Decir "no" a un hijo no siempre es lo más fácil ni lo más cómodo, ya que después de ese "no" probablemente empezará a librarse una pequeña batalla con él. Sin embargo, hay que pensar que esa negativa también forma parte de la educación y que es una forma de enseñar a los niños lo que pueden o no pueden hacer, lo que está bien y lo que no.

En otras palabras, decir "no" cuando hay que decirlo (imagina que el niño o la niña está a punto de hacer algo que pone en peligro su seguridad) forma parte de la enseñanza y es un ejercicio que les ayudará a ser responsables de sus actos, a respetar a los demás y a empezar a tener un mejor control sobre sí mismos.

La fórmula respetuosa: autoridad, cariño y libertad

Al hablar de disciplina en la educación de los niños suele acudir a la mente la actitud autoritaria que ejercían los padres de generaciones anteriores, pero entre ese autoritarismo y la permisividad o dejadez que supone dejarles hacer todo lo que quieran existe un término medio.

La falta de normas resulta tan poco educativa como un autoritarismo excesivo, pues si todo da igual y todo vale el niño se siente confundido y desorientado. Encontrar la dosis justa entre ambos extremos y combinarla con la afectividad conveniente es el mejor método para educar.

Conciliar, por tanto, autoridad, cariño y libertad es posible pero no sencillo.

La autoridad de los padres debe ser entendida como el modo de inculcar unas pautas, unos valores y unos criterios de comportamiento adecuados a cada edad y a cada momento del desarrollo de los niños para que puedan, no solo acatarlos en ese instante, sino para que a la larga los interioricen, los hagan suyos y les sirvan para relacionarse mejor consigo mismos y con los demás.

Educar implica inculcar una serie de normas y hábitos, es decir, enseñar una disciplina, pero eso no quiere decir que educar sea forzar a un niño a hacer exclusivamente lo que los adultos desean que haga, sin tener ningún tipo de consideración hacia sus necesidades y sus características.

Decir "no" forma parte de la labor educativa de los padres. Pero para que ese "no" tenga sentido y también sume, conviene seguir estas pautas:

Confianza

La disciplina debe basarse siempre en la comprensión, el afecto y la comunicación, no en la mera autoridad. Es conveniente crear en el seno de la familia un clima de diálogo basado en la confianza mutua y que permita la expresión y el respeto de todas las opiniones.

Cuando el niño hace algo mal conviene escuchar sus explicaciones y argumentos, ya que es casi imposible que siempre obre con inconsciencia o de mala fe.

Utilidad y pertinencia

El decir "no" debe tener un sentido educativo y no deben estar al servicio de los temores y las frustraciones de los padres.

Conviene pensar si los límites y normas que se tratan de imponer son simplemente buenos para los padres, en el sentido de que les dejan más tranquilos si el niño hace lo que ellos quieren, o si realmente van a servir al niño para que crezca y madure emocionalmente.

Es preciso aprender a decir "no" a lo verdaderamente importante, ya que de otro modo pierde todo el sentido y hasta cuestiona el buen criterio de los padres. Y decirlo en el momento preciso, sin dejar pasar las cosas y actuar a destiempo o fuera de lugar.

Consenso y consistencia

Es conveniente mantener el criterio que se haya fijado: lo que hoy está mal mañana sigue estando mal, ya que si aparecen las contradicciones los niños acabarán haciendo lo que quieran.

Aunque el padre y la madre puedan tener diferencias en el modo de ver las cosas e incluso en algunos de sus valores, han de lograr un consenso coherente en la educación para que no haya contradicciones entre ambos, ni en los métodos ni en el contenido.

Existe un doble mensaje cuando un padre un día permite hacer algo que fue prohibido anteriormente, y viceversa. También cuando de forma sistemática el padre y la madre tienen ideas contrapuestas y bajo esa desavenencia tapan las faltas de sus hijos en función de sus ideas propias.

Ser educados permanentemente bajo esos dobles mensajes genera gran confusión en los niños, que se protegen bajo el manto de quien más les conviene en cada momento, mientras crecen sin unos criterios claros de lo que está bien o mal.

Es normal que los padres no estén siempre de acuerdo, pero esas diferencias deben resolverse entre ellos, sin que los hijos estén presentes y procurando llegar a unos acuerdos mínimos.

Rectificar si es preciso

Ahora bien, en la vorágine cotidiana es fácil y normal cometer errores. Por ello a menudo un "no" responde más al estado de ánimo de los padres o a sus propios temores que a una necesidad educativa concreta. A medida que se hacen mayores los niños se dan cuenta de esas contradicciones y son capaces de cuestionarlas o rebatirlas.

Si se da esa situación, los padres deben ser sinceros consigo mismos y con sus hijos, reconociendo que pueden haberse equivocado y asumiendo el error. De ese modo les enseñan también que nadie es perfecto pero que al menos se pueden reconocer y reparar los fallos cometidos.

Uno de los más frecuentes es el de ser parcos con los halagos. Al niño le gusta que le elogiemos un buen comportamiento, algo que ciertos padres pueden pasar por alto. La crítica de lo que está mal hecho no debería ser lo más común.

Ejemplo

Es preferible educar desde el respeto y la tolerancia, mostrando el propio comportamiento como un ejemplo o un espejo, y procurando dar las explicaciones necesarias para que los niños puedan entender el sentido de esas normas.

Los padres son los mejores espejos en los que el niño puede verse reflejado. Si les decimos que está mal hacer algo nosotros tampoco debemos hacerlo. Y si queremos que mejoren en alguna faceta nosotros también deberíamos ser capaces de hacerlo.

Razones, más que órdenes

El "no" nunca debe ser arbitrario o "porque lo digo yo". Es preciso razonar y argumentar el porqué de las negativas.

Tampoco debería convertirse en una mera prohibición. Conviene acompañarlo de ejemplos o explicaciones de lo que creemos que deben hacer. Detrás de un "no" hay que ser capaces de mostrarle al niño cómo nos parece bien que se hagan las cosas.

Por ejemplo, si les decimos que no cojan los cubiertos de tal forma hay que enseñarles la forma óptima de cogerlos; si no permitimos que se pasen la tarde delante del televisor, hay que proponerles otras formas de entretenerse, o indicarles que primero deben hacer sus deberes.

El "no" cobra todo su sentido cuando se dice en el momento oportuno, está razonado y se le ofrece al niño una alternativa para hacer las cosas correctamente.

Sin ese acompañamiento, el "no" por sí solo va perdiendo valor. El niño se queja entonces, con razón, de que "siempre me estás diciendo no" o "no me dejas hacer nada".

La rebeldía saludable: ¿qué cabe esperar a cada edad?

Muchos padres se preguntan cuándo deben enseñar a sus hijos a obedecer y es fácil escuchar expresiones como "aún es muy pequeño, no lo entiende" o "déjalo, ya le enseñaremos cuando crezca".

Por al igual que ocurre con otros aspectos de la educación, la enseñanza de límites debe empezar desde que nacen; se trata simplemente de hacerlo adaptándonos a su nivel de desarrollo.

De 0 a 3 años

En estos primeros años, los padres se convierten casi en una especie de "sombra" de los hijos, que les observa y les vigila constantemente para darles protección y seguridad. Estamos enseñándoles límites cuando les alejamos de un peligro, cuando les obligamos a dejar un objeto especialmente frágil o cuando no permitimos que toquen un enchufe.

Estas prohibiciones tienen un sentido educativo y entrañan órdenes implícitas. Cuando son pequeños, todas esas consignas suelen realizarse con un gesto, una mirada o un cambio en el tono de la voz, y la mayoría de veces acompañadas de la palabra "no".

No se trata de imponer porque sí, como una muestra del poder de los padres sobre los hijos. La enseñanza de normas se ejerce así de forma inconsciente desde que nacen a fin de que no corran riesgos y no se dañen, procurando que hagan lo que creemos que es mejor para ellos.

De 3 a 6 años

Pasados esos primeros años los padres entran en un terreno más complejo ya que deben velar no solo por la seguridad de los hijos sino también por su buen comportamiento.

A partir de los tres años es cierto que ya aprenden a discriminar lo que se les permite hacer y lo que está prohibido y también que a medida que van dominando el lenguaje están preparados para entender los motivos de los riesgos y el sentido de las prohibiciones.

Pero en esa edad muestran su deseo de manifestarse como son, de reivindicar su personalidad, de ahí que ante las negativas de los padres puedan responder con rabietas y muestras de enfado.

Se hace prioritario en este caso razonar y dar explicaciones de por qué no queremos que hagan tal o cual cosa, de lo que puede ocurrir si bajan de la acera o tocan una llama, o de lo bien que queda su habitación si recogen los juguetes antes de salir o de acostarse.

De 6 a 10 años

Ya no se trata tanto de vigilar y sancionar comportamientos que pueden provocarles daños o accidentes como de irles educando en la adquisición de nuevos hábitos, como el aseo personal, la colaboración en las tareas domésticas, la responsabilidad en sus estudios...

Los padres deben aplicarse más para fijar los límites y normas que deben seguir sus hijos y reprenderles con honestidad cuando sea preciso.

De 10 a 14 años

La entrada en la adolescencia supone un nuevo reto para los padres, puesto que las exigencias de los hijos son cada vez mayores y piden más libertad para quedar con los amigos, para disponer de sus horarios y organizar su tiempo libre de forma personal e independiente.

Lo primero que conviene aclarar es que el adolescente, aunque aparente lo contrario, continúa necesitando sentirse querido y protegido por sus padres. Por tanto, precisa seguir teniendo unas reglas de juego, aunque sea para criticarlas o intentar saltárselas.

Todo esto significa que a pesar de las discusiones que pueden surgir los padres deben mantenerse firmes en sus criterios educativos, adaptándolos a la nueva etapa de sus hijos y que, por tanto, hay que fijar unos horarios de llegada a casa, exigir la colaboración en las tareas domésticas, seguir supervisando el funcionamiento de sus estudios, controlar el dinero que gastan, etc.

A partir de los 13-14 años

Pueden comenzar a negociarse con ellos muchos de estos temas, cediendo unas veces y manteniéndose firmes otras. Lo más probable es que acaben no respetando más de una de las normas que hayamos consensuado. Por ello conviene que en esa negociación se acuerden también las consecuencias que están dispuestos a asumir cuando no las cumplan.

De manera que si se ha pactado que si llegan más tarde de la hora acordada no saldrán el próximo fin de semana, conviene hacer que ese pacto se cumpla y no ablandarse con su argumento de que no volverá a pasar. Se puede ser flexible y tolerante, y confiar en ellos, pero siempre debe quedar muy claro el marco de las normas y los límites que deben aceptar.