Vivimos en un mundo compartimentado, inmersos en una red de cubículos, calles, esquinas, rótulos, obligaciones, pantallas, horarios... Todo parece estar ocupado o tener dueño, empezando por el tiempo y el espacio.

Fuera de casa, el rumor del tráfico no cesa de día ni de noche. Dentro, es posible que la planta de la dicha no acabe de arraigar. Quizá nos falta quietud y nos sobran estímulos; tal vez nos hemos olvidado de contemplar el cielo.

Cuando cuesta distinguir entre vida y ajetreo, el desierto puede aportar una lucidez inesperada.

Como cualquier paisaje, el desierto tiene fans. Y son más de lo que parece.

Al principio no podía entenderles. ¡Si ahí no hay nada!, pensaba mientras narraban sus peripecias por un escenario casi abstracto. ¿Qué picos, qué bosques, qué ríos, qué playas, qué monumentos guardaremos luego en la recámara?

Más tarde descubrí que el desierto despliega otros encantos. Fue por sorpresa, casi a traición, durante un viaje por Islandia. Y quedé fascinado para siempre.

¿Cuáles son los desiertos más conocidos?

Los desiertos ganan terreno en el planeta, pero cada vez es más difícil acceder a ellos:

  • Sahara. Lejanos están ya los tiempos en que el gran desierto podía cruzarse libremente. Los países más seguros actualmente son Túnez y Libia. Existen vuelos directos a Tamanraset, al sur de Argelia, que permiten acceder al macizo del Hoggar en un ambiente muy "tuareg". Pero el contrabando de armas anda ahí a la orden del día.
  • Namib. Namibia acoge el desierto más antiguo que se conoce. Sus dunas rojizas se consideran las más altas del planeta.
  • Arabia. Yemen es inseguro y Arabiano quiere turistas. Omán, con el desierto de Rub-al-Jali y el arenal de Wahib, ofrece la mejor rendija para asomarse al desierto de Arabia.
  • Thar. Entre la India y Pakistán se encuentra este famoso desierto, al que se organizan numerosas visitas desde la ciudad de Jaisalmer.
  • Gobi. La estepa que degenera se convierte en desierto y eso es palpable en el enorme desierto de Gobi, que se extiende entre el Tíbet y Mongolia, en territorio chino.
  • Australia. Cuenta con una decena de desiertos, con una superficie cuatro veces mayor que Francia.
  • Arizona. La tierra de los indios navajo y hopi, y del Gran Cañón, reúne algunos de los paisajes desérticos más emblemáticos de Norteamérica.

El desierto es un paisaje sin adornos

El desierto mantiene un notable paralelismo con el mar. Surcarlo requiere seguir el rumbo más con ayuda del cielo que de la tierra; contar con agua y víveres; afrontar imprevistos en medio de la inmensidad; reducir las necesidades a lo esencial...

Y en ambos lugares se suele experimentar una inefable sensación de libertad, una plenitud que parece proporcional al vacío que nos envuelve.

Pero si el mar muestra una faceta amable, ligada al origen de la vida –que se gesta y se renueva bajo su superficie–, en el rigor del desierto todo parece existir de modo ilusorio, como un espejismo.

El desierto ofrece paisajes descarnados, exentos de adornos o caminos. En ese jardín zen de arena y rocas los límites del espacio no se adivinan.

Aparte de los propios movimientos –el desierto no invita a permanecer quieto–, el amanecer y el ocaso constituyen el mayor hito del día. Telones de luz colorean el horizonte y anuncian la salida del sol o las estrellas, que brillan implacables en una atmósfera no empañada por vapores de agua.

La selva virgen: la otra cara de la moneda

Llama la atención que los desiertos de la Tierra se extiendan como un cinturón hacia los 30 grados de latitud norte y sur, y que el espacio entre ellos lo ocupe precisamente la selva tropical.

Dos ecosistemas tan distintos tienen una estrecha relación.

El sol calienta tanto el aire en las zonas ecuatoriales que este se eleva como el humo de una chimenea. Tras descargar su humedad en aguaceros tropicales, esa corriente de aire agota su fuerza ascensional y se bifurca soplando rumbo a los polos.

Pero pronto se enfría y pierde altura. Ese aire que baja del cielo aumenta la presión atmosférica e impide los movimientos ascendentes del aire –requisito para la lluvia–. Y así se crean los grandes desiertos.

Con los vientos alisios, ese aire retorna al Ecuador.

El desierto como ventana a la infinitud

Cuando se ve el firmamento del desierto es difícil olvidarlo.

Si existe el empíreo, esa radiante esfera celestial de la que, según los antiguos, las estrellas son una simple emanación, el cielo del desierto sería el colador con los agujeros más grandes y numerosos. Por esa cúpula giran la luna, los planetas y las estrellas, iluminando el espectáculo más antiguo que conocen los seres humanos.

Ahora se tiende a observar los astros virtualmente, con las magníficas imágenes que generan los telescopios y que internet sirve en bandeja.

Pero los antiguos griegos proyectaron en las constelaciones su compleja mitología –tan rica a nivel psicológico, filosófico y espiritual–. Mientras que los árabes –la civilización del desierto– nos legaron los nombres de la mayoría de las estrellas, que les permitían orientarse en la inmensidad.

La escasez de vapor de agua no solo aclara el cielo: también hace que los contrastes de temperatura en el desierto sean extremos. De cincuenta grados puede pasarse a cero en unas horas, y viceversa.

El día y la noche se convierten así en dos reinos opuestos, que nada comparten, salvo la infinitud del espacio terrestre o cósmico que permiten entrever.

¿Hay animales y plantas en el desierto?

Solemos asociar los desiertos con vastas extensiones de arena, pero incluso en el Sahara son más comunes las llanuras y mesetas tapizadas de guijarros.

De vez en cuando el paisaje se ve moteado por moles de rocas bruñidas por el viento, o por cumbres pétreas, espinas dorsales del subsuelo labradas por la erosión.

El paisaje del desierto es el más cercano al que hallaríamos en otros planetas.

Los desiertos de todos modos no son territorios inertes: una población de semillas, plantas y animales ocupa toda su superficie en espera de circunstancias favorables. Y los seres humanos han sabido adaptarse secularmente a ellos.

¿Cómo son y viven los habitantes del desierto?

Vivir en ese entorno requiere distinguir entre lo fundamental y lo accesorio, o asumir que la riqueza empieza por disminuir las necesidades.

El habitante del desierto, nómada por naturaleza, lleva el hogar consigo. No modela el paisaje –no tendría sentido–, ni se esmera por mejorarlo como el campesino de un oasis, sino que se limita a atravesarlo cuidando de sí mismo.

El nómada posee un talante circunspecto, independiente y sereno. Ha desarrollado lo indecible ciertas facultades, entre ellas un sentido innato del espacio.

Así, en los tiempos de las caravanas, un guía debía ser capaz de localizar, por ejemplo, un remoto pozo de agua en un paisaje de dunas móviles; de no lograrlo, el desenlace podría ser trágico para el grupo.

Los occidentales que hoy acuden al desierto, a lomos de vehículos todoterreno o en pequeños trekkings con camellos, aprecian pronto la combinación de sosiego y frugalidad que impera en ese territorio.

La comida deja de ser variada, pero no importa. El calor no es noticia y resultaría gratuito comentarlo –callando se le resta poder–. Los refrescos se inclinan ante el té caliente. El pozo depara quizá un agua salobre, pero bienvenida. Saborear un único dátil ayuda a cubrir largas distancias.

Los autóctonos saben que lo que quita el frío también protege del calor: hay que vestirse a conciencia, empezando por aislar la cabeza.

Una tormenta se afronta desde la quietud, volviéndose hacia dentro. Habrá que tapar cualquier resquicio y tal vez untar con aceite el parabrisas para que el viento cargado de arena no esmerile el vidrio.

El pequeño príncipe que aterrizó en el desierto

La dureza de ese paisaje sin agua ni vegetación muestra su reverso en las dunas. Descubrir sus curvas sinuosas, cuando el sol declina, es uno de los placeres sensuales del desierto.

En esas grandes olas de arena, que se mueven con sigilo, nos sentimos libres. Dejamos de reservar fuerzas y trepamos y bajamos con la espontaneidad y el asombro de un niño.

Sentado en la cresta de una duna nada se echa en falta. El mundo parece perfecto. Son instantes de dorado esparcimiento dentro de la disciplina general.

De repente la pista se abre en abanico y hay que elegir una línea entre el haz, que gradualmente diverge de las vecinas... Perderse en esa nada equivale a naufragar. Será preciso conservar la esperanza y contar con que, en última instancia, alguien aparecerá.

Así le sucedió a Antoine de Saint-Exupéry en 1935 cuando erró cuatro días por el desierto libio tras un accidente aéreo. Milagrosamente lo rescató un beduino cuando se hallaba al límite de sus fuerzas.

Años después, en su famosa obra El principito, Saint-Exupéry nos cuenta cómo se avería su avioneta en pleno Sahara, y entonces conoce a ese pequeño príncipe recién llegado del asteroide B 612 que le hará replantearse todas sus creencias.

La parte mística del desierto

La fuerza espiritual del desierto no ha pasado desapercibida, acaso porque en ningún otro lugar es tan difusa la frontera que enlaza la vida con la muerte.

Se dice que Jesús fue tentado en el desierto al concluir su ayuno de cuarenta días.

A ese enclave se retiraron también los primeros monjes cristianos del antiguo Egipto a fin de afrontar su naturaleza y la del mundo con la sola ayuda divina. De ello da constancia la palabra ermitaño, que deriva del griego eremos: desierto.

En su prolongado éxodo tras huir de Egipto el pueblo judío dependió del maná, que es como decir de la providencia.

La mística es amiga del desierto, acaso porque en él resulta más fácil considerar la vida como un don de la gracia: nada existe sin ella, todo existe por ella y solo por ella.

Hoy se organizan "viajes espirituales" al desierto que incluyen clases de meditación y de técnicas corporales, junto al deseado vivac bajo las estrellas.

Los "cazadores de meteoritos", por su parte, se alejan de las rutas con vehículos ultraequipados en pos de rocas de gran densidad que marean a las brújulas. En ningún otro lugar es más factible hallarlas.

Ir al desierto supone una cita con la nada

Para quien vive en la ciudad una inmersión en el desierto puede aportar un feliz contrapunto.

En ese territorio solo llevamos lo esencial y estamos de paso. El mero hecho de vivir se convierte en motivo de júbilo.

A eso se añade la profundidad del silencio o la alegría que puede suscitar el encuentro con otro ser humano. Se trata de lecciones básicas, tan gratificantes como a menudo olvidadas.

Cuando dejamos de cruzar el desierto para simplemente permanecer en él, por ejemplo en torno a un campamento, es posible asomarse a un mundo nuevo.

Quizá nada de lo que nos rodea tiene nombre, o no se intuye ningún camino. Pero justamente por eso cualquier paseo se convierte en un ejercicio de pura libertad: se puede elegir entre los 360 grados del horizonte. Y cualquiera de ellos presenta alicientes: una piedra singular, la curvatura de un montículo, el color de la tierra...

Solos en esa quietud nos podemos sentir dulcemente hermanados a la humanidad y a los seres queridos. O asumir que si algo cambia ahí es nuestra propia mente.

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LECTURA RECOMENDADA

¡Si tu cambias, todo cambia!

Ocasiones habrá para comprobarlo, pues el desierto juega fuerte y suele guardarse ases en la manga.

Como explica Pep Bernades: "La experiencia del paisaje se torna más potente e intensa cuando de improviso, acentuando el vacío absoluto, tan solo se divisa en la lejanía la tenue frontera de un dilatado horizonte plano, inalcanzable y absolutamente circular. No existe ningún elemento sobre el que posar la mirada. Nada. Solo el cielo y la rotunda llanura circundante, agrandada por la total limpidez atmosférica."

Algunos libros para descubrir el desierto

  • Desiertos; Michael Martin, Galaxia Gutemberg
  • Camelladas por el verdadero Sahara; Théodore Monod, J.J. Olañeta Ed.