Hace poco hablaba desde este editorial de la importancia que revestía para la sociedad no olvidar el valor de nuestros aspectos más gregarios. No se trata, decía, de que el individuo desaparezca, sino de brindarle el mejor de los entornos para el desarrollo de su potencial, un grupo de pertenencia, la suma de todos los que me acompañan y, especialmente, de aquellos con los que comparto lo que hago y lo que soy.

Dentro de esta idea, hoy quisiera hablar de la base fundamental de la sociedad, el medio irreemplazable en el que se gestaron los contenidos de lo que humanamente somos, persona por persona. Me refiero, claro, a la familia, de cuya defensa depende sin lugar a dudas una parte importante de nuestro futuro como sociedad, nuestros marcos de referencia y el principio de la identidad de cada uno.

De su importancia nos habla el hermoso poema de la Madre Teresa de Calcuta, titulado Enseñarás a volar, que decía más o menos:
Enseñarás a volar,
pero no volarán tu vuelo.
Enseñarás a soñar,
pero no soñarán tu sueño.
Enseñarás a vivir,
pero no vivirán tu vida.
Sin embargo, en cada paso,
en cada vuelo,
en cada sueño,
perdurará siempre la huella
del camino enseñado.

¿Se puede sustituir a la familia?

Tantas veces hemos escuchado desde tantos rincones que el modelo de familia está caduco, que el matrimonio como fue diseñado en su momento es anacrónico, que las necesidades de las personas no se corresponden con las estructuras vinculares disponibles… Pero ¿por qué no ha surgido nada mejor?

La respuesta es desalentadora y auspiciosa al mismo tiempo. Con sus fallos y limitaciones, la familia cumple su función mejor que ninguna otra instancia, tanto en la formación y el crecimiento de las personas como en la función de célula fundacional de las sociedades equilibradas.

Hoy se ha perdido gran parte del sentido de unidad, respeto y compromiso que sostenía a la familia y le daba razón de ser.

Reducida con espíritu simplista y generalizador a su mínima expresión, la palabra designa a una pareja conformada por dos seres que se unen en la decisión de pasar juntos el resto de su vida, apoyándose, acompañándose, por amor y por interés mutuo, materializando su trascendencia en la llegada de los hijos. Si bien esta descripción no es siquiera habitual en nuestros días, sigue siendo la imagen automática que nos aparece cuando pensamos en la familia. Que el amor sea el motor o no es otra cuestión.

No son pocas las historias protagonizadas por un hombre solo que, viendo como se le pasa la vida, se da cuenta de que necesita compañía y elige una mujer para casarse y tener hijos. También la mujer, sobre todo en tiempos pasados, podía salir a buscar un marido cuando, cumplidos los treinta, empezaba a sentirse “vieja”, sobre todo si no poseía fortuna. El amor vendría después, decían las abuelas, y la mayoría de las veces acertaban, por lo menos con la aparición de algo que podía ser llamado amor, aunque no resistiera un análisis más profundo.

Ni siquiera podemos asegurar que, en la mayoría de los casos, el proyecto común sea efectivamente acordado, ni que los hijos lleguen siempre por un deseo compartido. Ciertamente estos modelos no son deseables, pero de alguno de estos esquemas nacieron muchas familias muy sólidas (y otras de martirio eterno, claro). En alguna época, estos matrimonios eran arreglados por los padres o por casamenteros profesionales, y aunque estos no ignoraban las desagradables posibilidades, tenían la certeza de que peor era quedarse fuera de la rueda de lo socialmente correcto, no casarse y (¡horror!) no tener hijos.

Nunca hasta estos tiempos se había dudado de que la mejor forma de funcionar de los humanos era a partir de un núcleo pequeño como la familia, que diera fortaleza a cada uno de sus miembros frente a las desgracias y los esfuerzos cotidianos para la supervivencia, y que tangencialmente aportara el marco de seguridad, permanencia y constancia que requiere el desarrollo afectivo de las personas.

La crisis actual de las familias

Pero hoy todo sucede como si demasiadas familias no llegaran a conformarse plenamente; se ha perdido gran parte del sentido de unidad, respeto y compromiso que sostenía la institución familiar y le daba razón de ser. Muchas son las razones de esta crisis, pero una de las fundamentales seguramente sea la nueva apetencia por una vida cada vez más lujosa y confortable, que fuerza a los adultos a abocarse casi exclusivamente a la obtención de dinero.

Sin embargo, no todo está perdido. En medio de todos estos cambios, hay algo que se alza con luz propia: siguen existiendo familias bien constituidas, con adultos que realizan su tarea de padres con responsabilidad, en las que los recursos y los tiempos atienden las necesidades de todos, en las que el respeto y el cuidado del otro son lo fundamental para cada uno de sus miembros.

Son historias muy frecuentes, que demuestran contundentemente cómo los cambios pueden tener un perfil muy positivo.

Las leyes actuales, más flexibles que las de antaño, permiten divorcios, reconocen a las parejas de hecho, y admiten la caducidad del “para toda la vida”, pero siguen intentando proteger los derechos de la familia como tal. Historias impensables hace 20 años, como las “familias ensambladas” (según la genial denominación que les dio mi amiga María Silvia Dameno), configuran alternativas sustentables de las nuevas realidades, en base a esquemas menos prejuiciosos, hechos por elección y por afinidad, y también por eso, más sólidos y duraderos.

¿Cómo lograr familias que garanticen un mundo mejor?

Me pregunto si sería posible o deseable hacer una lista de todas esas pequeñas cosas que suceden en el entorno familiar, que son fundacionales, que dejan huella, que alivian y orientan la vida. Mencionemos aunque sea el amor, la generosidad, el cuidado, la paciencia, las pautas claras, la flexibilidad, la dedicación, el interés hacia los demás, las normas, la apertura, el compromiso, la responsabilidad, la comunicación...

Estos, y otros que tú mismo podrías agregar, son algunos de los pilares que permiten que una familia se construya y se proyecte en el tiempo, que ayudan a sus miembros a saberse especiales, por la felicidad que manifiestan, por su actitud serena y segura, por su solidez interior, por su apertura y por su creatividad.

Obviamente, la solución no es pretender establecer estas condiciones como pautas obligatorias, sino educar a los jóvenes, y a los no tan jóvenes, para que sepan lo necesario que es que los cabezas del grupo familiar sean líderes con autoridad moral, pero sin autoritarismos; que tengan vocación de diálogo, pero no por sus propias inseguridades; que propongan una discusión abierta de los temas, pero conservando la responsabilidad última de la decisión final.

¿Qué necesitan los niños?

Esta reflexión ética es importante para que el modelo de comportamiento surja desde el seno familiar y no por imposición de la ley, del azar, de una moda, o por condicionamientos de algunos encuentros fortuitos.

La ausencia de afecto, valoración o reconocimiento del entorno más cercano empuja a los niños a buscar emociones más o menos compensatorias.

Las historias de Charles Dickens sobre las consecuencias del desamparo de los niños de la Inglaterra de la época victoriana son ejemplares, mostrando una y otra vez el oscuro destino de los pequeños bajo el influjo de delincuentes que, transformándose en “su familia”, los entrenan para su provecho.

No deja de entristecernos saber que, en la actualidad, no son pocas las historias de niños que viven en la calle de modo similar, ni son excepcionales los relatos de jóvenes que viven sus pandillas como único referente familiar.

He repetido cientos de veces una idea que no intenta justificar lo injustificable, sino comprender un problema que nos incumbe. La ausencia de afecto, valoración o reconocimiento de parte del entorno más cercano, comenzando por los padres, empuja a los niños y a los no tan niños a tratar de sustituir el amor ausente con algunas emociones más o menos compensatorias. Al no sentirse queridos, buscarán primero volverse necesarios, después dar lástima y, por último, provocar el rechazo de aquellos de los que esperaban su amor. Cualquier cosa que permita mitigar el dolor que provoca su indiferencia será una conducta efectiva.

Lo bueno y lo malo de todo esto es que si somos parte del problema, también podemos ser parte de la solución. No se trata solo de grandes cambios educativos y morales, sino de reconocer el peso y el valor social que tiene la preservación y el desarrollo de esos pequeños gestos que hacen a la diferencia.

Como escribió Rabindranath Tagore:
“Cuando abrazo tu cara de jazmín y canela
para hacerte sonreír, mi niñito querido,
comprendo la dicha que se extiende por el cielo límpido de la mañana
y comprendo la delicia con que la brisa de verano envuelve mi cuerpo
y comprendo también la danza del trigal al mediodía:
…cuando te abrazo para que sonrías,
lo comprendo todo."