsivas, corriendo demasiados riesgos. Se olvidan los errores cometidos en casos similares, nos lanzamos a la piscina sin saber si hay agua.

La cuarta fase es de estabilización. Se establecen vínculos con la pareja que pueden durar décadas. El vínculo, ese sentimiento de calidez y compañía, facilitará el cuidado compartido de la prole si la relación sigue adelante. Nos cuidamos el uno al otro. Es fundamental en nuestra especie.

–Sin embargo, no hablamos de un amor racional, como se puede pensar, sino ¿hormonal?
–El amor tiene poco de racional. Al contrario, las zonas cerebrales encargadas del juicio crítico, de la planificación y de la protección se apagan y existe una tormenta química, de neurotransmisores y hormonas.

Pero es que nuestro cuerpo es así, estamos constantemente bajo la influencia de numerosas hormonas y en muchos aspectos, esos mensajeros orgánicos definen cómo son nuestros comportamientos.

–Entonces, si todo es una cuestión de química, ¿se acabó la magia del amor?
–No, nosotros somos química. El cuerpo humano está formado por átomos y moléculas, pero entenderlo no quita nada de magia, al contrario. Es como cuando sabes algo de música y oyes una sinfonía, no la disfrutas menos, la disfrutas más. Entender la base científica del amor, en mi opinión, lo hace más lúcido y más profundo.

–¿Podría llegar el día en que todo lo relacionado con el amor (de quién nos enamoramos, el desamor…) se pueda controlar con compuestos químicos?
–Los compuestos químicos es algo que también forma parte de nuestra vida. Cuando tomamos café por las mañanas, usamos un compuesto químico que activa nuestras neuronas, disipa la sensación de sueño y nos hace aumentar el estado de alerta. ¿Nos controla alguien porque tomemos café? No, lo decidimos nosotros porque nos sentimos mejor.

–A pesar de que la concepción del amor romántico va abandonando en nuestros días esos clichés que poco favorecen el amor propio, ¿el cerebro sigue funcionando igual?
–El cerebro funciona igual desde hace cientos de miles de años. Otra cosa muy distinta es que la información, el ambiente, las relaciones sociales y también el amor son muy diferentes.

Un ejemplo puede ser que los neurotransmisores que disparan la sensación amorosa están ahí probablemente desde hace millones de años, pero ahora una parte significativa de las parejas se conocen a través de Internet, un lugar que no existía hace pocos años. En el libro hablamos de cómo el amor, esa sensación milenaria, se actualiza en nuestros días.

–¿Crees que si se hicieran en estos días los estudios a los que hace referencia el libro se obtendrían resultados muy distintos?
–Muchos de los estudios del libro son muy recientes y la verdad es que hemos avanzado mucho en los últimos años en el conocimiento científico del amor. Donde creo que encontraríamos cosas muy distintas es si en vez de centrar la gran mayoría de los estudios en los países desarrollados, analizásemos el amor en otras culturas, otras realidades.

Un ejemplo puede ser los países donde parte de los matrimonios se hacen por amor y otros son por conveniencia, por un acuerdo entre las dos familias implicadas. El amor es un caleidoscopio y la cultura amplía mucho las perspectivas.

–Cuando se habla de cerebro enamorado, ¿solo se hace referencia a la atracción, vínculo… entre personas?
–El amor entre personas es el objeto fundamental del libro, pero resulta curioso que hay personas que dicen que sienten una reacción enormemente similar con animales e incluso con objetos, algo de lo que cuento varios ejemplos.

Quizá es parte de la neurodiversidad, de esa maravillosa riqueza y variedad de los cerebros humanos, que hace que seamos diferentes en cosas como la preferencia de mano, el tipo de pareja deseada o la habilidad para mantener viva una relación amorosa al cabo de muchos años.

–Entonces, cuando un hijo, un animal, la música, la comida, la naturaleza... hacen que sientas una felicidad indescriptible, ¿no se puede hablar de amor?
–Una de las grandes sorpresas del proyecto Genoma Humano es que tenemos muy pocos genes. Se pensaba que el ser humano tendría más de 100.000 genes codificadores, pero son poco más de 20.000.

Eso hace que una molécula intervenga en varias cosas. La dopamina está implicada en el bienestar, en la consecución de objetivos, en las cosas que nos dan esa sensación de felicidad que comentabas, en la adicción a drogas y también en el amor.

–Esta manera de funcionar que tiene el cerebro que nos explica, ¿cuánto dura? Porque el amor tiene distintas etapas…
–Sí, es una cascada de sentimientos y emociones en las que se van poniendo en funcionamiento diferentes procesos y regiones cerebrales. Si lo pensamos un poco es algo maravillosamente modelado por la evolución.

Primero tenemos una etapa de pasión que nos hace atrevernos, perder el miedo al ridículo, asumir riesgos, perder en cierta manera el control, pero eso es demasiado peligroso mantenerlo mucho tiempo así que nuestro cerebro nos lleva a una etapa de vínculo, prolongada, en la que a veces pensamos menos porque no tiene el fuego del enamoramiento pero que quizá es la más importante porque dura años o décadas, en bastantes personas para toda la vida.

–¿Cuál dirías que es el secreto de un amor feliz?
–Creo que son cosas sencillas pero importantes. Trabajarlo, no darlo por hecho, pensar en la otra persona; no sacrificar tus intereses, pero pensar en los suyos también; tener presente lo que te gusta de tu pareja, no renunciar a la intimidad; compartir, hacer juntos cosas nuevas, hablar con claridad, pero con respeto y recordar lo que sentiste cuando te enamoraste de esa persona, no olvidar cómo le mirabas.