Con motivo del lanzamiento en lengua castellana del libro Psicoecología. El entorno y las estaciones del alma (Ed. Gedisa, 2021), hemos entrevistado a Boris Cyrulnik, una de las voces más relevantes en psiquiatría y en el conocimiento del papel que juega el entorno social, el cultural, las relaciones, las palabras... en la construcción del cerebro y la salud mental.
–¿Qué nos aporta la psicoecología para entender la mente?
–La psicoecología define los tres nichos sensoriales que conforman nuestro psiquismo. El primer nicho es la barriga de las mujeres, porque sabemos que durante los primeros nuevos meses en el útero pasa mucha información. El bebé aprende a familiarizarse con las frecuencias bajas de la voz materna, que ya reconoce durante la hora que sigue al nacimiento.
El segundo nicho sensorial es después del nacimiento, y tiene que ver con el cuerpo de la madre, las mamas, los ojos y el brillo de los ojos que el bebé reconoce a 30 centímetros. Y también el padre, que hemos descubierto que tiene más relevancia de lo que pensamos, y mucho más temprano de lo que creíamos.
Y, sobre todo, el tercer nicho sensorial compuesto por la palabra y la cultura. Vemos que, cuando hablamos alrededor del bebé, el lóbulo temporal izquierdo está activo, el lugar de los sonidos; en cambio, cuando la madre le habla al bebé, siente una emoción intensa vinculada con la memoria y es el plano temporal el que se activa. Cuando la madre habla con el bebé, está esculpiendo esta zona de los sonidos y la transforma en zona del lenguaje. La psicoecología analiza este desarrollo continuo a través de estos tres nichos sensoriales.
–¿Qué han descubierto sobre la importancia de la figura del padre?
–El psicoanálisis dice que el padre tiene un poder separador, que impide la potencia de la madre, y permite al niño acceder a un poco de autonomía.
Pues bien, gracias a la neurociencia, hemos descubierto que la presencia del padre tiene efectos desde etapas muy tempranas del embarazo de la mujer. Si el padre da seguridad, la madre dará seguridad a su bebé; si el padre no da seguridad, la madre no dará seguridad al bebé.
Después del nacimiento, el bebé aprende a amar a dos figuras: a la madre, como imprescindible, y a otra figura cercana de la madre y diferente de la madre. A diferencia de la voz de la madre, que el bebé reconoce en la primera hora después de nacer, necesitará varios meses para aprender a reconocer la voz de su padre.
–¿Cómo sería ese entorno que moldea cerebros más sanos, más felices?
–Cuando los tres nichos sensoriales están en su lugar, desde la barriga de las madres con seguridad, los brazos de la madre y el padre y la construcción progresiva de la palabra, el bebé tiene todo lo que necesita para desarrollarse. Pero cuando hay un accidente, cuando la madre no se siente segura por culpa de su marido, por la precariedad social, por la guerra o por los avatares de la vida... esa inseguridad de la madre hace que no transmita seguridad al bebé.
Cuando esto sucede, sabemos que se puede empezar un proceso de resiliencia, dando seguridad a la madre, y esto es suficiente para que en 24-48 horas el bebé empiece a desarrollar una resiliencia neuronal. Lo podemos fotografiar en neuroimágenes, y vemos que el cerebro del bebé vuelve a funcionar correctamente tan pronto como la madre siente seguridad. Un día o dos después, el bebé vuelve a reconstruirse cerebralmente. Sabemos bien qué hay que hacer y qué no para que el cerebro se construya más sano.
–El pasado influye en cómo somos hoy. Un adulto resiliente, ¿puede encontrar en su pasado una mirada que le ayude a vivir mejor?
–Sí, la respuesta es claramente «sí». Porque esa es la definición de resiliencia, es decir, el llegar a ver las cosas de otra manera. Se ha sufrido una desgracia, sea un accidente, el hecho de quedar huérfano, una violación o la guerra. Nos ha sucedido en la vida real, pero se trata de buscar otro desarrollo: esa es la esencia de la resiliencia.
Las mismas personas que han empezado un proceso resiliencia suelen decir: «Veo las cosas de otra manera». En realidad no ha cambiado nada en los hechos, pero sí ha cambiado la manera de ver los hechos. Hemos escapado del síndrome psicotraumático –el repetir siempre la misma imagen de horror, las mismas palabras, las mismas emociones de horror–, que hace que seamos presos del pasado. Cuando empezamos un proceso de resiliencia, por tanto, la desgracia ha existido, pero empezamos otro desarrollo.
–En su libro dice, textualmente, que «el parto representa toda la feminidad y el asesinato constituye a la virilidad». ¿Cómo plantea revertir esa concepción binaria?
–Hay que decir que la especie humana es muy vulnerable. Físicamente somos más débiles que la mayoría de los animales. Durante la glaciación de hace 50.000 años, la especie humana podría haber desaparecido, porque no había vegetales, ni frutas, ni insectos pequeños. Sin embargo, logró sobrevivir instrumentalizando la violencia de los seres humanos, pero de los hombres, más que de las mujeres. Actualmente vemos que, en las parejas, hay un 85% de hombres violentos. Las mujeres también pueden llegar a ser muy violentas, pero si lo miramos desde el punto de vista de los porcentajes hay menos mujeres violentas que hombres violentos. La violencia ha sido un valor adaptativo.
–Un valor que, por desgracia, sigue estando bien presente en la sociedad actual...
–Hasta ahora todas las fronteras son el resultado de guerras. Si hablamos un idioma es porque hemos combatido a los que hablan otro idioma. En Francia, durante la Revolución Francesa, se luchó contra el bretón y el euskera, y por esta razón ahora se habla francés.
La violencia en las religiones se dirime por regiones: si en Oriente Medio son más bien musulmanes, y en Occidente son más bien cristianos, es porque ha habido guerras de religión. Aunque la violencia es un valor adaptativo, desde hace dos generaciones es solo destrucción. Las mujeres estaban impedidas por la violencia que padecían y los hombres eran sacrificados por la violencia que les pedían realizar.
Las mujeres tenían como función que nacieran niños, más que niñas, para que se convirtieran en soldados, o en obreros que fueran a trabajar 15 horas al día al fondo de las minas. La violencia también la encontramos en los oficios y es lo que ha permitido cambios en los social.
–¿Qué vías analiza para revertir estos procesos tan destructivos?
–Hace dos generaciones que nos preguntamos si realmente es necesaria la violencia actual en nuestra cultura: la destrucción de las mujeres, la de los niños y niñas, la de los seres humanos entre sí. Y nos preguntamos si no podemos establecer otro tipo de relaciones, como, por ejemplo, de cooperación, de ayuda. Abordar este camino formará parte de una nueva cultura. Es factible, pero empezamos, apenas, a plantearnos este problema.
–Muchas personas, pese a estar físicamente acompañadas, viven en un ambiente emocional de aislamiento. ¿Cómo se puede devolver la vida al cerebro en estos casos? ¿Cómo borrar esa huella?
–Un cerebro solo se apaga, porque un cerebro para funcionar necesita otro cerebro, necesita una alteridad. Solo puedo convertirme en mí mismo porque usted está ahí, porque somos dos. Si no hay relación, no hay memoria. Lo vemos en casos como los huérfanos de Ceaucescu en Rumanía, por ejemplo, que no tuvieron alteridad en sus primeros años; no hablaban con ningún niño, solo se balanceaban y, si sentían una emoción fuerte, se autoagredían, se golpeaban en la cabeza contra el suelo.
Pero se puede volver a poner en marcha un cerebro si se actúa temprano, a través de la sensorialidad, por ejemplo, dando seguridad a un niño, abrazándole, y a través de la palabra. Vemos entonces que el cerebro vuelve a funcionar.
Ahora bien, la huella del pasado no desaparece, porque la huella no es el recuerdo. En un niño aislado demasiado tiempo, aunque el cerebro vuelva a funcionar bien, quedará el rastro.