El ser humano al nacer es quizá la criatura más indefensa del reino animal, la que tiene menos recursos propios, la que más precisa de los cuidados de sus padres y la más dependiente de ellos para sobrevivir.

Esto hace que se cree un vínculo muy especial entre padres e hijos y, en particular, entre la madre y el hijo, conocido con el nombre de apego.

El apego permite que el hijo sienta seguridad, sosiego, consuelo, agrado y placer, hasta el punto de que la pérdida o la mera ausencia de la persona cuidadora puede generarle una gran desazón e incluso ansiedad.

Por otro lado, el gran reto de la educación y crianza de los hijos es que estos lleguen a ser personas maduras, autónomas y responsables; es decir, el niño debe pasar de ser un ser absolutamente dependiente a un adulto autónomo.

Lograr ese objetivo es una tarea en la que se combinan el afecto y los cuidados básicos con el ir señalando una serie de límites y pautas que permitirán una separación entre madre e hijo.

El modo en que se combinen estos elementos marcará un estilo educativo y dará lugar a una separación más o menos sana, a la vez que influirá en el tipo de vínculos afectivos que el niño establecerá de adulto.

Cuando el niño es el centro del mundo

En las últimas décadas nuestras sociedades han pasado a ser más democráticas y liberales, mientras se potencia cada vez más el valor de lo emocional en las relaciones familiares y personales.

Esta evolución ha comportado cambios en la sociología de las familias, de manera que los hijos han cobrado un protagonismo que no tenían para las generaciones anteriores.

Se han convertido así en el centro alrededor del cual gira toda la familia, hasta el punto de que en muchos casos son los padres quienes se adaptan a ellos, sin exigirles ningún tipo de esfuerzo para integrarse en la familia.

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Al mismo tiempo, padres que habían sido educados en un ambiente autoritario, en el que se les había inculcado una obediencia ciega, han pasado a tener una visión de la educación que se sitúa en el polo opuesto, rayando con un exceso de tolerancia y permisividad.

La confluencia de estos factores crea el caldo de cultivo para la sobreprotección, que resulta tan perjudicial como el autoritarismo, aunque es más fácil de corregir si los padres son conscientes de ella.

¿Cómo sé si estoy sobreprotegiendo a mi hijo?

Para saber si se está adoptando un talante sobreprotector, describimos algunos ejemplos de este tipo de familias:

Brindan cuidados excesivos y exagerados a sus hijos, como si estos no pudiesen dar un paso sin su consentimiento, ni expresar ningún malestar. Cuando son bebés apenas les permiten que lloren, ya que ese llanto les genera mucha angustia: su respuesta inmediata es cogerlos en brazos, darles el pecho, acunarlos, etc. Suelen ser padres muy inseguros y con baja autoestima, y que se sienten fácilmente culpables porque piensan que no lo están haciendo bien cuando su hijo muestra algún tipo de incomodidad.

No conceden a los niños ningún tipo de libertad, como si fueran de su propiedad. A medida que crecen, padecen mucho imaginando los riesgos que pueden correr los pequeños en determinadas situaciones, como al irse de excursión con la escuela, jugar en el parque o cualquier otra experiencia que ellos conciben como peligrosa. A veces provocan de manera inconsciente que sus hijos lleguen a "enfermar" para excusarles de esas situaciones.

Se anticipan a los deseos de los niños incluso antes de que los manifiesten, y hablan de los hijos como si fueran parte de ellos mismos: "no me come", "ya me anda", "me ha suspendido dos"... Son padres muy fusionados a sus hijos, que viven todo lo que les ocurre, sea bueno o malo, como si les ocurriera a sí mismos.

Fomentan conductas infantiles en sus hijos y les ríen todas las gracias porque les resulta difícil aceptar su crecimiento. No les educan en los hábitos correspondientes a su edad, como ayudar en pequeñas tareas de la casa, hacer algunos encargos, pequeñas compras... Siempre dicen que son pequeños para estas cosas y que ya tendrán tiempo para aprenderlas, sin darse cuenta de que si estos hábitos no se van introduciendo poco a poco luego resulta más difícil hacerlo.

Son poco exigentes con sus hijos y no permiten que se enfrenten a los tropiezos que les aguardan, de manera que tienden siempre a disculparles sus errores y a señalar a los demás como culpables: los maestros no les entienden, los otros niños actúan con mala idea, sus hijos son muy sensibles...

En todas estas relaciones observamos una confusión entre padres e hijos, fruto de un sentido de posesión absoluto que hace que el niño llegue a sentirse apresado, como un objeto de sus padres, y a que le resulta casi imposible romper el cordón umbilical que les une a ellos.

Por tanto, cuando hablamos de niños sobreprotegidos, niños enmadrados o cualquier calificativo similar, no podemos olvidar que la responsabilidad no es tanto de los niños como de los padres, quienes por su forma de ser han establecido una fusión tan estrecha con sus hijos que son los primeros a quienes les cuesta separarse de ellos.

Estos padres confunden a menudo los cuidados y la protección con la afectividad. Hay estudios que muestran que pueden pasarse más tiempo controlando a sus hijos que dándoles cariño.

¿Qué características tiene un niño sobreprotegido?

Como consecuencia de todo esto, el niño sobreprotegido va creciendo sin la posibilidad de forjarse una personalidad propia.

Todo lo que hace está controlado por sus padres y muchos de sus comportamientos se dirigen a satisfacerles, ya que perciben que, si no les complacen, sus padres sufren mucho, con lo que llegan a sentirse menos queridos.

El resultado es que son niños inmaduros y con una gran dependencia hacia sus padres, lo que aumenta el riesgo de que en su adolescencia o en su vida adulta puedan caer en cualquier tipo de conducta dependiente.

Las características más comunes del niño sobreprotegido son:

  • Una baja autoestima que comporta una gran inseguridad.
  • Busca más satisfacer a los demás que a sí mismo.
  • Acostumbra a mostrar retraimiento e inhibición en sus relaciones sociales, lo que le provoca una gran timidez que dificulta su posibilidad de integración con otros niños.
  • Tiene serias dificultades para tolerar las frustraciones y contratiempos porque no está acostumbrado a ello.
  • Como suele conseguir las cosas sin tener que pedirlas, tiende a ser insaciable y a no valorar nada de lo que tiene.
  • Siente temor ante lo desconocido, lo que le provoca muchas conductas evitativas, es decir, deja de hacer cosas y le cuesta emprender nuevas actividades con sus compañeros.
  • Suele ser un niño muy poco creativo e imaginativo.

Es muy importante que los padres tengan todo esto en cuenta a la hora de educar a sus hijos y que sean conscientes de que la sobreprotección, a la larga, tiene consecuencias negativas imprevisibles, porque afecta al desarrollo emocional y social de los niños.

¿Cómo estimular la autonomía de los niños?

El mejor modo de evitar un vínculo sobreprotector es ser consciente de que los hijos no son una parte de los padres, sino niños que a lo largo de su crianza van a depender de los progenitores pero que, al mismo tiempo, han de aprender a ser independientes.

Muchas veces proteger a los hijos es más fácil y cómodo y evita a los padres mucho sufrimiento, pero éstos han de aprender también a contener sus angustias y temores, dejando que sus hijos vayan independizándose progresivamente.

En la medida en que vean que su hijo responde positivamente y aprende a enfrentarse a las dificultades esos miedos irán reduciéndose, los niños se irán mostrando más seguros y los padres estarán más tranquilos y satisfechos.

Hemos de contar que con la llegada de la pubertad y, posteriormente, la adolescencia, los hijos querrán romper el vínculo familiar infantil en que se han movido y desearán involucrarse en su grupo de amigos, es decir, pasarán del vínculo familiar al vínculo social.

Si durante la infancia se ha promovido la autonomía y la autoestima este tránsito resultará más fácil para todos, ya que los jóvenes estarán más preparados y los padres tendrán más confianza en sus hijos.

Educar para la autonomía supone que los padres deben alentar y fomentar la separación de sus hijos.

Esta educación es un proceso que se inicia en las etapas más precoces de la vida: la madre debe poder incluir al padre en la relación más exclusiva que se forja en los primeros meses de vida; la entrada en la guardería o en la escuela debe ser un motivo de alegría y no de tristeza; durante la escolaridad se debe promover que participe en todas las actividades: salidas, excursiones, colonias... y fomentar la relación con sus amigos, permitiéndole ir a sus casas e invitándoles a que vengan a la nuestra.

Para favorecer un buen desarrollo emocional de los hijos los padres deben procurar:

  • Potenciar los comportamientos y hábitos que corresponden a su edad y a su proceso madurativo: los padres no deben hacer las cosas que conciernen a los hijos.
  • Enseñarles a diferenciarse. El niño debe aprender que cada miembro de la familia tiene un lugar determinado dentro de esa estructura y no solo un lugar físico –como puede ser que cada uno debe dormir en su cama y en su habitación–, sino también un lugar psíquico diferenciado, aunque no por ello menos importante, como que los papás mantienen una relación entre ellos que no es la misma que la que tienen con los hijos.
  • Hacerle responsable de sus propias conductas, enseñándole que cualquier acción tiene siempre consecuencias y procurando hablar con él de las cosas que le han salido mal, ya sea en las tareas de casa, en la escuela o en la relación con sus amigos. Eso permite ayudarle a encontrar estrategias para solucionar los contratiempos, fomentando siempre su criterio.
  • No evitarle las situaciones que puedan ser complicadas, sino más bien alentarle en esas nuevas experiencias reforzando su autoestima y transmitiéndole la idea de que confiamos plenamente en él.
  • Dejar que pida él las cosas que desea. Los padres no deben precipitarse a darle lo que quieren ellos, pero eso tampoco significa responder rápidamente a sus demandas, pues también hay que enseñarle que todo puede esperar.

Con esta actitud se ayuda a los niños a ir haciéndose mayores y a tener confianza en sí mismos. De ese modo se sentirán más seguros y sabrán que siempre encontrarán nues- tro apoyo en momentos difíciles.

Límites, respeto y amor

Paralelamente a todas estas pequeñas separaciones los padres tienen que ir poniendo límites al comportamiento de sus hijos, ya que educar también es decirles lo que está bien y lo que está mal, lo que está permitido y lo que no.

Todo este proceso debe ir acompañado de mucho afecto, cariño y respeto por las decisiones que vayan tomando.

Los niños deben sentirse queridos, deben encontrar un marco familiar en que puedan hablar de sus problemas y contratiempos sabiendo que van a ser escuchados y ayudados ya que, de ese modo, se genera un clima de confianza mutua que fomenta la madurez de los hijos.

En la educación la falta de normas y de disciplina es tan peligrosa como el autoritarismo.

A menudo, por la falta de tiempo y una actitud demasiado permisiva, a los padres les resulta difícil poner límites a sus hijos y, aunque no se trate de padres sobreprotectores, van tolerando conductas inapropiadas.

Si el niño siente que "todo es posible" y no sigue una serie de límites, se sentirá confundido y desorientado. Por ello es preciso que los padres aprendan a establecer una disciplina que pueda guiar a sus hijos.

En este terreno cada familia debe encontrar su propio método, pero conviene saber que decir "no" de vez en cuando resultará muy beneficioso, y que hay que ser consecuentes con las normas y ser constantes en su vigilancia y cumplimiento

Algunos libros para saber más

  • La aventura de crecer; Luciano Montero, Ed. Temas de Hoy
  • Disciplina sin gritos ni palmadas; J. Wyckoff y B. Unel, Ed. Norma
  • Educar con sentido común; T.B. Brazelton, Ed. Medici