A veces se establecen alianzas entre dos personas que resultan extrañas a observadores más sensatos; como cuando dos personas deciden casarse sin darse tiempo para conocerse. Algunos se dejan llevar por el flechazo, que es la forma en la que se evidencia más el engaño del enamoramiento, un engaño siempre presente que hace que se perciba al otro no como es sino como nos gustaría que fuese.
El amor supone un aprendizaje de la libertad, aceptar que el otro tiene deseos propios, que pueden incluirnos o no, sin que eso sea vivido como un ataque personal digno de venganza.
El amante imaginado
Es propio del enamoramiento construir un escenario imaginativo en el que interpretamos que el comportamiento del otro responde perfectamente a nuestras necesidades y deseos.
Si, por ejemplo, un hombre quiere tener toda su vida bajo control, elegiría como pareja a una mujer a la que le atribuiría unas características de sumisión, sinceridad, transparencia, lealtad, fidelidad; sería incapaz de imaginar que ella pudiera tener algún secreto o algún deseo propio que no lo incluyera.
Una mujer que quisiera sentirse protegida podría decantarse con facilidad por un hombre que exhibiera signos de poder –tanto económico como de fuerza de carácter– y confundir insensibilidad con fuerza, justamente por no haberse dado tiempo a ver cómo era el otro después de ese periodo tan engañoso donde solo ve lo que le gustaría ver, confundiendo las proyecciones de deseos propios sobre el otro con sus verdaderos rasgos.
Se trataría de un caso de negación de la alteridad, pues toda alteridad supone una distancia entre el propio yo y el del otro. Cuando esta se niega, se rompe el espejismo que hace ver al otro como el reflejo de uno mismo, lo que es fuente de conflictos.
El amor no es ciego: el enamoramiento, sí
La ilusión de hacer de dos uno solo es bastante común en la pareja no advertida y se refleja en el dicho popular de “encontrar la media naranja”; dos mitades que, al juntarse, forman un todo. Pero la realidad es otra, como lo demuestran los desencantos que se dan cuando se supera la etapa del enamoramiento, esa etapa que impide ver al otro como es realmente.
Muchas veces se define el enamoramiento como un estado de enajenación transitorio. Si después de un tiempo, no cae la venda que nos ciega, es probable que exista una fractura en nuestro psiquismo, alguna patología más o menos seria.
¿Qué pasa cuando confundimos amar y poseer?
Intensificar la vertiente posesiva sobre el otro implica un fallo en la distancia necesaria para respetar su espacio personal, su tiempo, su necesidad de apoyarse en otros vínculos. Quien es posesivo cree que su pareja solo debería sentirse plena con su presencia.
Hay películas que ilustran estas situaciones. En Gabrielle, por ejemplo, su protagonista es un hombre rico, gran coleccionista de arte, que siente que su mujer es el objeto más apreciado de su colección. Él le atribuye cualidades que ella no tiene, pero a él le tranquiliza imaginarla de un modo que nada escape a su control, como si se pudiera detener la vida. Cuando ella se muestra tal cual es, él se derrumba.
Evidentemente, hay grados en esa negación del otro. En las psicosis, la frustración amorosa, el desengaño o el ser abandonado por la persona amada puede provocar un odio creciente, feroz, que lleva a autolesionarse e incluso puede desembocar en el asesinato de la pareja.
En estos casos, la persona dejada siente que el otro es un agresor que se lleva una parte que le pertenece, parte sin la cual se siente perdida. Este es el caso que vemos en Atracción fatal, cuando, como respuesta a su frustración insoportable, ella intenta asesinar al hombre que ella espera que colme su vacío.
La falta de distancia produce, ante un desencuentro amoroso o una infidelidad, un derrumbe subjetivo que alimenta el deseo de muerte de aquel a quien se hace responsable del dolor causado, ya sea el amante que aparece como un tercero que rompe el espejismo del paraíso perdido como la misma persona antes amada y, ahora, odiada. Este es el caso de Infiel, en la que el marido engañado le confiesa a su esposa que ha matado a su amante pero, en realidad, la quería matar a ella.
Una relación sana es una relación libre
Todos estos son ejemplos dramáticos de cómo la falta de alteridad, que es una forma de negación del otro, pueden llevar a creer que tenemos derecho a su posesión. El amor supone un aprendizaje de la libertad, que no significa falta de compromiso sino un aceptar que el otro tenga deseos propios, que pueden incluirnos o no, sin que eso sea vivido como un ataque personal que llama al deseo de destruirlo.
Las personas muy posesivas son víctimas de esta confusión y muchos asesinatos por obra de compañeros sentimentales pueden adjudicarse a estas causas.
Las relaciones sanas suponen que podemos abandonar un vínculo cuando este no nos satisface.
Todos tenemos derecho a abandonar un vínculo cuando no nos satisface. Quien se siente incapaz de hacerse cargo debe responsabilizarse por ello, en lugar de culpar a la persona que lo abandona. El aprendizaje de la alteridad es un proceso largo y difícil –y más en el terreno resbaladizo del amor–, pero necesario si se quieren establecer relaciones sanas y respetuosas.
Una separación implica entrar en un proceso doloroso que nos pone frente al hecho de que no somos uno solo, como creíamos ser cuando estábamos juntos. Quien no sabe estar solo no podrá asumir esa parte de su ser que nunca se librará de la soledad y difícilmente podrá interiorizar la alteridad, el respeto por la autonomía del otro.